🐦 En el umbral de la muerte

En el preciso momento en que la silueta de un pájaro cruzó el cielo, escuché la noticia de la muerte de mi padre. No creo que se tratara en realidad de una macabra sincronía sino algo parecido a eso: me recuerdo de pie, junto a la pequeña ventana de la cocina, las manos apretadas contra el alféizar de madera. Quizás imaginé que ambas cosas ocurrieron a la vez, aunque sin duda, ocurrieron a minutos de distancia una de la otra. Miraba el cielo con los ojos entrecerrados, deslumbrada por el gris metálico y los pequeños relámpagos púrpuras que se extendían de un lado a otro en el horizonte. Entonces mi madre susurró la noticia. Lo dijo entre dientes, como si le llevara un esfuerzo insoportable. “Ya se fue, el viejo” murmuró. La noticia me recorrió como una pequeña sacudida eléctrica. No me moví, los dedos rígidos, los hombros un poco encorvados. No dejé de mirar la silueta del pájaro que remontaba la lluvia lejana, que se enredaba en las ráfagas de viento con olor a metal. Lo miré hasta que mi madre comenzó a llorar. 

Los psicopompos son heraldos de la muerte, pensé más tarde, sentada a solas en la sala donde se llevaba a cabo el velatorio. Mi madre estaba al otro lado y lloraba con el rostro hundido en una servilleta de papel. Entre ambas, el ataúd de mi padre parecía flotar en el silencio de la medianoche. Pensé en los demonios, espíritus, pájaros misteriosos que, según las tradiciones más antiguas, llevaban a las almas al otro mundo. ¿A dónde habían llevado a mi padre? Le imaginé con su sonrisa cruel, sus ojos enormes y enrojecidos, las manazas callosas que tantas veces me habían golpeado, de pie en algún umbral misterioso. Aterrorizado quizás por la quietud de la oscuridad a su alrededor. Pensé si ese lugar era parecido a esta triste sala de velatorios, con sus dos cirios y su cartelera de metal oxidado colgando al fondo. Si desde la distancia, mi padre sabría que nadie había venido a su funeral. Que no había amigos, parientes ni vecinos. Que había destrozado cada hilo que le ataba a la tierra, a la memoria que podía recordarle. Suspiré. Sólo mi madre y yo estaríamos aquí para traerle a la media vida de la memoria de otro. Para pensar en el vacío de su ausencia física. Para recordar su risa dura y cruel, el tacto de su mano callosa al golpear, el puño cerrado que se estrellaba en la carne blanda. Los gritos, ecos venidos de algún lugar remoto. Mi madre y yo: unidas por tantos secretos, por los golpes, por el hombre que nos violó a ambas, que nos ultrajó en tantas pequeñas formas que al final, ambas éramos espejos una de la otra. 

Un psicopompo puede ser una criatura pequeña que pasa inadvertida, pero cuyo vuelo anuncia la desgracia. Corto el pollo con dedos hábiles, como mi padre me enseñó. Lo sazono con cuidado, según las instrucciones que mi madre me repitió toda la vida. Soy parte de ambos, como deben ser los hijos, pero también soy un secreto desagradable que les unió cada día de su vida. Mi padre se ocultaba entre las sombras para entrar en mi habitación, para meter la mano entre las sábanas calientes y tocar mi piel helada por el sudor frío del miedo. Mi madre se volvía de espaldas, a pesar de los cuchicheos, del vaivén de la cama, del olor del sudor de mi padre cuando se tendía de nuevo a su lado. Uno me enseñó a quedarme callada, a contener los gritos, a no mostrar expresión cuando algo me dolía, a ocultar el terror que me causaba su mera cercanía. Ella me enseñó a sonreír con todos los dientes y ninguna alegría. Me enseñó a ocultar los moretones, los raspones, como ella lo hacía cada día. Entre ambos, crearon a una criatura mutilada. Una criatura invisible que aprendió a perderse entre las sombras.

Miré a mi madre comer con gesto ausente. La lámpara del techo estaba pringada de polvo y aceite de la cercana cocina y la luz tenía un tizne marchito, bulboso. La vi masticar, las mejillas arrugadas moviéndose. La vi sonreír, hablar en voz baja. Hablaba de mi padre, de los buenos recuerdos, de la vez que bajamos a la costa para mirar el mar. Giré la cabeza para la historia me pasara de largo, para que siguiera hacia el fondo del comedor con olor a chamusquina y se quedara allí. No hay recuerdos buenos cuando todo está roto. No hay recuerdos buenos cuando las heridas están abiertas.

Descubrí que me gustaba cocinar para mi madre tanto como mirarla. Cociné para ella cada día de la larga semana que siguió a la muerte de mi padre. Le serví el café de la mañana, la arepa de desayuno, la pasta del almuerzo, la sopa de la cena. Como ambos me enseñaron, me ocupé de ella como ambos lo hicieron conmigo. Cuando el viernes llegó, tenía las manos enrojecidas, un poco hinchadas. Pero pude sonreír. O algo parecido a una sonrisa. Estirar las mejillas. La frente tensa. La sensación de la libertad manchada de algo cruel e impoluto. Como un lustre añejo pringado de polvo. 

Mamá yace en la cama. Es sábado y no puede hacer el menor movimiento. La contemplo, con los ojos entrecerrados. Lleva el cabello trenzado sobre la nuca, el rostro arrugado y gris apretado en una mueca dura. Las manos abiertas sobre las rodillas. Viste uno de sus vestidos negros, el que le roza las rodillas, medias de Nylon, zapatones ortopédicos. Y soy yo misma, me digo mientras contengo la respiración. Soy yo misma, el mismo cuello tenso por el miedo, las comisuras de los labios empapadas de saliva. Me paso el dorso de la mano por la boca. Está seco. Está seco, me repito. No hay sangre, no hay sudor, no hay semen. Está seco. Estoy seca, yo misma, aterida de un frío que nada tiene que ver con la ráfaga helada que se cuela de la calle. La funeraria es todo silencio. Es toda esta distancia entre ambas. Como el umbral de las sombras en la que mi padre espera. 

Ella me mira con los ojos muy abiertos y aterrorizados. Me dejo caer a su lado, con un gesto lento y cansado. Ella lo sabe. Lo sospecha, me digo. Me rasco el cabello, me deshago el moño apretado que llevé durante los últimos dos días. Ella me contempla, abre la boca, ya no puede hablar. Como en mi padre, la parálisis del veneno avanza con rapidez, carcome los músculos, destroza en su recorrido los tejidos blandos y simples. Pero está viva. Está viva tendida en la cama, con el cabello peinado. El espacio a su lado la hacía parecer pequeña, frágil. Un monstruo simple, pienso. Le paso la mano por la frente, las mejillas secas y escamosas. Las arrugas tienen un tacto polvoriento. Sonrío. “Estarás bien, sólo tienes que olvidarlo” le digo. Como tantas veces me lo dijo a mí. Como me lo insistió en cada ocasión en que me encontró acurrucada, en medio de un llanto nervioso y angustiado. La nariz llena de mocos. El cabello lleno de sudor pegado a la frente. El olor de su vestido, el talco que siempre tenía un olor levemente agrio, mezcla de su sudor y las especies de la cocina. “No pasa nada, carajita. Todo te lo imaginas. Esa cabeza loca tuya” y sonreía cuando lo decía. 

Ahora pareciera sonreír, con el labio superior retorcido y retraído sobre la encía, como la mueca de un perro viejo. Los dientes amarillos. La lengua que empieza a hincharse. Tiene dolor. La veo retorcerse, las manos sarmentosas aferradas a la cama como si intentara evitar que un sacudón final le apartara de la vida. Las piernas retorcidas bajo la cobija vieja. La miro, espero. Con mi padre la agonía fue corta. Estaba viejo y débil, tan cerca de la muerte que quizás me agradeció el sorbo amargo. Lo paladeó, lo engulló. No lo sé. Se sacudió. Dos. Tres veces. Los ojos en blanco. La pupila dilatada. Duele ¿Verdad? Me gusta que te duela. Me gusta pensar en tu dolor. Me gusta el dolor, tú me lo enseñaste, no sé otra cosa. El dolor que hay que ocultar. El dolor en todas partes.

Pero mi Madre avanza lento hacia el umbral. Se resiste. Vuelve la cabeza de un lado a otro. Le salen espumarajos de saliva por la boca, respira como un quejido hondo y lento. Me mira. Me gusta que lo haga. Cuando sonrío, ella lo entiende. Quiero que lo sepas. Otro de nuestros secretos. Otros de los tantos que compartimos en la vida, ahora en la muerte. 

El silencio flota a mi alrededor. Cuando me acerco a la ventana de la cocina, miro de nuevo al cielo. Esta vez es de noche, las estrellas opacas apenas parpadean. Pero sé que en algún lugar hay un pájaro que remonta el vuelo, que lleva la carga de la muerte sobre sus alas. Que sonríe, en esa mueca retorcida de las criaturas imposibles. Una sonrisa como la mía.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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