💨 Cenizas

Junio del 2020:

Querido Joaquín:

Por primera vez en meses, desperté sin llorar. O al menos, no lo hice de inmediato. Solo permanecí sentada en la cama, con el corazón latiendo tan rápido que resultaba doloroso. Me aferré a las sábanas y como siempre ocurre con el primer pensamiento matutino, imaginé que despertaba de una pesadilla. Al fin y al cabo, todo en casa tiene la misma apariencia, tiene la misma historia. Los muebles se encuentran en el exacto lugar en el que todo ocurrió e incluso, los sonidos son idénticos. De modo que es sencillo, a veces, creer que no ha pasado otra cosa que un mal sueño. Uno tan realista, que cada detalle es relevante para entender su monstruosa magnitud. Una pesadilla como la de la niñez, que te aterrorizan por el mero hecho de ser indiferenciables de lo real y lo que acecha en la oscuridad. ¿Podría ser? pensé otra vez hoy. 

Lo hice, pero no lloré. No lloré cuando aparté la sábana y me quedé unos minutos en silencio. Quizás no hay suficientes lágrimas para llorar esta tragedia, este dolor universal que, por una vez, ha unido el mundo en de implacable y siniestra belleza. Quizás, luego de llorar a diario, mi dolor se cristalizó en un ámbar tenebroso en alguna parte de mi mente. ¿Quién podría decir que el final de todas las guerras sería una desgracia silenciosa? Un puñado de cenizas. La soledad de un silencio más grande que el mundo, que todos los mundos. Es de una crueldad refinada, que el apocalipsis haya sido una puerta cerrada, el espacio de la cama vacío. Que el fin de todos los tiempos fuera solo…un día como cualquier otro. 

Me costó esfuerzo ponerme en pie. No miré tus almohadas, tu silla ni tu ropa, todavía colgada en la puerta del armario. Los zapatos en el rincón. Caminé para que la vida comenzara, para que las horas volvieran a correr. Mi psiquiatra insiste en que necesito retomar “las pequeñas rutinas” y eso es lo que hago. Antes, meses atrás, podía pasar semanas enteras sin abandonar la habitación. El primer mes, no pude incluso salir de la cama. Me encontró mi madre, cuando llegó entre gritos — chillidos, siempre me recuerdo que eso es lo que fueron, porque jamás quiero escuchar nada parecido — y me encontró envuelta en tus cenizas, con los ojos fijos en el espacio de tu cuerpo sobre la cama. Me sacudió, me hizo levantar a empujones. ¡Mira, mira lo que pasa! ¡Mira! Pero yo tenía las manos abiertas, envuelta en lo último que quedaba de ti. Lo último a lo que me pude aferrar antes que el moverme, el viento en la ventana me quitara incluso eso.

Te contaba de las rutinas. Las he retomado. Me cepillo los dientes, me ducho. Me corto el cabello — no quiero que jamás vuelva a crecer —, me pongo la ropa limpia. Los zapatos. Los espejos siguen cubiertos, así que no sé cuál es mi aspecto. Mi madre dice que he bajado de peso, el psiquiatra también insiste en que debo cuidar de mi salud. Pero él también luce demacrado. La piel amarilla y tirante sobre los pómulos, la barba descuidada. Los ojos vidriosos a veces. Píldoras de algún estilo, deduzco. Todos tomamos medicamentos ahora, todos vamos en busca de una calma plomiza que nada puede brindar sino la medicina. También las tomo. Un óvalo azul por las mañanas, dos blancas y redondas por la noche. Quizás por eso dejé de llorar, Joaquín, de tener miedo.

O que ya no tengo nada que perder. Estoy viva, tan viva que a veces lo lamento. Tan viva, con los brazos temblorosos, los pies torpes. Cuando camino por la calle, a veces estoy a punto de caer de cansancio por mantener el rostro firme, serio, indiferente. Lo logro a veces. Muchas más desde hace dos meses. Y hoy, al final, no lloré al despertar. Eso tiene que ser bueno ¿verdad? Eso tiene que ser bueno de alguna forma misteriosa, sacrílega. Lo bueno que nace de lo que dejó de existir. 

Hay mucha filosofía pesimista últimamente. Antes que todo ocurriera, había justo lo contrario y recuerdo que me quejaba de eso. ¿Lo recuerdas? Tú también lo hacías. Los dos reíamos de la era de Oro, de los superhéroes en la tierra. Del rostro anodino y petulante de Tony Stark en la televisión. Incluso en nuestro país tercermundista “Antonio Stark” era una figura respetable, querida. El Capitán América, Thor. Leyendas vivas que anunciaron nuevos prodigios. Estaba tan ocupada maravillándome que quizás, jamás pensé en el peligro. ¿Tú lo hiciste, Joaquín? ¿Pensaste en que podría ocurrir una tragedia como la que pasó? 

No lloré, hoy. Cumplí mis rutinas. La píldora bajo la lengua. Caminé por la calle, incluso llegué al monumento a los desaparecidos que construyeron en Altamira. Es gigantesco, hostil, un ritual funerario que nadie deseaba pero que al final, no hubo forma de evitar. Tu nombre está ahí. Uno de los “desvanecidos”. Ya hay nombre para la tragedia. Los primeros días, solo había gritos y llantos. Los sobrevivientes corriendo por las calles, los suicidios en masa, la convicción de un suceso divino de macabra efectividad. 

No recuerdo mucho de esos días. Mi mamá dice que fueron los peores. Todos esperaban que pasara algo peor. Peor ¿a qué? ¿a despertar en medio de un espiral de cenizas? ¿de sacudir las manos, medio asfixiada, los ojos bien abiertos en la oscuridad hasta entender…que eso que flotaba a mi alrededor era tu cuerpo? Una pesadilla, me repetí. Una pesadilla. Una espantosa, una vívida. Una pesadilla, me repetí, una pesadilla de las que recordarás por años. Una pesadilla enorme, un abismo a las orillas de mi mente.

Hoy no lloré. Quizás lo haga después, pero al menos, será un paso hacia alguna parte. No sé muy bien hacia dónde, pero al menos lo he dado. Eso es bueno ¿no es así, Joaquín? Ahora que vivo por los dos, no tengo más remedio que pensar lo es. 

Querido Joaquín: 

Fui a una de las reuniones que organizó la alcaldía para los sobrevivientes. No me atreví durante todo este tiempo. Y quizás, debí seguir mi instinto. Aun así, no fue tan espantoso como pensaba podría ser y eso es lo peor: que me pareció escalofriante, pero me gustó estar ahí. Había una pantalla de televisión con una imagen de la criatura que provocó todo esto. Una aproximación, un dibujo de un artista. Un titán, explicó la locutora en voz baja, de una de las lunas de Saturno. Y después siguió con la frase cliché que repiten en todos los canales de televisión, podcast, plataformas sociales. La gran pregunta si estábamos solos en el universo, se respondió con una catástrofe. 

Era el eslogan de una vieja película de ciencia ficción, pero ahora supongo, la ciencia ficción, no existe. O, mejor dicho, es todo lo que existe. Un pensamiento curioso. Me acerqué a la pantalla. Una criatura de piel color púrpura, con una extraña barbilla estriada, los ojos penetrantes, enorme, la envergadura de un gigante. El titán loco. En la imagen, alguien incluyó el guante dorado con las piedras que según entiendo, causaron toda la devastación. Solo chasqueó los dedos, dijo Ronan Farrow al contar lo ocurrido para el New York Times. Chasqueó los dedos y el poder que emanó del guante — o lo que le brindara poder, en todo caso — destruyó la mitad de la vida del Universo. Una frase simple, con aires pomposos y melodramáticos. Pero es cierta. Es cierta en todas las dimensiones espantosas de lo impensable. Una criatura tuvo el poder para provocar el peor genocidio de cualquiera historia, de todas las historias que llenan la realidad y el cosmos. Cuando lo piensas, Joaquín, provoca vértigo. Es inmensa la certeza que no estamos solos en la inmensidad del cosmos, sino que, además, ahora hay billones de seres que sufren pérdidas, que deben afrontar la vida a medias. Mundos enteros destruidos. ¿Recuerdas cuando reíamos sobre la posibilidad de lo que había más allá? ¿Lo mucho que nos entusiasmó la aparición de Thor, una deidad que resultó no ser otra cosa que un alienígena? Te obsesionó el tema, te aterró, te maravilló en toda su formidable envergadura. ¡Vida! ¡Vida en las estrellas! 

Te recordé al decir esa frase hoy, mientras el alcalde encargado explicaba las medidas para mantener al país “en calma”. En Venezuela, que perdimos la cuenta de las tragedias que atravesamos en veinte años, la palabra “calma” tiene cierto aire de disparate inalcanzable. Pero ahora el mundo comparte nuestro estado de emergencia perpetuo. Muchos gobiernos solo cayeron, heridos de muerte por la muerte de millones. Otros tantos, se mantuvieron en pie a fuerza de balas y violencia. En Venezuela, solo hubo silencio. En Miraflores, lo que no logró años de esfuerzos, denuncias, interminables procesos políticos, lo hizo un suceso cósmico. Las imágenes que mostraban el Salón Ayacucho entre cenizas, la Casona silenciosa, fueron lo único que la televisión mostró en días. La autopista Francisco Fajardo repleta de automóviles vacíos. Alejandro Cegarra, el fotógrafo de la Torre de David, capturó la devastación con una imagen que imprimí: en ella, puedes ver el distribuidor la araña con cientos de vehículos de todos los tamaños vacíos y con las puertas abiertas. La ceniza lo cubre todo. Pasó meses antes que algún funcionario se atreviera a mover ese cementerio improvisado y despejar las vías. Pero mientras ocurrió, la gente dejó flores, objetos, velas. La foto de Cegarra las muestra. Cuando la vi, pensé que esa imagen era el corazón de todos los sobrevivientes. Aquí o en dónde fuera. 

En el resto del continente, los gobiernos se tambalearon, las calles se llenaron de enfrentamientos y heridos. Pero en Venezuela, solo hubo silencio. Ya no teníamos mucho que perder, quizás. Y fue eso, lo que mantuvo al país en una pieza. ¿No es un pensamiento siniestro ese? ¿Aterrador? No lo sé, miró la fotografía de Cegarra a veces y me aterroriza su simplicidad tenebrosa. Los muertos, que flotan en la nada. Sin dejar nada detrás más que un fragmento de algo cotidiano. Carteras, teléfonos celulares que se escucharon sonar por días. Las luces que parpadeaban en la oscuridad y durante el sol brillante del mediodía. 

En la reunión, hubo una historia que dejó sin palabras a la mayoría. Una mujer caminaba por la calle con su hijo en brazos, cuando abrazó el vacío. Ella sacudió las manos, gritó y vio a todos correr a su alrededor, a los otros que desaparecían. Y de pronto, corrió hacia la calle y se arrojó frente a un camión que pasaba a toda velocidad, sin conductor. Murió en el acto y su nombre también está en el monumento de Altamira. Los muertos de la tragedia no sólo desaparecieron en ceniza, Joaquín. También en el horror de lo que vino después. 

Querido Joaquín: 

Thanos. Así se llamaba la criatura que provocó todo esto. Anoté su nombre y lo miré, reducido a unas cuantas letras. Leí en un libro sobre el genocidio de Ruanda, que muchos sobrevivientes anotaron los nombres de los que participaron en las matanzas, para reducir la idea a algo que pudieran abarcar. Un recuerdo que se verbaliza, diría mi psiquiatra, que también está traumatizado. Pero…no lo logré. Thanos, podría ser cualquier palabra. Pero Thanos, era una criatura. Una que levantó el brazo y chasqueó los dedos. Que volatizó en un instante todo lo que hasta entonces había sido la vida para una cantidad inimaginable de vidas. Contemplé el papel y traté de imaginar el momento. ¿Cómo fue? ¿supo que realmente lo haría? Leí en el reportaje de Farrow que según contó alguno de los grandes héroes sobrevivientes, Thanos llevaba siglos enteros de cuidadosa planeación de su plan. No había sido un impulso súbito, ni tampoco un acto destructivo obsceno llevado por algún tipo de necesidad voraz y sangrienta de destrucción. 

Hay un párrafo del reportaje que me produce horror. “Thanos dedicó su vida a la consumación de la tragedia. Viajó a través del cosmos para lograr obtener cada una de las piezas necesarias para llevarlo a cabo. Con la frialdad de una tesis equívoca sobre la vida y su fugacidad, tomó la decisión por todos los seres vivos. Fue el ejecutor del poder de un dios, sin ninguna conciencia divina. Sin duda, eso es lo más trágico y terrorífico: saber que el asesinato en masa que se repitió en cada lugar del universo ocurrió por una tesis única. Por una decisión atemperada en siglos de reflexión sobre la inutilidad de la realidad”.

Hay un poco de Hannah Arendt en eso. Si el mal es banal, la ejecución de un mal absoluto es un hecho superficial fruto de la vanidad y una desquiciada consciencia de la maravilla. ¿Fue eso lo que pensó Thanos? Lo hizo sin dudar. Un deseo que se consumó como una terrorífica versión cosmológica del diluvio universal. Hace poco, vi a un sacerdote por televisión. Decía que “Dios no ofrece respuestas sencillas”. E imaginé a Thanos, que, si ofreció una, sin ser divino ni sagrado, hasta devastar cualquier posibilidad sin respuesta. 

Querido Joaquín:

Hoy salí de la casa. Conduje hacia la casa de mi mamá y mi hermana. Ahora viven juntas. Mi hermana abandonó ayer el sanatorio y creo, que comienza a recuperarse. No del todo — nunca lo hará — pero al menos, ya responde algunas preguntas, ya sonríe, ya puede comer por si sola. El médico dice que es probable, no logre afrontar del todo la mujer de mi cuñado y mis sobrinos. Pero creo que al menos es un buen síntoma, que ya no necesite con tanta desesperación las medicinas, drogas y el alcohol. Recuperó la movilidad de la mano derecha y creo que podría volver a mover los dedos en unos años. El corte que se hizo en el tendón curó mejor de lo esperado, así que hay esperanza. Una poca. Nunca lo suficiente, pero ahora mismo, no hay otra cosa a la cual aspirar. 

Noviembre 2020 

Querido Joaquín:

Recibo una beca del fondo mundial para integración. La organización se creó quince meses después del chasquido, con fondos de todas las grandes fortunas del mundo. Un gesto de solidaridad admirable, dirás, pero a mi me pareció simple hipocresía. Después de todo, solo es dinero. ¿De qué vale el dinero cuando tienes las manos llenas de cenizas?

En mi grupo de apoyo, dicen que mi cinismo es agresivo. Es verdad. Soy de las pocas que no quiso asistir a la proyección del discurso de Steve Rogers o arrojar flores en el Guaire, ahora que es un río limpio y radiante, en el aniversario de la tragedia. ¿Quién coño quiere eso? Prefería las aguas llenas de mierda, a esta visión de belleza a costa de este silencio aterrador. Con todo, tuve que ir. Mi mamá quería despedir a mi hermano, a mi tío y a mis sobrinos. No tuve corazón para dejarla sola. Arrojamos un ramo de crisantemos. Mucha gente gritó mientras el Cardenal Urosa Savino rezaba. Tuve náuseas y quizás, habría vomitado si Ana Julia no me hubiese mirado todo el rato. Ha crecido como una planta marchita, como todos. Una planta que no recibe sol, retorcida y las hojas rotas. Todavía no entiende qué ha pasado, no entiende que el mal tiene muchas formas. Que no ha sido Dios o el Diablo los que han traído el apocalipsis por fin. Me miró aterrada, con su carita redonda y morena tensa. ¿Qué pasa tía? decía esa carita. ¿Esto es el final? La abracé y le pasé un brazo por hombros. Miramos las flores flotar, alejarse, hacerse un manchón colorido en el día fresco y azul.

Te hablaba de la beca. Son unos 500$ dólares mensuales, esencialmente por el milagro de sobrevivir. Un milagro ciego. Los acepto y eso evita deba buscar trabajo. No de inmediato. En realidad, creo que pasarán algunos años hasta que pueda hacer algo semejante o tenga sentido hacerlo. Hay comida de sobra, casas vacías, automóviles. Los comercios obsequian todo lo que tienen. ¿Para qué trabajar? ¿para qué enseñar? La universidad no cerró, pero es un gesto simbólico. La mitad de los estudiantes murieron, la mitad de los profesores, la mitad de los obreros, la mitad… ¿Quinientos dólares es suficiente para pagar eso?, ¡para que puedas olvidar los pupitres vacíos, Tierra de nadie con la hierba crecida, ¿el techo de humanidades caído? Nadie está ahí, realmente. En ninguna parte. 

Pero aun debo comer, supongo. Así que acepto el dinero. También eso paga las medicinas, la ropa. Paga lo básico. No necesito nada más para vivir. Por ahora, no hay nada más que aspirar. 

Querido Joaquín: 

Hoy adopté un perro. Nuestros gatos desaparecieron con el chasquido, también. No es algo que quiero pensar — no tolero…no puedo, recordar como fue el descubrir que hasta ese punto mi vida se había desplomado -, pero…ocurrió y supongo que parte de la curación pasa por volver a empezar en ese punto también. He leído mucho sobre la muerte de animales, poblaciones completas de gorilas, de jirafas, porque no había suficientes en el mundo. Los mataderos cerraron y, de hecho, nadie se atreve a matar por ningún motivo a los pocos animales sobrevivientes. Mientras los campos estallan en color y belleza, los animales proliferan con lentitud.

Así que adopté un perro. Un pastor alemán hembra huérfana, cuyo dueño debió desvanecerse en cenizas. Le encontraron en alguna parte del distribuidor San Luis, en el Cafetal, desorientada. La adopté por esa historia. Le llamé Betty. Tiene ojos enormes y tristes, parece tan cansada como yo. Ayer la traje y anoche mismo, durmió sobre mis pies. Las orejas caídas. Pensé en Sarah Connor. ¿Recuerdas esa vieja película de Cameron que vimos cuando éramos chamos? El fin del mundo ocurría por Skynet, una inteligencia artificial que terminaba por traicionar a sus creadores y provocar una guerra nuclear. Sarah, la madre de un futuro mesías, llevaba al final de la película un pastor alemán a su lado. Los perros podían percibir la amenaza. ¿Por eso adopté a Betty? Supongo que nunca se deja de tener miedo cuando la muerte te rozó tan cerca. 

Diciembre 2020: 

Querido Joaquín: 

Viaje a Buenos Aires hoy. O mejor dicho, el miércoles, pero apenas hoy puedo escribir este epistolario al vacío. ¡Qué frase melodramática! Te reirías de ella. Al final, la beca tuvo objetivo y ahorre lo suficiente para volar junto a Betty para visitar a Melissa. ¿La recuerdas? Sobrevivió, aunque perdió a su esposo y a uno de sus hijos. No enloqueció, pero no se puede decir que esté del todo cuerda. Me recibió feliz, con los brazos abiertos. La luz de Palermo me asombró por su pureza. 

Argentina fue uno de los países que se vino abajo días después del chasquido. Hubo suicidios masivos, una guerra civil callejera que acabó con casi doscientos muertos y al final, el caos se extendió al país entero. Melissa se refugió en La Plata con José y así fue como sobrevivió a la segunda muerte, como le dice a esas semanas horrorosas. Al final, los cascos azules llegaron y lograron pacificar al país — a Baires, sobre todo — pero todavía pueden verse las heridas. Meli me llevó a caminar por el centro de la ciudad. Al inevitable monumento. Al contrario del de Caracas, que tiene un aire brutalista parecido al Teatro Teresa Carreño, este es de cristal emplomado y está junto al Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. No hay nombres completos, solo los apodos cariñosos. Mami, Papi, Nene, Negrito. Los nombres se repiten hasta el infinito. Le pedí a Meli salir de ahí, pero no me escucho. “Hay que ver estas cosas” me dijo. “Hay que recordar que había antes”. 

Antes. Antes de las cenizas, supongo. 

Febrero 2021: 

Querido Joaquín:

Volví a la Universidad. Me asombró que después de la quema de Ingeniería, los diversos aportes reconstruyeron el edificio y de hecho, el resto del campus. En el salón, había apenas doce alumnos y cuando comencé a hablar sobre la Ilíada, uno de ellos se levantó y se fue, casi a la carrera. Me quedé sin saber qué hacer. Los once que seguían sentados, parecían pálidos y nerviosos. Me necesitan, pensé. De modo que comencé a explicar, con los ojos llenos de lágrimas. Hablar de Homero, hablar de la literatura, de la historia antes del final de la historia. De lo que había antes que el mundo dejara de existir. 

Querido Joaquín:

Tu madre murió, amor. Una muerte apacible. Un infarto, dice el médico. La encontró tu vecina Gertrudis. Había recuperado peso y según me dijo tu hermano, incluso recuperó el habla. Pero supongo que no es fácil remontar la cuesta. No es sencillo asumir que ya no hay nada más que esto. Cuando llegué a San Martín, ya tu hermano estaba ahí, de pie en la puerta del edificio. Tuve un sobresalto porque de pronto…te vi. Tu mismo cabello negro, los hombros encorvados. En mi mente, el tiempo se volvió satén. Tuve uno de esos raros momentos de fuga. De horror y de angustia que ya me ocurren menos, pero que cada vez son más potentes. Imagino que la cantidad acentúa el dolor que producen.

Parpadeé y pensé en nosotros, la pareja de profesores sin hijos que vivían en un viejo edificio del centro de Caracas. En la mujer que fui, que se levantaba cada mañana para encender la cafetera y volverse a la cama, para acostarse a tu lado. En el hombre que eras, que se levantaba diez minutos después para traer dos tazas. Café muy negro, sin azúcar y denso. Como el demonio, decías. La pareja que ahorraba para emigrar, cuando el país era un problema y no lo inexplicable. Cuando el problema eran las bujías del carro, la puerta que no cerraba de la nevera, la lluvia que fastidiaba el cable. La vida antes de la vida.

Recordé todo eso de golpe y tuve que parar el automóvil antes de estrellarme contra la pared. Antes de acelerar y acabar con este sufrimiento radiante, volátil, sin peso ni orden. Me detuve y Betty ladró, con las orejas erguidas. Percibe el peligro, supongo. Tu hermano me vio y corrió para abrir la puerta. Respira, me dijo, me sacudió. Respira, respira.

Lo hice y a lo lejos, percibí el olor de la ceniza.

Marzo 2021 

Querido Joaquín:

El psiquiatra me pidió escribiera una carta de despedida para ti. No sé…qué decir. Estoy sentada en el comedor de la casa. Llevé a Betty con Virginia — sé la cuidará bien, cuando sepa que pasó — y cerré las ventanas. Metí toallas en las esquinas de la puerta. Tengo la portátil abierta. Escribo esto y el olor al gas es doloroso, una delicia cruel que está a punto de anegarlo todo. Cenizas a las cenizas, decía la biblia. No tengo otra cosa que decir, quizás pueda decirla después, al otro lado, si es que hay algo más. No lo sé. Fuimos tan felices, incluso en la pobreza, en el desastre de un país condenado al fracaso. Estuvimos tan vivos. La historia antes de la historia. 

Pero el espiral de cenizas llegó y se llevó eso a la oscuridad. Me pregunto si estás ahí, si me esperarás. Si habrá…no lo sé. 

Te quiero, te quise. Quisiera ser más fuerte, pero no lo soy. El mal corrompió la vida y creo que al final, no puedo ser otra cosa — no quiero ser otra cosa — que también un recuerdo. Un presente roto. Pedazos de algo que ya no puede recuperarse antes o después. 

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