La habitación estaba llena de basura y Elías creyó que, por ese motivo, había espirales de moscas que volaban a su alrededor. Nunca había visto tantas, una nube compacta que producía un zumbido orgánico y bajo, siniestro por el solo hecho de ser invisible. Las apartó con las manos y se abrió camino entre las bolsas abiertas de basura, los muebles rotos y retorcidos por la humedad hasta el centro de la habitación. Un insecto le golpeó la mejilla y le hizo soltar un jadeo de miedo. Se limpió la piel con un movimiento rápido y convulsivo. La piel caliente y áspera bajo los dedos.
¿Creía en lo que estaba a punto de hacer? Sin duda que no, pero la desesperación era mayor que la incredulidad. Lo pensó cuando intentó limpiar a manotones el suelo de madera, quemado y sucio. La casa había sido esplendorosa sesenta años atrás y había sido una de las primeras en Caracas, en tener el lujo de pisos machihembrado. Ahora, solo una sustancia seca y cubierta de agujeros de suciedad, abierta en las esquinas y rota por la humedad. Una especie de recuerdo retorcido de lo que había sido un símbolo de una ciudad próspera que ya nadie recordaba en realidad.
Una rata gorda y de ojillos brillantes corrió hacia la oscuridad cuando Elías movió a un lado un mueble roto. También brotaron cucarachas, escarabajos y polillas blancas que aleteaban cerca de su rostro. Una especie de oleada de vida infecta, que cubría las paredes que chorreaban suciedad. Las moscas se elevaron más arriba y rozaron el techo que se caía a pedazos. Elías se cubrió la boca y la nariz con la manga de la camisa y trató de respirar a través de la tela mientras tomaba el valor para lo que había venido. Era simple ¿no? Solo es una mierda supersticiosa, el único recurso del loco. Lo pensó cuando Julian se lo contó en voz baja de borracho y le puso en las manos las hojas. “Va a servir si crees que va a servir” había dicho el viejo, los ojos redondos, la boca floja por el alcohol. “Además chico, ¿qué pierdes?”
Todo tenía un lustre onírico, como el de una pesadilla muy larga. ¿Eso había ocurrido cuando? ¿seis, siete días atrás? Una semana, claro. Casi el veinticuatro de diciembre. Cuando papá enfermó de COVID y tuvo que vender los últimos restos del naufragio familiar para pagarle las medicinas. Todo, mientras la ciudad se volvía aparatosa, con sus decoraciones navideñas pasadas de moda y su riqueza vulgar en todas partes. El puto hospital no tenía ni sábanas, el viejo se moría en una cama pelada, con los ojos abiertos. Luchaba por respirar, le aferraba la mano. Elías lloró con la mano de su padre entre las suyas, sin saber si su cordura soportaría otra muerte. Su madre agonizó por mes y medio antes de ahogarse con los pulmones destrozados, sin despertar ni una sola vez. Elías la recordaba, flaca, cada vez más pequeña, las manos retorcidas sobre la cama. El respirador muy grande para su boca, como un instrumento de tortura grotesco y moderno.
No voy a volver a pasar por eso, le dijo a Julián. No creo que pueda, además. La enorme figura de su amigo más querido, se movió la semi penumbra del pasillo del hospital. A Elías le sorprendió verle ahí. Desde que se había vuelto un tipo de plata, apenas recordaba al resto de los viejos amigos de la Universidad, al grupo de muchachos que habían crecido juntos y que al final, se había disuelto hasta convertirse en extraños. No era raro que pasara algo así en Venezuela. La mitad de la promoción emigró, la otra tenía que soportar al país. Pero Julián se volvió un potentado, la crónica discreta de aceptar las condiciones de las cabezas visibles de la dictadura. Elías sabía que Julián solo había hecho lo que cualquiera en su lugar: aprovechar la oportunidad. No se lo reprochaba.
Pero no esperaba verle llegar, enorme y paquidérmico. Los ojos hundidos en la cara gorda y rozagante. La camiseta que apenas podía cubrir el vientre redondo y prominente. Tenía una cadena de oro en el cuello. Las manos con anillos. Zapatos caros. Nuevo rico, habría dicho la madre de Elías. Pero la madre de Elías estaba muerta y ya no decía nada. Julián, en cambio, estaba sentado en la silla de plástico del hospital y le miraba con los ojos entrecerrados, convertidos en rendijas brillantes.
— Mira, te prestaría la plata y pagaría todo esto …— empezó Julián.
— No hace falta — dijo Elías y se esforzó por parecer convincente — en serio, gracias por venir.
— Déjame hablar — le cortó Julián — te pagaría todo esto, me llevaría al viejo a una clínica. Pero creo que puedo hacer algo mejor por ti.
Le puso un cuaderno en las manos. Uno simple, con la cubierta de cartón rota. Dentro, había hojas de un material fuerte y rígido. ¿Pergamino? se extrañó Elías. Sacó una. Estaban cubiertas de símbolos, palabras y dibujos. “Ven, que te llamo” leyó casi por accidente Elías, en la parte inferior. Tuvo un escalofrío.
— ¿Qué es esto?
— Lo que me hizo salir de la pobreza.
En el pasillo del hospital, esa confesión podía significar cualquier cosa. En especial, en medio de la soledad de ese diciembre cristalino, hostil, en medio de la zozobra de tocar fondo. Para Elías, no era solo la enfermedad de su padre, la pobreza, el miedo. Era la caída a los infiernos, tumultuosa y gris. Las últimas semanas del año, convertidas en un suplicio que le rasgaba la piel con heridas invisibles, un mapa de cicatrices de pura vergüenza que escondía como mejor podía. El olor a desinfectante barato flotaba en el aire y había una luz tenue, que hacía brillar al piso de plástico como si estuviera húmedo. Pero no lo estaba. Elías sabía que no había nadie para limpiar nada y que el hedor, provenía de los productos químicos que los familiares de los pacientes traían para limpiar las habitaciones de sus enfermos. Los había visto. Un hábito triste, retorcido. Recordaba que la primera noche en que se quedó en papá, vio a una mujer gorda y cansada, limpiar el pasillo a coletazos. Lloraba por la herida de bala del hijo en la habitación.
— ¿Qué mierdas es esta? — dijo Elías y trató de devolver el cuaderno a Julián.
— No me des eso, ya es tuyo — Julián levantó las manos — Te lo estoy dando. Es una vaina que te va a ayudar. Tu hazlo. Tómalo como un regalo de navidad.
— ¿Tú me estás hablando de brujería? — dijo Elías y soltó una risa amarga — no me jodas, chico. No vengas a joderme hoy.
Abrió el cuaderno. Otra página. El diagrama de algo parecido a un círculo, que rodeaba dos triángulos. Todos los márgenes de la página estaban cubiertos de palabras, de indicaciones. Sacudió la cabeza y miró a Julián, irritado. Llevaba cinco días sin dormir, no comía desde ayer.
— ¿Viniste de verdad a darme brujería para ganar plata?
— Elías, esto fue lo que me sacó de la pobreza — repitió Julián — Esto. Me lo dieron cuando mi hermana sufrió el accidente y casi se muere ¿te acuerdas?
Lo recordaba, apenas. Un comentario de su madre. Leti, casi se muere en un accidente de la autopista a medianoche, le contó. ¿Y qué pasó? Nada, se salvó de milagro. La vi el otro día. Más sana que nunca.
Elías parpadeó. A su lado, Julián le miraba con la cabeza un poco inclinada. La boca apretada. El pecho enorme que respiraba con dificultad. Impaciencia, pensó Elías y no supo por qué, eso le pareció repulsivo. Pasó con un dedo las páginas y se echó a reír en voz baja.
— Entonces tú fuiste e hiciste una macumba — se burló de Julián.
— ¿Y si te digo que sí? — dijo Julián en voz muy baja — ¿Y si te digo que me dieron esa vaina y estaba tan desesperado que lo hice? ¿La gente no va a la Iglesia, pues? ¿La gente no va a rezar? Yo recé a otra cosa.
— ¿Al diablo? — dijo Elías con una risotada.
Pero Julián ahora le miraba serio. Los ojos hundidos en la carne con una expresión ávida. Se inclinó un poco y Elías notó su aliento. Algo entre cerveza, grasa y algo más tibio, desagradable. Notó que la piel del hombre estaba ruborizada y pensó que debía estar caliente, como quien toma demasiado sol. Había algo obsceno en eso, pensó, aunque no supo por qué. Ahora Julián sonreía. Los dientes pequeños, blancos. La boca rosada y de labios hinchados.
— No, al diablo no — dijo en voz baja — chico, ¿tú crees que esas vainas de viejas rezanderas? Hay cosas más viejas que responden.
Había un zumbido lento en alguna parte. Como una persiana rota que rozaba una pared, una radio descompuesta. La vibración seca de un teléfono celular. No era eso, susurró una voz en su mente, alarmada. Moscas, pensó Elías. No una, muchas. Pero se escuchaba desde lejos, al final del pasillo. Parpadeó. Se echó para atrás de un salto. Julián se había puesto de pie. Las manos en los bolsillos de las bermudas, las pulseras de gruesos eslabones de oro que brillaban.
— Si de verdad no quieres saber nada de eso, me lo das y listo — decía ahora — y ya, Elías. Tu papá se morirá aquí. ¿No llevas máscara? ¿No te da miedo que el próximo con COVID seas tú?
Elías se quedó sin saber qué decir. Llevaba la máscara en el bolsillo, no pensaba en contagiarse sino en… ¿qué? No importaba, Julián tampoco la llevaba, pero en su caso, no era por descuido. Y Elías tuvo una idea nítida, singular y sin sentido que le sobresaltó. Julián sabía que no se iba a contagiar. Estaba allí ¿no? en ese hospital pobre, al que nunca habría ido un tipo famoso ya por su fiestas escandalosas y opulentas, acusados por todo tipo de voces de ser un testaferro del gobierno. Pero nadie podía demostrar nada. Nadie… ¿Qué, Elías? ¿Nadie qué?
— Dámelo, pues, si no te interesa — le dijo Julián y extendió la mano gorda — Yo sólo te quería ayudar.
El zumbido de moscas — eran moscas ¿verdad? — se hizo más fuerte. Debían ser una docena, más. Y Elías imaginó la nube que volaba en el techo de alguna habitación. La de tu padre, Elías. La de tu padre. Tu viejo, va a morir y lo último que verá será la las moscas, revoloteando en su cara, pegándose en las sienes blancas. Tuvo una imagen clara de una mosca gorda, tornasolada, en la nariz de su padre, en la boca. Jadeó.
Julián seguía de pie junto a él, con la mano extendida. Elías dobló el cuaderno y lo apretó con fuerza. Sacudió la cabeza.
— Nada cuesta probar — murmuró.
— Nada, la verdad — Julián sonrió, triunfal — tú haz tu prueba…y me cuentas.
Lo vio desaparecer por el pasillo, enorme, colosal. De muchacho había sido delgado, esbelto, casi frágil. Ahora era una figura compacta, que se bamboleaba al caminar. Los brazos gordos. Las manos enormes. Los anillos brillaban, el teléfono celular de última generación lucia pequeño entre los dedos gruesos. Riqueza fácil, pensó Elías y sintió que despertaba de un sueño. Fácil. Simple. Riqueza de los vivos.
2
Elías escogió la casa abandonada que veía de niño por una razón estúpida: le tenía miedo. Había leído el ritual — porque eso era lo que Julián le había dado — y de inmediato imaginó la vieja mansión. Era una casona enorme, que había pertenecido a un viejo alemán que había muerto años atrás sin herederos. O eso le había dicho su madre. Elías no sabía si eso era cierto, pero si tenía un recuerdo muy viejo. La casa con las luces encendidas, que parecía flotar en la oscuridad en la calle.
— ¿Quién vive allí? — preguntó una vez a su padre.
— Un vigilante para que no la invadan — explicó distraído.
Pero en realidad, en la casa no había nadie. Mucho menos, al final del año viejo, con los fuegos artificiales retumbando desde el mediodía, los borrachos riendo a carcajada en los patios de las mansiones renovadas por la nueva riqueza criolla. La tarde del último día del año caía lenta. Elías había preguntado a vecinos, amigos y al final, se había pasado una tarde entera en la acera, para esperar que llegara el vigilante, el tipo que pasaba por la hierba salvaje del jardín y cuidaba una casa a la que nadie le importaba. Pero nunca vio a nadie. A pesar de eso, cada noche, las luces del último piso estaban encendidas. Eso podía tener muchas explicaciones y Elías lo sabía, pero a veces, se asomaba solo para ver las luces, blancas y claras, irradiar en ángulos extraños por las ventanas rotas. ¿Mendigos? ¿un bombillo que siempre estaba encendido? Elías no lo sabía y a nadie más le importaba. Pero le daba miedo. Una sensación de acecho que jamás olvidó.
Detuvo el automóvil frente a la reja oxidada. Era la última hora del día y la propiedad tenía un aire triste, devastado por años de olvido. Había sido hermosa, con su fachada amplia y su jardín exterior redondo, pero luego de cuarenta años de descuido era solo un caparazón vacío. Nadie la había comprado, nadie la había reclamado. El abandono la hundió en una ciénaga verde y gris. Elías siempre se preguntaba por qué ninguno de los nuevos millonarios del dólar del gobierno, no se apropiaban de la casa. La echaban abajo. Construían una de sus enormes mansiones de cristal y de hormigón, con los enormes ventanales en las que las mujeres tomaban el sol desnudas.
Pero la casa de la esquina seguía solo ahí, como un desafío a la riqueza corrupta de un país en desgracia. Tenía su gracia, pensó Elías cuando se acercó a la reja retorcida y abierta en dos. Era — o había sido — una casa elegante y ahora, era una especie de fantasma, en la calle repleta de opulentas mansiones recién construidas. Más allá, se escuchaba la música de alguna celebración, la música como un gran bamboleo que hacía vibrar el metal viejo. La sombra de la casa era enorme, se abría en un abanico silencioso, como si el sonido del bajo que retumbaba y la risa de los invitados, pudiera cruzar la semi penumbra. Una ráfaga de viento le golpeó el rostro. Estaba impregnada del hedor del agua sucia, de algo más dulce y correoso, vomitivo. Una mosca enorme voló directo al rostro de Elías. La apartó de un manotón. Cruzó la reja con paso lento.
No había vigilantes, mendigos, tampoco invasores. La casa no parecía tentar a nadie. Elías cruzó el jardin entre tropezones, asfixiado por el olor nauseabundo de la basura podrida, la vegetación salvaje y brutal que emergió como manos para envolverle el cuerpo. El aire se tornó denso, como si estuviera cargado de una lluvia diminuta y pestilente. Las sombras eran cada vez más angulares y para cuando por fin llegó a la puerta principal, ya era de noche. Se quedó de pie en la pequeña terraza abierta repleta de basura, aturdido. Y por enésima vez en tres días, se preguntó qué pensaba hacer, si realmente creía…No lo creía.
No lo creía, eso era obvio. No creía que Julián se hubiese hecho millonario con un ritual de magia negra, que ahora le ponía entre las manos. Pero una parte suya, solo se dejó llevar por la desesperación, por un miedo tan negro que no podía evadir, disimular o reducir al discreto pánico adulto. Su padre estaba en terapia intensiva, un tubo en la boca, a punto de morir. El médico cansado, con la bata sucia se lo había dicho. No se salva, lo hacemos porque usted pagó. Porque usted pagó, dijo sin tapujos. Si quiere lo desconectamos. No sufre nadie.
¿Nadie? Elías leyó el ritual sentado en la cama que había ocupado su padre, antes que lo llevaran a la planta de arriba. No entendió nada de lo que le leyó, pero le permitió no derrumbarse por completo. No pensar en pasar de nuevo por todo el trámite de la muerte. En empeñar lo último que le quedaba para cremar el cadáver del viejo, poner las cenizas en la biblioteca de la sala vacía. Estaba solo, divorciado, el único hijo con la madre en Colombia. Había fantaseado con esa noche después de la muerte del viejo. Con la noche en la sala oscura. Pensó en la pistola que había en una de las gavetas del fondo. Pensó en que había una caja de balas. Pensó en que tenía la suprema libertad del desgraciado.
Y entonces decidió, casi por inercia, por evitar la muerte con tanta rapidez, hacer el ritual. Un ritual ridículo, además, como sacado de una película vieja y mala. Invocaciones, vela, sangre, un obsequio para el dios. ¿Qué obsequio? Elías no tenía nada y decidió que lo único que podía darle eran recuerdos. Metió en el morral las velas negras, las azules y la verde, tiza y también, los álbumes familiares. Las fotografías que el viejo había tomado en cuarenta años de trabajo. ¿Eso que valía? Valía el esfuerzo los años, el amor, la dedicación. Valía una vida.
Elías no creía en el ritual, pero quería creer. Sabía que Julián sí lo creía. Julián creía sin duda, que podía funcionar. Lo recordó gordo, ufano, las manos llenas de anillos de oro. En la búsqueda en internet vio sus riquezas, su nueva posición social, su relevancia. El tipo misterioso detrás de políticos detestados. ¿Eso lo había conseguido un ritual mágico? Elías se echó a reír, sacudió la cabeza. Magia. Pensó en que debía estar muy desesperado o muy loco ya, solo por estar ahí. Después, que no quería estar en otra parte que ese lugar.
Empujó la puerta. Había creído tendría que romper cerraduras, abrirse paso con un piquete de metal, herramientas. Quizás romper en dos la venerable puerta de Cedro. Pero solo estaba abierta. Abombada eso sí, por la humedad, rota por el comején, hecha pedazos por la carcoma. Cuando apoyó el hombro, se dobló en dos, se abrió en un crujido y un trozo de madera cayó al suelo. Escuchó el zumbido de los insectos. Un espiral que se elevó hacia el techo roto en que se abría en la penumbra hasta desaparecer. Elías sacó el teléfono celular y encendió la linterna. El pequeño charco de luz le mostró apenas un trozo de madera y la suciedad, la salvaje vegetación también allí. Se cubrió la cara con el brazo libre y caminó entre muebles, pedazos de argamasa, un tabique de metal caído en que escuchó un sonido sibilante. ¿Una serpiente? Su imaginación se desbocó. Imagino una criatura enrollada en sí misma, la cabeza levantada, que esperaba para morderle.
La luz blanca solo descubrió un cojín y ratas. Docenas de ellas, gordas y enormes, que corrieron a esconderse. Un escarabajo enorme que se deslizó con su cuerpo flexible y robusto hacia un lado. Cucarachas que corrieron en todas direcciones. Al otro, las polillas se elevaban para perseguir el resplandor. Más cerca del techo, las moscas susurraban.
Elías no fue muy lejos. Estaba asqueado como no recordaba haberlo estado antes, no sólo por los insectos y las ratas. Era el hedor, el aliento de la casa que le rodeaba, como si algo respirara sobre su rostro con un gesto burlón. Se detuvo en una habitación pequeña junto al vestíbulo largo y ancho — ¿cómo podía ser tan enorme la casa? se preguntó aturdido — y caminó entre la basura. Era aquí, aquí debía ocurrir, se dijo sofocado. Era aquí, porque si no perdería el valor y… ¿qué? ¿Su padre moriría?
Quizás el viejo estaba muerto ya, con el tubo en la boca, como le había pasado a su madre. Con un ojo abierto y otro cerrado. Las manos aferradas a las sábanas. Sacudió la cabeza, luchó por hacerse un espacio en medio los tesoros inmundos que la casa guardaba. Lo logró, conteniendo el vómito y el pánico creciente. La casa observaba, pensó de pie en la oscuridad. La casa observaba con atención. Un escalofrío le recorrió de pies a cabeza. Estaba petrificado de miedo, era de nuevo el niño pequeño que miraba el resplandor en el último piso de la casa. Y ahora estoy aquí.
El ritual no era complicado, tampoco fácil. Era laborioso, pensó Elías y tuvo la impresión que jamás había utilizado esa palabra antes. Que la había leído, sabía su significado, pero jamás la había utilizado para… ¿qué? Trabajo en silencio. Primero el círculo de tiza, el cuadrado, los dos triángulos, las líneas paralelas. Los símbolos que no tenían la menor idea de qué eran. Por la tarde, todo le había parecido absurdo, una bufonada para no pensar en la pistola cargada en casa. Pero ahora, era temible. Había algo que palpitaba como un corazón febril en el aire. Cuando encendió las velas y el pequeño salón se iluminó, casi soltó un grito. Todas las paredes estaban llenas de fotografías. Enmarcadas en madera vieja, los cristales rotos. Rostros que le observaban con atención. Colgados en la pared, otros caídos en el suelo. No podía distinguir con claridad las imágenes, pero sin duda, no estaban rotas. Tampoco rasgadas. Parpadeó. ¿Cómo se habían mantenido ahí…? ¿Cómo…?
Tomó el bisturí que había robado del hospital y antes de pensar, de detenerse, de dar vuelta atrás, se cortó la palma de la mano derecha. Un movimiento rápido, apenas le dolió. Pero cuando caminó alrededor del círculo y ofrendó su sangre — eso era lo que hacía ¿verdad? — sintió que había cruzado el punto de no retorno hacía horas, ¿días? Sugestión, pensó. Estoy asustado para la mierda. Pero después no pensó nada más, subyugado por una fascinación densa, irrespirable. Apretó los dedos para hacer caer la sangre. Le recorrió un chispazo de tensión de la muñeca al codo. El olor de la basura se hizo peor y escuchó el zumbido de las moscas a su alrededor. Podía sentir su vuelo circular, la forma como sus cuerpos vibrantes se le enredaban en el cabello y en la boca. Pero ya no sacudía las manos. Estaba de pie en el centro del círculo. Tomó el morral con las fotografías familiares y sacó los álbumes con cuidado. Pensó en las que colgaban de las paredes de la habitación. Los ojos que le miraban desde el papel. Testigos. Todo trato necesita un testigo.
Se quedó muy quieto y entonces, comenzó a invocar. Primero leyó como pudo lo que Julián había escrito. Latín, italiano, quien sabe qué idioma de mierda era ese. Pero después, sólo recitó, como si una parte de su mente siempre hubiese sabido que decir. Porque los pactos con lo viejo, siempre son reales, siempre están ahí. Te ofrezco mi sangre y esta ofrenda, te lo doy ahora, porque necesito tu favor. Ven a mí, oscuridad, ven a mí…
Las moscas volaban cada vez más cerca del techo. Elías las contempló, sin saber qué miraba en realidad. El brillo de los cientos de cuerpos que se frotaban entre sí, aplastados, brillantes, gordos, las alas traslucidas, irradiaba calor. Una especie de hervor lejano y pestilente que hizo a Elías retroceder. De pronto, la nube descendió en una ola que onduló dentro de la oscuridad. Se retorció en sí misma y Elías pensaría después, que sabía que eso ocurriría, que cuando el cuerpo apareció en la oscuridad, lo había esperado. Lo vio emerger, entre las moscas, envuelto en las moscas, el cuerpo hecho de la sustancia de las moscas que se movían, que se alineaban hacia arriba como hilos vivos que se enroscaban en el vacío para dar forma a algo más.
La silueta avanzó. Era oscuridad y a la vez, no lo era. Los pies desnudos y oscuros, como cubiertos de pelo ralo, las manos abiertas. De la cintura hacia arriba, sólo había moscas, que se encrespaban y zumbaban con furia. Elías quiso gritar, huir, enloquecer. Pero sabía, una parte muy vieja de su mente lo sabía, sólo podía permanecer ahí.
— Me has traído aquí — era una voz, que era un eco, que palpitaba con todos los sonidos de la casa — tú, que tienes un deseo.
Elías no habló en voz alta, pero habló. Lo sabía, escuchaba su voz como de muy lejos, un eco que se golpeaba entre las paredes. Vine por la salud de papá, vine porque odio la casa sucia y pobre en la que vivimos, porque odio a mi mujer casada y feliz, vine porque tengo envidia, vine porque quiero…
— Quieres — la silueta alzó las manos. Blancas, largas, dedos finos — ¿Qué quieres?
Elías no lo sabía. Y descubrió, en mitad de la humareda de las velas, del sonido de las moscas, de la presencia del dios de la oscuridad que le había escuchado, que no estaba ahí por la salud de su padre, ni por lo que Julián le había dicho. Sintió la furia que le embargó cuando se quedó sin trabajo, el tirón de envidia cuando su hijo le dijo de su nueva casa en Bogotá, de lo bonita que era la nueva ciudad. De José, el amigo bueno de mamá. Pero había más, más cosas bajo las capas de oscuridad. Más cosas. Cosas que no tenían nombre, que no podía señalar o decir esto es así o esto quiero ser. No sabía, solo sentía y era oscuro, más oscuro que cualquier otra oscuridad sobre la tierra.
— Codicia — dijo la silueta — quieres satisfacer tu codicia.
— Sí — jadeó Julián.
Las moscas se aglutinaron en dónde debería estar el rostro y Elías casi pudo un rostro fino y puntiagudo, creado por los chispazos de las alas de las moscas, por los cuerpos tornasolados. Ojos enormes, feroces. Un hombre que no era un hombre. Una mano se extendió hacía él.
— ¿Qué ofreces?
— No tengo tesoros, no tengo historia — ¿por qué respondía algo así? y el miedo llegó de nuevo — ¡No tengo nada!
Elías comenzó a gritar, cayó de rodillas. Gritaba y sentía que los pulmones se hinchaban en busca de aire. Gritaba, con las moscas cubriéndole los labios. Gritaba, tan cerca de una oscuridad absoluta, maligna que supo que era el reborde de la cordura, la línea del miedo definitivo que se abría justo por el rabillo del ojo. Los ojos de las fotografías en la pared le miraban, pequeñas criaturas burlonas en la oscuridad. Las imágenes del centro del círculo en cambio, gritaban con él. Vio a su madre, de recién casada, que gritaba. A su hermana, muerta años atrás, que gritaban. Su hijo, los ojos hundidos, las cuencas ensanchadas de maneras antinatural. El grito era él y el de todos. Era el horror definitivo.
— ¡Pide! — exigió la presencia — ¡Pide!
Y Elías pidió. Pidió un deseo claro. Uno que había estado en su mente desde siempre, desde antes de ser Elías, desde antes de existir el tiempo. Gritó y deseó, con el miedo rompiéndole la garganta, empujándole al suelo. Se encogió en un ovillo, se cubrió la cabeza y pidió, pidió, pidió.
Vio los pies de la figura, cerca de su rostro. Se elevaban un poco sobre el suelo, unos centímetros apenas, que nadie podría haber notado de no estar a ras del suelo. Pero Elías lo veía con claridad. Las plantas suaves de pelo ralo. Los dedos casi delicados. Los tobillos delgados. Un dios niño. O un niño robado a la oscuridad.
— Hecho — susurró la voz.
Las moscas se elevaron. Un abanico abierto de luz que se ensanchaba hacia arriba. Cientos de moscas, tantas que al final, toda la oscuridad vibró, se sacudió estaba viva. Elías se quedó tendido y lo contempló todo hasta que la oscuridad llegó y lo envolvió.
3
El viejo caminaba con lentitud, pero caminaba. Respiraba con esfuerzo y una máscara, pero respiraba. Era un milagro, dijo el médico. Habían pasado dos semanas y ya volvían a casa. Puede recaer, pero por ahora, lo peor pasó. Lo peor pasó, repitió Elías en su mente.
Lo peor pasó tan rápido que todavía no podía digerir del todo que ocurría en realidad. Primero, la oferta de trabajo. Un correo simple, una recomendación de un colega cuyo nombre apenas recordaba pero que había sido enfático. Elías era el necesario para un puesto corporativo medio en el mundo del bitcoin. Una empresa pequeña, un emprendedor entusiasta y sin experiencia. ¿Eso era posible? Escribió, respondió. Resultó que sólo él sabía cómo solucionar un problema básico de procesadores y de pronto, todo fue tan sencillo que dos días después, le contrataron por un sueldo decente. Los suficientes para comprar medicinas. Para que su padre pudiera batallar contra la terapia intensiva. Se recuperó apenas, pero fue lo suficiente para que Elías tuviera esperanza. Para que creyera… ¿en qué?
Recordaba la borrachera. Recordaba haber despertado fuera de la casa a la que había temido en su infancia. Recordaba el olor el vómito sobre la camisa, el cuaderno de Julián manchado de sangre. La herida en la mano. Una larga línea abierta y mal curada ¿Qué coño había hecho? Llegado al fondo, eso había hecho. Llegado al fondo de su desesperación, la autoestima rota. El fin de año como una boca repugnante que se alzó para devorarle de un único bocado. Se recordó tendido sobre la acerca, los brazos abiertos, los gritos de los que celebraban le llegaron como ráfagas de risas burlonas. Un gemido de placer a la distancia. ¿Sabes lo que has hecho? Elías ¿sabes lo que has hecho? Volvió a la casa de los viejos, se dio una ducha caliente, se afeitó, volvió a vomitar. Se retorció de asco. Había moscas en la bilis. Una enorme, verde. Se quedó aferrado a la taza de la poceta y quiso llorar, quiso acabar con todo. El fondo, la oscuridad, allí había llegado. ¿De verdad había creído tendría el valor de hacer un ritual de brujería barata? Pensó en Julián, en la crueldad de su burla, de la visita al hospital. ¿Podía…? Se levantó, pensó en la pistola otra vez. La vio clara en su mente. Se preguntó cuál sería el sabor del metal en su lengua, como sería apuntar…Se echó agua fría en la cara. Basta. Basta ya.
Entonces, había recibido el correo. Una breve vibración en el teléfono celular. Un trabajo. Un trabajo cuando había pedido tanto, cuando había suplicado, insistido hasta perder toda dignidad. Pero ahí estaba, un trabajo. Después, la primera paga, casi de inmediato. Las medicinas para el viejo. La lenta recuperación. Todo en dos semanas. Todo con una lentitud perezosa pero real.
Y entonces todo se aceleró. De pronto, el Bitcoin aumentó de valor y Elías se encontró en medio de un proyecto disparatado. Uno que llevaba en su mente años, que solo consistía en un medio de ahorrar e invertir con tal rapidez como para evitar pérdidas. Tuvo éxito. La pequeña empresa se volvió de pronto un valor en activo tan valioso que, en un fin de semana, el dinero entró a raudales. “¡Es la mierda millonaria!” le gritó el dueño al teléfono, un niñato al que llevaba veinte años. “¡Apunta al dólar cabrón!”. Una bonanza extravagante, tan súbita que, para la última semana del mes, su nombre se incluyó en una discreta lista de prospectos y perfiles a tener “en cuenta” en la guerra más novedosa de la economía.
Elías ahora tenía dinero, pero no sólo una buena entrada y trabajo. Plata, como decía su madre. Plata de la buena. Plata que le permitió llevar a su padre a una clínica, plata que le permitió alquilar un apartamento y pagar un año entero por adelantado. Todo ocurría tan deprisa, que, para el segundo mes, ya tenía un automóvil nuevo, había creado una App que era un éxito en las Store del mundo digital y recibía ofertas de trabajo a docenas. El viejo regresó a la casa. Le contrató una enfermera. Se veía cansado, pero estaba sano. Le llenó la nevera de comida. El viejo sonreía. Se alegraba por el éxito de su hijo, se sorprendía. “Ahorra mijo” le dijo una vez, cuando le compró una nevera pequeña para que no tuviera que moverse de la cama para comer lo que quería. Una excentricidad ridícula que sorprendió a la vieja de uniforme blanco y preocupó al viejo. ¿Para qué? pensó, Elías. Esto, es real. Esto es la vida. Está vivo.
Elías trabajaba jornadas extenuantes de catorce o quince horas. Mucho que hacer, mucho que analizar. Pero cuando dormía, siempre le despertaba el zumbido de las moscas. Un palpitar negro y verde que le hacía saltar en la cama, cubierto de dolor. El dolor en la palma de la mano. Recordaba ¿qué? Nada. La borrachera. Esa última borrachera. Miraba a la ventana. Había moscas que se deslizaban contra el cristal, otras que volaban entre las cortinas. Le provocaban una repugnancia insoportable, un miedo atroz. Hay una oscuridad siniestra, pensaba a veces, en los cuerpecillos que vibraban, en la forma en que sacudían las alas. Un viejo espacio entre mundos, pensó una vez y se preguntó de dónde había salido una imagen semejante. No se atrevía a matarlas nunca.
4
La primera muerte llegó a los seis meses de la borrachera. Su tía, más joven que su padre y sana, cayó fulminada por un infarto. Elías recibió la noticia y por algún motivo, recordó una vieja fotografía de la mujer. Una en la que aparecía sentada frente a la playa, con su prima y con Elías en brazos. No dejó de pensar en la fotografía hasta que comenzó a buscarla. No estaba en ninguna parte. Ni en los viejos anaqueles del negocio de su padre ni tampoco en la casa. Se sorprendió, cuando descubrió que la tía, de la que no recordaba nada y apenas cruzaba palabra con su familia, resultó compartir una vieja y cara propiedad en el Este de Caracas. Elías se encontró con que su padre ahora era el dueño de una pequeña inmobiliaria, de varias mansiones vacías y un edificio de almacén. Pero el viejo no quiso escuchar nada de la novedad que el abogado contó en un correo electrónico preciso, llenó de buenas noticias. Su padre era ahora un niño, que lloró a la hermana muerta por días y volvió a enfermar. Esta vez, Elías no se preocupó tanto. Pagó una clínica privada, lo llevó a que le cuidaran allá después del velorio. Tenía demasiadas cosas que hacer para preocuparse de los vaivenes de salud del viejo.
La empresa crecía, rápido. Tanto que al final, le ofreció al dueño una sociedad. Él tenía las ideas, tenía la iniciativa. Pero el mocoso de mierda que antes le había suplicado trabajar para él, no quiso escuchar nada. Le dijo que, si quería irse, “las puertas siempre estaban abiertas para ir y volver”, pero su empresa era suya. Elías prefirió quedarse. E hizo bien. Siete días después de la tensa conversación, el dueño se estrelló contra una pared en la calle diminuta en la que vivía. Nadie comprendió que había pasado. No estaba borracho ni drogado. Solo aceleró. Un vecino contó que le vio dar manotazos, como si espantara algo al pasar por la calle. Un ataque psicótico, opinó un doctor para un podcast. Al escuchar la conversación, Elías pensó en las moscas gruesas y azules que pululaban en su casa y jamás se atrevía a matar.
Compró la empresa a la jovencísima viuda. Ella no quería vender, pero entonces el hijo de la pareja enfermó. De miedo y de tristeza, dijo el médico, cuando Elías se interesó. Estrés por la muerte del padre. Después la madre enfermó de COVID. Lo último que supo Elías, fue que la mujer agonizaba en terapia intensiva, que el niño estaba con los abuelos. Pero había demasiado trabajo para volver la cabeza, para entender qué pasaba. Cuando la noticia que la mujer había muerto le llegó, ya la habían cremado dos semanas atrás. En una fotografía en las redes sociales de la fallecida, un pariente incluyó una foto del niño, de pie junto con los abuelos. Tenía una mosca en la mejilla, se fijó Elías. Pedían dinero, al parecer el niño estaba enfermo también. Se recordó hacer una donación. Después lo olvidó.
Hubo cuatro muertes más en la familia de Elías en el transcurso de ese año. Su prima, la viejísima bisabuela, otro tío al que no recordaba y también, la joven esposa de uno de los socios de su padre en el viejo estudio de fotografía. Por interconexiones difíciles de entender de inmediato, todos compartían propiedades, todos eran socios entre sí, todos tenían dinero en propiedades y en metálico. El padre de Elías era ahora el dueño de una serie de negocios, locales y dinero en metálico. Elías hizo una revisión cuidadosa. Hacía calor, esa tarde. Y las moscas en la ventana era una placa azul y verde que zumbaba. Ya no le producían asco. Las observaba, un poco sobresaltado. Había investigado. Eran moscas que solo nacían de la carne podrida y corrompida. Carne de cadáveres, de animales muertos. De comida fermentada. Elías miró las moscas un rato, abstraído, pensando en la dinámica de la muerte que las mantenía unidas. De las piezas letales y putrefactas que le traían a la vida. Codicia, pensó sin saber por qué. Revisó los contratos, las cuentas, las sucesiones. El viejo era un hombre rico. Un hombre con plata.
Y quizás por eso, cuando murió, ahogado en los fluidos de sus pulmones destrozados, Elías no reparó en gastos para homenajearlo. A pesar de las últimas restricciones de la pandemia, le llevó a la mejor funeraria de la ciudad, llenó de flores el salón, hizo venir a todos sus viejos amigos. Un desfile de centenarios con el rostro cubierto. Hubo moscas ese día. Cientos de moscas azules que se inflaban y se combaban sobre el techo de la vieja mansión de la tunería. Moscas de la carne, de los cadáveres. Alguien levantó los ojos, curioso y preguntó a Elías que miraba. Cuando él quiso explicarle, se quedó petrificado de miedo. El rostro del desconocido era solo moscas, una cortina viva que palpitaba mientras respiraba.
— ¿Qué ve? — preguntó otra vez — ¿es algo feo?
4
La ex esposa de Elías murió en abril, un año después de su última borrachera. Para entonces, Elías era un potentado del mundo electrónico. Un genio solitario, de los escasos que había en Latinoamérica. Su fotografía había aparecido en todas las revistas que se ocupaban del tema, era una presencia frecuente en las páginas web y tenía una legión de seguidores devotos en redes sociales. La muerte de ella le sorprendió, le ganó una ola de solidaridad y al final, le hizo sonreír en mitad de la noche.
Cáncer. Rápido y letal. Y había sufrido. Había sufrido tanto que al final gritaba, porque no había un calmante que pudiera calmarle el dolor. Elías lo imaginó, una escena clara y limpia. La mujer que gritaba, flaca hasta los huesos, la boca empapada de saliva. Y las moscas, claro. Las moscas que iban y venían, mientras los médicos se inclinaban sobre el cuerpo retorcido, tan delgado que parecía a punto de romperse por la presión del sufrimiento. Lo pensó todo con cierto deleite mientras esperaba a su hijo en el aeropuerto. Había vuelto, como Elías sabía que pasaría. De nuevo, tendría a su hijo en casa, en el apartamento de tres niveles que recién había comprado. Uno en el que el niño tenía la mejor habitación, que ambos llenarían de juguetes. El niño que mandaría a las mejores escuelas, que tendría la educación, lujos y la vida que él habría deseado, que quería su hijo disfrutara ahora que podía dársela. Sonrió y apartó las moscas con la mano abierta. Una se le enredó en el dedo. La miró con atención. La mosca se retorció, enfurecida, inquieta. Viva. Elías la aplastó y caminó hacia el andén.
El niño llegó con fiebre. En aduana no le dejaron pasar. COVID. No, no lo era. pasó una semana entera hasta que le dijeron el diagnóstico, en ese país de mierda, pobre e ignorante. Puede ser cáncer. Uno muy raro, le explicó el médico. Puede serlo, pero…Elías se quedó muy quieto y escuchó a las moscas llegar. Una bandada de ellas. Tantas que se preguntó como el médico no corría despavorido o la enfermera del pequeño hospital en que mantenían a su hijo en cuarentena no gritaba. Las moscas llegaron y se pegaron a las ventanas. Rodearon las puertas. El médico hablaba y hablaba, el rostro cubierto de un resplandor putrefacto verde y azul. Sus pequeños cuerpecillos que chocaban entre sí, como devorándose unas a otras con glotonería sobre la piel del hombre. La oscuridad invadió la oscuridad y cuando Elías levantó la cabeza, distinguió en la esquina la figura alta, delgada, fibrosa. El perfil que se movía. ¿Lo había olvidado en realidad? Elías se quedó sentado en la silla, las manos sobre las rodillas. Pensó en las moscas, en su belleza. En la voz de la criatura que parecía emerger de una región siniestra e implacable del mundo, de la realidad, de su mente.
— Codicia — dijo la voz que tenía todos los gritos de dolor del mundo en ella — Paga el trato, haz lo que debes.
5
Nelson no recordaba a Elías en realidad. Es decir, le recordaba de las entrevistas en la televisión, la fama en redes sociales y el asombro que despertaba su talento y riqueza. Pero no recordaba al muchacho bajo y pálido con que había trabajado alguna vez. Era como dos imágenes superpuestas. Ahora Elías era un tipo enorme, con los hombros hinchados bajo la camisa blanca, los Jeans tan amplios que apenas podían rodear la cintura redonda. Sonreía. Una amplia sonrisa de labios húmedos de saliva que sobresaltó un poco a Nelson.
— Supe que tienes problemas de liquidez — empezó Elías.
Nelson parpadeó. Estaba en la puerta de la oficina, con la máscara sobre la cara y agradeció Elías no notara la forma como torcía la boca. ¿Cómo se había enterado Elías de algo así? ¿Qué relacionaba al gran potentado de los negocios electrónicos con él, un tipo insignificante? Su empresa era apenas un local con dos escritorios en un edificio pequeño. Una, además, que se venía abajo en un país cada vez más caótico. Se encogió de hombros.
— Sí, pero coño…es que este país…
— Este país es el infierno, yo sé — dijo Elías y los ojos le brillaron. Un tono azul verdoso que le produjo una incomodidad inexplicable a Nelson — por eso te vengo a ayudar.
Elías dio un paso hacia él. Llevaba entre las manos un cuaderno, retorcido, viejo y sucio. Nelson vio incluso que una mosca zumbaba alrededor de las hojas que sobresalían sobre la vieja solapa de cartón. Las alas que brillaban, las diminutas patas que se aferraban con fuerza sobre la superficie vertical. Nelson pensó en algo, en un viejo terror, pero no pudo darle nombre. Como una vieja pesadilla a medio recordar.