La iluminación leve del bar hizo que Alicia se sintiera aún más desorientada del efecto que podrían provocarle apenas dos cervezas. Porque solo había bebido dos ¿no es así? Miró a la mesa. Un bosque de cristal verde y azul se extendía a través de la madera. La música cada vez más ensordecedora hacía vibrar el mueble o en todo caso, Alicia sintió que el sonido le recorría como un escalofrío. Uno caliente, empapado de sudor por la temperatura desagradable. Se secó el labio superior con una servilleta y sacudió la cabeza.
— Me voy — anunció.
Todos los rostros de la mesa se volvieron a mirarla. Natalia puso los ojos en blanco y Alejandro soltó una carcajada por lo bajo. Una humillante, pensó Alicia enfurecida. En cambio, Ana y Javier se limitaron a mirarse el uno al otro. Incluso en medio de la oscuridad y el humo de la máquina de hielo seco al otro lado de la habitación, Alicia notó el alivio en la expresión de ambos. Pero algo en la risa de Alejandro la hizo enfurecer de una forma casi infantil.
— ¿Qué? ¿me debería quedar hasta que te caigas de borracho? — le gritó.
— ¿Qué te pasa? Vete si quieres, ya sabíamos que no te quedarías más de una hora — le respondió Alejandro, también a los gritos.
— Ahora eres brujo.
— Te conozco, chica.
Alicia deseó que el retumbar de la música desapareciera, que la sensación de vértigo que le provocaba la cerveza fuera mucho menos evidente. Deseo no haber ido en primer lugar. Pero ¿hasta cuándo se mantendría aislada? El pensamiento le hizo morderse el labio para evitar estallar a gritos o solo llorar. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿cuantos meses? No lo sabía. Pero por supuesto, no el suficiente como para que ella estuviera ahí, sentada junto al resto. Como para saltar por encima del miedo y el dolor, retomar ¿qué? ¿una vida normal? ¿No era eso lo que había dicho su psiquiatra? Normal.
— Ya está bueno, Ale — dijo Ana en voz dura. Alicia escuchó el disgusto en su voz. O quizás solo se lo imaginó, en medio de Tum Tum del bajo de fondo.
— ¿Bueno de qué? — la risa del hombre borracho era un borboteo socarrón.
— Bueno de joderla. Ya no estamos edad para esto.
— ¡No me vengas con esas mierdas! — se quejó Alejandro y esta vez, su voz fue un alarido de puro júbilo grotesco — ¿Qué tiene de malo pasarla bien?
— Vamos — dijo Javier y se puso de pie — yo me voy a cualquier parte que no tenga que berrear en vez de hablar.
Ana asintió y se apresuró a sacar unos cuantos billetes del bolsillo y dejarlos sobre la mesa. Antes que nadie pudiera decir nada, Javier se abrió paso entre la multitud que se arremolinaba a su alrededor y le siguió. Natalia arrojó unos cuantos más y se apresuró a seguir a la pareja. Alicia se puso en pie y rebuscó en su cartera. Alejandro soltó otra de sus carcajadas estruendosas y desagradables.
— Déjalo, mujer. Yo lo pago.
— No hace falta — murmuró ella enfurecida. Se preguntó si él le había escuchado.
— ¡Déjalo! — le tomó de la muñeca — lo frígida no se te quita nunca ¿no?
Alicia sacudió la mano y logró que la soltara. Tenía las mejillas enrojecidas y sintió que la furia le despejaba la cabeza. No lo hagas, pensó con la presión del miedo en las sienes. No lo hagas. Pero ya se inclinaba sobre la mesa con una sonrisa lenta. Los ojos enormes y brillantes bajo las luces intermitentes del local. Alejandro se inclinó, con aire conspirador. Alicia de pronto parecía tranquila, la pálida piel casi amarillenta, los ojos verdes eran dos puntos de luz en medio del borrón de la realidad a su alrededor.
— Abre la boca — musitó ella.
Lo hizo en un tono suave. Uno que Alejandro pudo escuchar a pesar del estruendo a su alrededor, del hombre a unos metros que coreaba la canción a todo pulmón. Se movió sobre la mesa y la contempló, de pronto fascinado. Alicia no era hermosa. Era flaca, alta y con el cabello rizado. Pecas enormes que parecían manchas, nada atractivas. Pero él se la había cogido. Y más de una vez. No era mala en la cama. Era tímida, era extraña. Pero Alejandro todavía recordaba sus jadeos, la forma en que su cuerpo se restregaba contra el suyo. Sonrió. Todo pareció ralentizarse a su alrededor, la música ondular como un murmullo grotesco. La piel de ella era caliente, seca. El rostro una colección de sombras.
— ¿Qué vas a hacer?
— Abre la boca — repitió ella.
Alejandro tomó otro sorbo de cerveza. Se medio incorporó de la silla y entreabrió los labios. Ella extendió las manos, le tomó el rostro con fuerza y le escupió en la boca.
— Damnare feles — murmuró Alicia entonces y antes que él pudiera reaccionar, le soltó.
Alejandro se quedó petrificado y asqueado. Sintió la saliva caliente, ácida y espesa de Alicia en la lengua. No había nada de excitante en el gesto, nada carnal ni lujurioso. Ella permaneció de pie y luego solo sonrió. Los dientes desiguales, los ojos como dos rendijas brillantes en la penumbra nimbada de humo que la rodeaba.
— ¿Qué coño te pasa, perra asquerosa? — balbuceó Alejandro — ¡Puta de mierda!
Pero ella ya no estaba ahí. La vi alejarse con paso torpe entre los que bailaban, se tocaban y se abrazaban en el reducido local. Alejandro escupió al suelo, se restregó la boca con un trozo de papel. El sabor ácido, desagradable no se iba. ¿Qué coño te pasa? No es la primera vez que te hacen algo parecido, pensó Alejandro. Se encontró de pie, tambaleándose, una botella ya tibia entre los dedos. ¡Puta! Se tomó otro sorbo y esta vez, el sabor le pareció repugnante. Algo agrio, con un toque áspero que le produjo arcadas. Puta de mierda, volvió a pensar. Estaba más borracho de lo que suponía. Volvió a secarse los labios, chasqueó la lengua. ¡El puto sabor no se iba!
Tiró la botella al suelo. La vio rodar con lentitud, como si el tiempo se detuviera. Tenía calor, tanto calor que se encontró el rostro empapado de sudor. Los hilos húmedos le bajaban desde las axilas a la cintura, el jean húmedo. Sacudió la cabeza y comenzó a avanzar entre la multitud que gritaba. Los rostros contorsionados. Los cuerpos se estrechaban unos contra otros, se frotaban entre sí y Alejandro, invadido de pronto una especie de marejada de sensaciones inexplicables, tuvo la sensación que podía sentir la piel húmeda de los que bailaban. El chasquido de las caderas y los brazos que se envolvían y se aplastaban entre sí. Sacudió la cabeza, se restregó la boca de nuevo con la manga de la camisa. La risa chillona de alguien, no supo si era una mujer o un hombre. El Pum Pum Pum del bajo de la canción estruendosa que se le clavaba en el pecho. Tenía que salir. Jadeó, empujó de un lado a otro a un hombre. Escuchó un gruñido de furia, alguien le tiró del brazo. Se sacudió enfurecido.
Después corrió hacia el pasillo que se ondulaba a la derecha y se abría en vertical hacia arriba. No podía respirar, el pecho le dolía del esfuerzo de tomar un poco de aire. Náuseas otra vez. Se quedó de pie, los ojos apretados, mientras algunos rezagados entraban al bar con paso lento y entre risas. Una mujer le miró en la oscuridad antes de desaparecer en la humareda de olor acre. Los ojos le brillaban como dos puntos de luz.
Afuera, el estacionamiento estaba a reventar, pero el extremo derecho, estaba casi vacío. Quizás por el concreto roto o la oscuridad jaspeada de verde que envolvía ese lado del solar. Había una vieja farola de luz amarilla, rodeada por lo que parecía una espesa membrana de insectos y la luz llegaba hasta ese extremo con dificultad. Era el más cercano a la calle, el que se abría junto a la calzada que bajaba hacia la calle rota. Estaba rodeado de árboles, enormes y viejos. Un rastro de la opulenta zona que había sido alguna vez aquel conjunto de casas arruinadas, en la que ahora se celebraban fiestas clandestinas y se abrían bares subterráneos. Alejandro se sintió un poco mejor. Caminó hacia un grupo de árboles y se quedó de pie junto a uno enorme. La mano apoyada sobre el tronco rugoso. El viento fresco con olor a humedad le golpeó la cara y pensó en el río que estaba cerca. Una especie de hilo de agua sucia en el que incluso así, crecía vegetación. La imaginó como la había visto al llegar: verde, casi selvática, ramas retorcidas, la hierba crecida y llena de espirales de moscas.
Le recorrió otro temblor de asco. Se limpió de nuevo la boca, escupió en el suelo. ¿Qué coño le pasaba? Tampoco era para tanto. Coño, había hecho cosas peores. Le habían hecho cosas peores. Se echó a reír. Se pasó la manga de la camisa por la boca. Tenía los labios irritados. El inferior estaba seco, estriado. Mierda, ¿le echaron algo en la bebida? Volvió a restregarse. Sudaba tanto que una gota de sudor le resbaló por la frente, le rozó la ceja y le columpió sobre el puente de su nariz hasta caer al suelo. ¿Tenía fiebre? Se tocó la frente. La piel le hervía. Coño, que no fuera el virus puto ese. Que no fuera…
Lo escuchó antes de verlo. Dio un salto sobresaltado y se echó para atrás. El sonido había sido claro. Algo se arrastraba entre la hierba, a unos metros del árbol. Las rodillas se le doblaron de un miedo ajeno, extraño. Era el sonido de algo lento. ¿Pisadas? ¿un mendigo de los que se ocultaban en las casas de fachadas destrozadas y ventanas oscuras? Se limpió la boca de nuevo. Sintió algo húmedo entre los dedos. Sangre. A fuerza de frotar, se había roto la piel.
Era un gato. Apareció con paso lento, arrastrando sus enormes zarpas delanteras. Era gris y negro. Los ojos amarillos en la oscuridad. Emergió entre la basura. Las orejas erguidas. Se movía entre las sombras. El cuerpo ágil y gordo. La nariz rosa que palpitaba. Alejandro sintió un irreprimible asco al ver la humedad, la forma en que el gato parecía olfatear el aire. Se restregó de nuevo la boca. Lo mejor era irse de una buena vez. ¿Qué hacía ahí? Se echó a reír. Los pendejos tenían razón: ya no estaba en edad para esa borrachera.
Trató de encontrar su automóvil en medio de la multitud y le inquietó el pensamiento que no recordaba en realidad, dónde lo había dejado. No lo recordaba, como si fuera incapaz de ordenar los pedazos de imágenes en su mente. Se vio llegar al bar, la mesa con el grupo. La cara redonda de Natalia, los rostros morenos de Javier y Ana, tan parecidos entre sí que siempre le provocaba incomodidad. Y Alicia, inclinada sobre la mesa. Bebía. Le sorprendió verla ahí. La madre había muerto ¿qué? ¿dos meses antes? Tres, se recordó y volvió a mirar alrededor. Tres meses antes y ella ya estaba de parranda, la muy putañera mosquita muerta. Tanto hablar mierda del amor por su madre, de la familia…
Alejandro apretó los puños. Volvió a dar una vuelta sobre los pies. Recordaba eso, pero no lo ocurrido antes. No recordaba conducir hasta el bar. No recordaba nada antes de la mirada de Alicia, la expresión fastidiada de ella. ¿Qué ¿Ya no quería verle a la cara después de haber cogido? Se restregó la boca otra vez. Se rascó los labios con las uñas. La comezón era ardiente. ¡Y el malparido calor! Se sacudió la camisa, tomó una bocanada de aire. ¡Mierda! ¿En pleno octubre? ¿Este calor…?
El gato se había acercado a él. Y ahora no estaba solo. Eran cuatro. El gris que ya había visto estaba a su derecha y ahora, había uno amarillo. Otro gordo y enorme de pelaje abundante y sucio. Uno blanco sucio. Todos, amontonados sobre el pedazo de acera. Le miraban, pensó Alejandro y supo que, aunque era una ridícula, una sin sentido, era lo que pasaba. Lo estaban mirando. Los ojos como puntos de luz en la semipenumbra. El amarillo inclinó la cabeza y se pasó la pata sobre la cabeza y después, sólo volvió a quedarse quieto. La cabeza redonda de orejas puntiagudas como una sombra entre las sombras.
Alejandro comenzó a caminar por la línea de árboles hacia el otro lado del estacionamiento. Tenía tanto calor. La piel le rezumaba sudor. La ropa estaba mojada, maloliente. Caminó, restregándose la boca. Y entonces recordó a Alicia, que se sentaba en el vestíbulo de la vieja casa de su madre, con ese feo gato suyo entre las rodillas. Era naranja, pelados y las patas muy largas para la panza fea y rosada que le colgaba. Ella sonreía. Le gustaba sentarse allí. Le contaba historias.
— ¿Te gustan las historias de fantasmas, Ale?
No, a él no le gustaban esas mierdas. Jadeó, se restregó la boca. Algo se movió al frente. Dos sombras enormes, grandes, rápidas. Un gato negro, otro de pelaje bicolor. El negro tenía un diente enorme que le sobresalía del hocico. Le escuchó maullar muy bajo. Una especie de vibración lenta, un silbido en la noche. Alejandro se paró en seco. Se rascó la boca, la sangre le manchó los dedos. Alicia sonreía en su mente, el cabello rizado que le caía contra la mejilla.
— En mi casa, creen en esas cosas — murmuró ese día — las creen de verdad, Ale.
— ¿En fantasmas?
— En eso, también.
Ella había sonreído. Alicia no era bonita, pero sin duda era atractiva. Y al sonreír esa belleza rara, de piel seca y rasgos duros, era más radiante que nunca. Alejandro pensó en ella, en su gato deforme, mientras el negro que tenía al frente avanzaba hacia él con el lomo encorvado. Bufando. ¿Estaba bufando? Se rascó la boca, se rascó los labios. El calor ahora le hacía sentir mareado, enfermo.
Dio un paso atrás, hacia el charco de luz junto a la esquina. Los cuatro gatos se habían multiplicado a seis. Y de hecho, mientras miraba, aparecieron dos más. Se movían rápido, sigilosos. Cuando miró al frente, el negro y el gordo con el pelaje a dos colores, ahora eran parte de un pequeño grupo. ¿Diez? ¿una docena? Alejandro jadeó, se hizo a un lado. Un cuerpo caliente le rozó los tobillos. Se escuchó gritar. Se rascó la boca. Las gotas de sangre le mancharon las yemas de los dedos.
— ¿También? — estaba aburrido, sentado en ese salón. Había venido para cogerse a Alicia. ¿Qué tanta charla?
— También, Ale. Los que creemos lo hacemos en muchas cosas.
Ella se levantó y el gato saltó de sus rodillas. Tenía buenas tetas. Es día llevaba un vestido blanco, suelto, que la hacía ver radiante, a pesar de su piel quemada por el sol, las pecas enormes y feas, la nariz ancha. Pero ese día, le pareció hermosa. Ella ladeó la cabeza, el cabello rizado que le rozaba la mejilla redonda, las manos abiertas junto a las caderas. Creo en muchas cosas.
Alejandro se encontró corriendo por la calle, entre la fila de árboles más tupidos y hacia el río. No sabía cómo había llegado ahí, pero huía. Eso sí lo sabía de claro. Huía, cada vez más sofocado por el calor, la camisa convertida en un peso sobre la piel. Y el miedo, el miedo. Se frotó la boca con tanta fuerza que cuando tosió, en busca de aire, escupió sangre. La saliva era un hilo, la sangre una gota negra en la oscuridad.
Los gatos le seguían. Docenas de gatos, que corrían detrás de él, que bufaban con los pequeños colmillos visibles. Una jauría que se movía en la oscuridad, sombras entre sombras. Los ojos brillantes. Puntos de luz a la distancia. Entre las grietas en la argamasa de los muros que se extendían al otro lado de la calle. Gatos que aparecían de entre los escombros de las casas vacías, de entre las grietas de la argamasa de los muros al otro lado de la calle. Que parpadeaban en las copas de los árboles. Sombras movedizas con dientes pequeños y blancos. Gatos que aparecían por entre las rocas, en la oscuridad. A una distancia imposible, con una rapidez inexplicable.
Alejandro gritó. O quiso gritar. Pero no podía. Tenía tanto calor, la piel abrasada por un fuego invisible, que hacía que la piel escociera, que los dedos se inflamaran. Calor, calor. La boca llena de heridas y rasguños. El pecho cerrado. El río, el río estaba cerca. Estaba lleno de mierda y basura, pero había agua, había agua. Podía escuchar como golpeaba las rocas, el concreto de la embocadura tan vieja que estaba abierta en dos. Agua. Podía mojar las manos ahí, podía…
Un gato saltó en la noche. Uno pardo, con un ojo vacío y la boca enorme. Alejandro sacudió las manos, aterrorizado, pero lo tenía encima, las garras diminutas aferradas a sus brazos. Jadeó en busca de aire y avanzó, con el gato que bufaba y maullaba como un lamento. Los ojos eran grises y brillaban como iluminados por una luz interior. Trató de avanzar, pero ahora todos los gatos estaban ahí, le rodeaban. Un círculo de sombras y ojos brillantes. Gatos que le seguían en su carrera desesperada y torpe, que se detuvieron cuando cayó de rodillas. Alejandro tosió, trató de tomar una bocanada de aire. Un gato le dio un zarpazo en la cara. Otro le mordía las pantorrillas. Los sintió treparse sobre él, sacudirse calientes contra su cuerpo. Alejandro gritó o quiso gritar de nuevo. Pero solo logró gemir. Era dolor, era miedo, la piel se le caía a pedazos. La piel hervía. Los ojos lloraban sangre. Un gato le clavó las zarpas en la boca, arañó con fuerza los labios heridos. Los ojos eran dos monedas brillantes en la oscuridad. Verdes, enormes, llenos de rencor.
Antes de resbalar por la pendiente y caer al río, Alejandro pensó en Alicia, que creía en muchas cosas.
— En cosas siniestras — decía ella en su mente. Se abrió el vestido blanco y se desnudó.
Natalia se quedó de pie junto al automóvil. Javier y Ana se había ido hace un rato, pero ella al final, tuvo que volver entrar al local para ir al baño. Había vomitado — ¡una adulta!, pensó avergonzada — y después, se sentó unos minutos a la barra, con una botella de plástico con agua. Se la tomó a sorbitos. Cuando finalmente pudo caminar, la música era un retumbe sordo y bajo. Le latía la cabeza, dolorida, pero sobreviviría, pensó con sorna.
El estacionamiento tenía un aspecto desolado, a pesar que estaba lleno de vehículos y había una pareja riéndose en alguna parte. Un poco aturdida, Natalia caminó hacia la izquierda, justo bajo la farola cubierta de telaraña. Su destartalado Ford blanco, tenía un aspecto simple, como algo salido de un lugar lejano, más antiguo.
Entonces, la vio. O eso creyó. Una mujer vestida de blanco que caminaba por la calle. Parpadeó, con un sobresalto. No había nada. Era sólo un gato, enorme y gris, que había saltado de la rama de un árbol al suelo. Natalia sintió de nuevo náuseas y deseo estar en su casa, en la habitación cerrada. Se subió al automóvil y cerró con seguro las ventanillas. Y sin saber por qué, pensó en Alicia, que sonreía una vez en su casa, cuando era niñas. Once años apenas. Tenía los ojos enormes, verdes y brillantes. Como un gato, pensó casi distraída. Estaban sentadas una junto a la otra, leyendo revistas.
— En mi casa, creemos en algunas cosas siniestras — había dicho Alicia — de verdad, siniestras.