🩸 LA AMANTE SILENCIOSA

Para el Conde, Londres era un festín. Un abalorio lujoso entre los infinitos recuerdos atesoraba en una vida muy, muy larga. Antes, cuando había fue un hombre normal, luchó por honrar el nombre de su familia, de su padre y su tierra. Pero una vez que bebió la sangre, todo se disolvió en deseo. ¿Y qué deseaba? El Conde a veces sonreía con la melancolía de la crueldad y pensaba en los cientos de años que habían transcurrido desde que despertó a la noche de todos los infiernos. La imagen era muy clara: estaba junto al ataúd en que los Patriarcas le encerraron. Las velas de los cirios relucían como hilos de oro. Había un monje tendido en el suelo, vivo, blando, la piel caliente. Lloriqueaba, con las manos en la cara. La sangre, la sangre tan cerca como para tentarlo. Un custodio, uno de los que velaba el sueño eterno del príncipe al que temían incluso bajo la mortaja. Vlad se puso en pie, en medio de la habitación en la que se encontraba rodeado de hombres silenciosos. Rostro blando que le custodiaban. Uno de ellos llevaba una armadura antigua y sucia de sangre. El metal combado y ennegrecido por el fuego, la intemperie, la tierra. Todo eso lo vio Vlad, la criatura recién nacida que temblaba, cuando el hombre se acercó a su lado. Jadeo sobresaltado, por la máscara pétrea de la piel sin arrugas, sin rasgos humanos. Los ojos que brillaban en la oscuridad como los de los gatos.

 — Ahora, tendrás hambre de recuerdos — le dijo. 
 — ¿Recuerdos? 
 — Tómalo y conviértelo en muerte — dijo y señaló al monje. 

Una frase curiosa para llamar a la muerte, pensó Vlad décadas después. Y una muerte brutal, razonó cuando pudo recordar esa noche sin sentir hambre, miedo, deseo. No recordaba qué había ocurrido con el monje, solo el resonar de sus gritos, la sangre caliente, el chasquido de la piel al abrirse en una herida mortal. Los hombres que le custodiaban — Vrykolakas, dijo uno de ellos, el del cabello negro como el suyo, el rostro de nariz aguileña que reconoció de inmediato — lo contemplaron en silencio. El bautismo de sangre. El gruñido de la fiera en su interior, del espíritu torvo que nació del hombre que había sido antes. La sed se sació — muy poco, por muy escaso tiempo — y después, un placer monstruoso le hizo sentir que su cuerpo era un templo pérfido, nacido del mármol de estrellas muertas, tan antiguas como el mundo. Vlad intuyó que habría cruzado una línea que no podía desandar. Los hombres de rostro blanco — Vrykolakas, se recordó — no le explicaron mucho más. 

 — Encontrarás tu camino, hasta que otro te detenga.
 — ¿Me detenga? 
 — Uno te detendrá. Y entonces, ofrecerás tu inmortalidad. 

Vlad parpadeó. ¿Eso era lo que había sucedido? No lo sabía. Apenas recordaba haber batallado en el campo de la guerra, con las manos llenas de la sangre de los turcos. La violenta sensación que moriría esa noche, pero que aun así, debía seguir luchando. La multitud de hombres que luchaban con espadas y sables, que gritaban de furia y morían entre chasquidos de metal, le rodeaban como un vendaval de horrores. Llovía, pero las ráfagas de agua plateada no eran suficientes para lavar su rostro, para aliviar la oscuridad que le cruzaba la cara, que le oprimía el pecho. Vlad balanceaba la cimitarra de un lado a otro, la clavaba con fuerza en los cuerpos de quienes le rodeaban, amigos y enemigos, enloquecido, dispuesto a morir con honor. El olor de la sangre, la mierda y la tierra se confundían, le envolvían como un aliento desesperado. Entonces, un guerrero de rostro blanco apareció en la noche. Llevaba un gorro sarraceno, un peto de pequeños hilos de jade y un puñal de plata. Gritó y se le arrojó encima con movimiento tan rápido que Vlad pensó el cansancio engañaba sus sentidos. 

Sintió el dolor, la herida abierta. El rostro blanco del guerrero flotó sobre él. Una aparición, pensó Vlad aturdido, sin dolor, pero sabiendo moriría. La piel del que lo había herido era mármol, los ojos dos joyas impías. Se reía, se reía al verle morir. Y tal vez por ese motivo o porque Vlad jamás pensó en dejar de luchar, levantó la cimitarra y la clavó bajo la barbilla del hombre. Un movimiento desesperado, impredecible. La carne cedió, pero el hombre no murió. Vlad vio la punta de la espada asomar bajo la carne y los huesos. Pero los ojos del hombre seguían vivos. Radiantes. Llenos de una furia implacable y animal que sabía, llevaba impresa una promesa. Tú morirás, dijo el hombre en un idioma sin palabras. Tú morirás y te condenaré al infierno. 

Después, oscuridad. Vlad despertó entre gritos, el dolor que le sacudía como un animal vivo. Había luz. Manos frías que le sujetaban. Y el llanto de un hombre. Después sabría que le habían recogido del campo de batalla, con la cabeza seccionada y le habían llevado al altar del castillo, en las bóvedas secretas. Que los monjes le custodiaban. Que después, llegaron los heraldos de la sangre. Y que, con ellos, iba el sarraceno, el que ahora como una cáscara sin vida, la piel contraída y rota. Los ojos como dos agujeros hundidos en las entrañas de lo innombrable. La carne cortada, que ya no curaba. La inmortalidad imperfecta. 

 — Nadie podrá hacerme eso — dijo el joven Vrykolaka llamado Vlad — ningún hombre podrá hacerlo. 
 — Qué sea tu fe en la sangre oscura la que te lleve por la noche — dijo entonces el hombre que se le parecía — Pero no olvides, que la muerte, al llegar, buscara reemplazar al hijo perdido. 

***

Vlad aprendió muy pronto que ser un hijo de la noche era más que lo había supuesto. Más que la simple naturaleza humana que le envolvía como un disfraz. Más que la sed insaciable, la rabia que le hacía matar con un abandono desesperado y brutal. Por años, estuvo solo. Por años soñó con grandes conquistas. Por años, venció a otros. Por años supo de otros que no pudieron resistir ataques y así, nacían otras criaturas más jóvenes. La belleza extraña, dura como la piedra e implacable como los aullidos de los lobos con los que Vlad creció. Ahora los escuchaba, cada noche, al matar y al volver al castillo. Al permanecer de pie en la oscuridad, asombrado, todavía con el regusto de la sangre en la lengua. 

 — ¿Escucha eso? — dijo en una ocasión al inglés que le enviaron desde Londres — son los hijos de la noche, que reclaman mi presencia. Oh, es su voz la que se escucha, que se eleva, en esta región olvidada.

El inglés, pálido y aterrorizado, no había comprendido nada de lo que Vlad le dijo. Retrocedió, entre temblores, aterido por un miedo ingenuo, puro y poderoso. Un hombre débil, pensó Vlad con cierta repulsión. De una simplicidad temible, rota, que, sin embargo, era su vínculo con el futuro. Más tarde, cuando bebió su sangre, vio a través de ella a Londres, radiante y moderna. Los altos edificios de concreto venciendo las pequeñas casas de piedra. El hogar digno de un inmortal. El lugar en que el Conde, el príncipe, el guerrero podría prosperar otra vez, hasta alcanzar el impío esplendor del que una vez había disfrutado. 

***

Meses después, Vlad pensaría que quizás, todavía había una parte en su mente joven e intocada que no pudo prever que encontraría resistencia en la capital inglesa. Que el mundo moderno se resistiría a la sangre, que la fe inquebrantable en los nuevos dioses que nada tenían que ver con los viejos, se impondría. Vlad luchó contra relojes que desmentian el privilegio de la eternidad, carruajes enormes de ruedas rápidas que le desconcertaron. En contra los inventos mecánicos que llenaban el aire de lamentos metálicos, de horrores de vapor y de ruedas dentadas que le dejaron aturdida y sin fuerzas. Furioso, escondido entre sus cajas de tierra condenada y corrompida, se preguntaría una y otra vez, cómo cuatro hombres débiles y una mujer pretendidamente virtuosa, le habían vencido. ¡A él! ¡al monstruo más antiguo de todos en la tierra! ¡al único que jamás había entregado su sangre! ¡al que nunca habían vencido ni una vez! 

¿Cómo habían logrado hacerle huir, matar a su lacayo en el viejo sanatorio? ¿obligar a que mirara sus cajas con el viejo olor de la tierra en que nació con repulsión? ¡Ah! ¡Pero lo peor no había sido eso! La habían matado a ella. A la que entre todas las mujeres de Londres, había escogido para yacer a su lado, para que fuera su compañera. Lucy, la mujer de cabello de fuego y ojos tenaces, que le permitía beber sangre y le apretaba contra su cuerpo. ¿Le había amado al final? Lucy, que jamás se resistió, que no tuvo miedo. No lo tuvo incluso al morir desangrada bajo el cuerpo de Vlad, entre temblores de placer y miedo. 

No lo tuvo cuando yació sola, en la tumba. Y despertó sin gritar. Vlad quería que sufriera, vencer el espíritu extraño y furioso que la animaba. Hacerle entender que era su amo, además de su amante en la sangre. El verdugo de su sangre virgen. Pero ella no gritó y al final, él abrió la tapa de mármol. Ella languidecía, hambrienta, exágue. Y abrió los ojos, afilados como el acero, para contemplarlo. Había sonreído, la muy Căţea. Una sonrisa de todos los demonios. Los dedos enredados en el cabello de Vlad, los labios que rozaban los suyos. ¡La compañera hacia el abismo de todos lo demonios arrojados del cielo!

Y estaba muerta. Muerta ahora, con una estaca clavada en el pecho. ¿Podía morir así? Había escuchado los rumores, otros como él lo creían. Pero jamás…la furia le hizo lanzar un gruñido de fiera herida. Su creación, asesinada por el hombre que la había amado con la ternura mancillada y marchita de la castidad. ¡Condenados hombres de esta época de hombres débiles, huidizos, frágiles! ¡Cuán amargamente se quejó Vlad, cuantas veces juró por venganza! Pero no lo hizo. ¿Y qué habría dicho ella? La efigie de sangre de una mujer. Voluptuosa, tentadora. La criatura maravillosa que había creado solo para verla morir. La muerte definitiva, esta vez.

Ah sí, Londres era un abalorio y pronto, lo haría estallar, como cuentas entre las manos rotas, pensó Vlad, conquistador de cien reinos, Príncipe incontestado en tierras de salvajes. Pronto, regresaría a su reino, para lamer sus heridas hasta curarlas. Después regresaría, a por venganza, o sólo por placer. Quizás, después, Londres volvería a ser tentadora para él. El tiempo es su aliado, pensó aturdido, atontado, atormentado. La rabia se evapora, incluso en los monstruos, cuando las décadas y los siglos erosionan su brillo. 

***

Después, Vlad no sabría qué le despertó. Solo escuchó el breve rumor de un cuerpo al moverse en la oscuridad. Saltó de la caja de tierra, el cuerpo tenso. Y la sed, la sed convertida en un látigo en su interior. La sed, que aguardaba por él en cada músculo y tendón, le hizo quedarse muy quieto, en mitad del sótano oscuro. Lo escuchó de nuevo. Un cuerpo, que se movía entre las sombras. Pero tan ligero, imperceptible como otra sombra. Entonces olió la sangre — su sangre en otras venas — y lo supo. Se quedó muy quieto, contemplando incrédulo los charcos de luz de luna sobre el suelo de piedra. Esperando…¿el qué? 

Verla aparecer. Lo sabía, lo supo incluso sin saber con cuanta claridad lo deseaba, lo anhelaba, lo esperaba. Lucy, con su largo cabello rojo suelto y sucio, el traje de bodas roto, mancillado, empapado en sangre, el pecho abierto que curaba con lentitud. Lucy, que venía por él, con pasos débiles, frágiles. Vlad se quedó aturdido. ¿Esto es la inmortalidad? ¿esto es el tiempo? ¿esto es lo que aguarda por nosotros? ¿esto es lo que está oculto bajo la piel blanca, la sangre espesa y negra? Su mente pareció encenderse en preguntas, brillar de deseo y desconcierto. ¿Podía ser esto real? pensó otra vez. ¿Podía ser una pesadilla? 

Lucy estaba de pie, a unos cuantos pasos de él. Flotaba, exangüe, rota, herida, contra el brillo de la ventana, la luz de la luna que acentuaba la piel blanca, las venas azuladas que partían del cuello hacia el pecho. No era bella como una mujer humana, ya no. Era triste y dura, como la criatura de la noche que era. Y estaba viva, pensó Vlad cuando se acercó a ella. Y es mía, pensó también, cuando ella se acercó con los brazos abiertos, sus ojos de gacela, los pechos bamboleando pálidos bajo la tela del vestido roto. 

El último pensamiento que tuvo Vlad antes que Lucy le clavara el cuchillo en el corazón, fue para la sonrisa de la criatura que había creado. La terrible belleza de un gesto que no era humano ni diabólico, sino de absoluta soledad. La oscuridad en la mueca de labios abiertos, de la batalla que Vlad supo perdida apenas sintió el cuchillo rebanar la carne y avanzar hacia su cuerpo, abrir las arterias y huesos, alcanzar el corazón. Él la contempló, maravillado y horrorizado, con la muerte a sus pies y el cabello rojo de ella flotando sobre su cabeza. Ella apretó la estaca de hierro y empujó con más fuerza. Cuando él cayó de rodillas, se arrodilló a su lado, casi con amor.

 — Este es mi camino — murmuró, furiosa, poderosa, ya lejana — tú me lo has dado. 

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