🪡EL SASTRE

“La gente nunca está convencida de tus razones, de tu sinceridad, de tu seriedad o tus sufrimientos, salvo si te mueres” 

Albert Camus

Nadie recuerda su propio nacimiento, porque no hay memoria suficiente para llevarnos a ese instante de estremecimiento y llanto en el que entramos a este plano. Sin embargo, Conrado Sastre relataba el suyo, el momento de su nacimiento, con el detalle de quien dé pie en una esquina del cuarto de hospital, fue testigo consciente de los colores pasteles de la sala y los olores convocados para el trance. Así aprendió a contar cada tramo de su vida. Sobre el momento de su llanto iniciático advertía, por supuesto, que de esa manera se lo había oído narrar a sus tías, y hasta su madre terminó refrendando la versión de Conrado, hermosamente bordada y aupada por esa mayoría.

Todos dieron por seguro que Virginia Conrado sufrió terriblemente durante el embarazo y posterior nacimiento de su único hijo, al que habría jurado que bautizó como Ernesto, aunque todos sostenían que se llamaba Conrado. Aceptó sin treguas haber quedado casi exánime tras el parto y delicada de salud desde entonces. Y aun sintiéndose estupendamente bien, confirmaba a propios y extraños su hipertensión, las migrañas asociadas a ella y una ansiedad social de la que nunca padeció, pero que ahora le confinaba a las seis estancias del primer piso de la casa familiar. En el segundo vivían el par de tías, las pobres, muy mayores para cualquier trote, pero completamente lucidas y resguardadas. Su memoria descosida y hecha un trapo, olvidó a la joven resuelta que se opuso a sus padres, cuando quisieron dar en adopción a aquel bastardo nacido de una relación con un hombre casado. Virginia murió sola y abandonada en un asilo, jurando sobre la biblia que su cuerpo no colaboró con la causa de la maternidad y la crianza, y que su hijo logró sobrevivir gracias a las tías y la costura. Murió asegurando que el niño arisco y melindroso, nunca conforme con nada y avergonzado que saltaba inquieto en sus recuerdos, era un pariente lejano.

Solo una escena resguardó del naufragio que resultaba su entendimiento, tendría el niño unos cinco o seis años, y ella le cosía un disfraz para un acto escolar. El pequeño preguntó por qué además del suyo hacía otros, y ella le respondió que gracias a su trabajo de costurera, en el que era muy buena, podía vivir sin estrecheces.

–Si me ayudas podrías ir aprendiendo, para cuando seas mayor.

–Yo no quiero ser costurera –respondió el hijo, malcriado y avergonzado como siempre.

–Los hombres no son costureras, son sastres –le sonrió Virginia–, y hacen trajes a la medida por el que les pagan muy bien.

– ¿Cómo a la medida? –insistió Ernesto, al que ahora todos llamaban Conrado, con los ojos muy curiosos a través del antifaz.

–Pues  a gusto del cliente, a su figura, hecho especialmente para ti.

Quizá, en ese momento, Conrado sintió el primer impulso de hacerse todo a su gusto, nadie podría precisarlo, pues solo él conoce y autoriza las versiones de su historia, pero sin duda ya en su adolescencia conocía el poder de las palabras y el impacto que tenían en los demás, según quien y como las pronunciara. Fue por esa época en que las tías comenzaron a llamarle “piquito de plata” y aprendió a zurcir su vida. Convencido de cada cosa que decía, y de los detalles que agregaba, logró ir componiendo un vestuario de fechas, etapas, poses y acontecimientos, que usaba e intercalaba a conveniencia y comodidad. El hilo de su simpatía sujetaba con firmeza las versiones que componía, y el broche de su buena presencia daba a las piezas un acabado excepcional, impecable. Cada hábito, argumento y hecho ponían a prueba una fe de vida sin excesos, porque no era hombre de prendas estrafalarias, supo siempre que todo tenía su límite y el atrevimiento podía deslucir hasta el más exquisito de los cortes. La gente aborrece la originalidad, aunque pregonen lo contrario, le insistieron siempre las tías. Era cuestión de ser singular, sin llegar a la excentricidad. 

Así como un buen sastre anota en su cuaderno las medidas que distinguen a cada uno de sus clientes, Conrado escribía sus anécdotas y referencias, para adornar y reformar según la audiencia. Apuntaba fechas, nombres y pequeñas notas, cuidando de no coser capítulos de su novela personal, con las medidas equivocadas. Leyó libros que no tenía, viajo a lugares que nunca pisaría y conocería gente que no existía. Con su esposa tampoco tuvo suerte, la locura les distanció prontamente, contaba triste y con firmeza en el gesto. Su único hijo le era extraño y nunca supo cómo integrarlo a sus rutinas, precisas, creadas para mantener con los años su hoja de vida.  Se le dieron las oportunidades a manos llenas y en todas ejerció con notable y falsa destreza. 

Incluso para el día de su entierro pidió un funeral a urna cerrada, quiso evitar ser recordado con rostro de muerte. A un lado de la urna, hermosa de madera pulida, un retrato de las tías, Olimpia y Clementina Sastre, una foto de dos señoras muy circunspectas que halló de niño en una revista. Pero aún privado de confeccionar su mejor pieza, tieso y oculto entre las sedas de su ataúd, fueron los numerosos presentes quienes hilvanaron lágrimas y alabanzas, cerrando el ciclo de una vida hecha a la medida.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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