Mary se sentó junto a la cama con un revuelo de faldas en la silla. El crujido del crespón de lana tenía algo de lamento somnoliento. O eso pensó, cuando escuchó el sonido elevarse como espiral de pequeños suspiros en la oscuridad. ¿Cuándo tomó el hábito de brindar un sentido poético a todo lo que le rodeaba? Era ridículo, cuando no, un poco ingenuo. Sin duda, lo aprendió de Percy, reflexionó con un sobresalto, las manos en el regazo, las manos apretadas contra la tela. Percy, que se obsesionó con su voz poética hasta que sustituyó la suya. Hasta que cada cosa que decía, tenía un leve dejo de una declamación melancólica. Mary, que le conoció antes de ese arrebato por las musas, pensaba que su difunto marido ocultaba sus temores tras la belleza de las palabras. Esa breve oscuridad torva que aleteaba de vez en cuando en su mirada furiosa.
“¿A qué temes?”, le preguntó Mary en una ocasión. Se encontraban en el pequeño estudio de la casa en Londres. Él casi ya no le visitaba ahí, después de la muerte del bebé sin nombre. Una estocada a la frágil paz doméstica de la que nunca lograron recuperarse. Ella estaba embarazada de nuevo. El hijo, que les sobreviviría a ambos, se dijo cuando sintió los primeros ardores y comezones de la concepción. El que les vería morir. Gordon se había echado a reír al escucharla hablar de esa manera. “Hablas de los hijos como víctimas” le reprochó. Ella se quedó muy quieta, las manos sobre el vientre.
- ¿No lo son un poco? - preguntó.
- Depende de a qué dios quieras sacrificarlo.
Gordon, su único y más querido amigo, decía esas cosas con frecuencia. Su sangre salvaje le hacía contemplar la vida desde los extremos, los bordes rotos, los lugares poco comunes. Fue a él a quien le confió su miedo a la muerte. O, mejor dicho, su desprecio a la vida. Al que le explicó los extraños sueños que le perseguían desde la muerte del niño sin nombre. Ella había despertado para verle en la cuna, con los ojos abiertos, la boca torcida. Se ahogó durante la noche, dijo el médico más tarde. No es tu culpa, le recordó.
Pero sí lo era. Mary lo sabía con la misma certeza. De la misma forma en que estaba convencida en que la escritura era un pacto con viejas de deidades muertas. Lo supo desde la primera vez que había escrito una línea. La sensación de poder. La eternidad en un trazo. Seré eterna, pensó, entre temblores, aturdida y aterrorizada. Una voz en su mente se echó a reír. Tan clara y real, que la pequeña Mary de diez años se echó a llorar, pero no dejó de escribir. Seré eterna, escribió en esa oportunidad, porque morir es una debilidad.
O lo será tu obra, le dijo en una ocasión Gordon. Tu obra te sobrevivirá. Ella le miró, sentada en una esquina de la enorme mesa de la casa de Ginebra. Fue en esos meses de reclusión, lo que le mostrarían el camino a las tinieblas espejadas de su talento. Estaban solos, mientras Percy y su hermana recorrían el castillo en ruinas. Afuera, se escuchaba el aullido del viento, la interminable tormenta. Se preguntó si debía contarle sobre las veces en que visitaba los cementerios, como la aparición de una mujer pálida que iba de un lado a otro, en la búsqueda de una lápida de fecha reciente.
- ¿A qué temes? - le preguntó Gordon en esa ocasión.
- A la muerte.
Pero mentía. Mary temía a vivir. A vivir y por eso, visitaba la tumba de su madre con obsesiva frecuencia. Después, permanecía en el bosque que rodeaba el camposanto y aguardaba. En ocasiones, veía a los hombres de la resurrección surgir entre las sombras. Avanzar, con pico y palas al hombro, por entre los laberínticos caminos de la muerte. Por los espacios negros y blancos de los recuerdos breves y sin importancia que se consumían en mármol. Una vez, les vio desenterrar un cadáver. Abrir la fosa les resultó de una ridícula sencillez. Tres, cuatro golpes contra la tierra helada de invierno. Después escarbar hasta que el filo de metal de la herramienta, chocó contra la madera. Mary se quedó muy quieta, la boca cubierta por la capa para evitar su aliento fuera visible, mientras veía como los ladrones de tumbas elevaban el ataúd de la tierra, como remedo burlón del sacro sepelio. Y allí estaba, el cuerpo hinchado, la cabeza gorda, el vientre que se abría paso entre la ropa. El cadáver aún estaba fresco. Un hombre cualquiera, padre e hijo de alguien. Llevaba un traje oscuro, las manos cruzadas. Pero los hombres de la resurrección lo zarandearon como un muñeco roto, lo arrojaron a la bolsa de arpillera. Una segunda mortaja, esta vez pobre, simple y profana.
Mary les vio alejarse con paso lento. El olor de la putrefacción se quedó en el aire por mucho rato. Dulzón, a ratos primitivo y brutal. Otros, simple. Un efluvio nacido de tierras solitarias apenas recordadas por el espíritu. Ella pensó en el destino del cuerpo, en la mesa de disección que le esperaba en alguna universidad o en sótano de algún estudiante avaro. Las entrañas al descubierto, disecadas. Vivo pero muerto. Trascendente pero anónimo.
- ¿Mary? - susurró Gordon.
Ella levantó la cabeza. Tenía las manos apretadas sobre el mantel de hilo finísimo. Y sonreía. Sentía la sonrisa en el rostro, pétrea, dura, rígida. Una máscara a punto de romperse en dos y dejar al descubierto al monstruo que se escondía debajo. La sensación fue tan nítida, que se le escapó un gemido. La sensación blanda y pesarosa de un secreto que no podía ocultar. Bajo las luces de las lámparas, el chisporroteo de las velas, vio a Gordon sobresaltarse. Como si pudiera leer en la piel de Mary, los velos de la muerte, su amor al olvido. Su rabia por la incertidumbre.
- Estoy viva, pero a la vez, solo pienso en la muerte.
- ¿De qué hablas? Eres una niña.
- No lo soy.
- ¡Oh Mary!
Gordon se echó a reír, condescendiente y encantador, tal y como era con todos. Mary se preguntó si debía contarle sobre sus visitas a los sótanos de la universidad de Padua, en ese viaje atolondrado en que el Percy estuvo borracho la mayor parte del tiempo y ella escapó de la habitación en que dormía. Corrió por la ciudad, hasta el lugar en que le esperaba el hombre con que había intercambiado correspondencia por años, gracias al nombre de su padre y al pago puntual de doce liras. Él la miró sobresaltado al verla surgir entre las sombras. El traje negro, los ojos oscuros y ávidos. El cabello trenzado contra la nuca.
- Pensé que Su Señoría era mayor - murmuró él.
- Soy tan vieja como la muerte.
El viejo profesor le mostró las catacumbas de la universidad, los parajes en los que se ocultaban los estudiantes para estudiar los cadáveres. La mesa en que yacía uno de ellos. Mary se quedó a la puerta, aguardó, deleitándose con la sensación que el tiempo fluía a su alrededor en lentas oleadas. El cuerpo cubierto por la sábana era un cúmulo de sombras. Parecía vibrar en la tensión de la pequeña habitación de piedra. Cuando ella se acercó, el viejo levantó la vela con nerviosismo y la miró, aturdido y enfurecido.
- Usted dijo que solo quería visitar - rezongó.
- Dije que quería aprender - le recordó ella.
¿Aprender el qué? El viejo únicamente lo preguntó una vez. O quizás, después intentó expiar su conciencia abrumada de culpas con silencio. Le mostró sus libros, apuntes, diagramas. Cobre, metal, un rayo. Es posible. Es posible, dijo el viejo, una semana después, cuando Mary casi emprendía el viaje hacia Ginebra. ¿Lo ve usted? El científico venido a menos estaba fascinado por la atención de la muchacha, por su mirada ávida, por la confianza ciega. Es posible, puede hacerse. Pero habrá que cruzar puertas que nadie nunca podrá volver a cerrar.
- Vita nova - dijo el viejo en un susurro - dicen que los demonios gritan la frase para engañar a los temerosos.
Los demonios, pensó Mary y ensanchó la sonrisa, mientras paladeaba el recuerdo. Vita Nova. Miró a Gordon, que aguardaba con el rostro tenso y consumido. Hubo un silencio denso entre ambos. Un hilo de sombras que los sujetó hasta que él se levantó. Mary le vio cojear, trastabillar hacia atrás. Los enormes ojos azules llenos de miedo. ¿Era miedo? ¡Si Gordon no temía a nada! Si Gordon jamás tenía preocupaciones o temores que pudieran empañar su vida de pirata, de poeta feliz y despreocupado, de escritor talentoso. Pero esa noche, Mary vio el miedo. Lo notó cuando él se alejó, renqueando con esfuerzo. Ni él ni ella volvieron a mencionar esa conversación. Un ramalazo de oscuridad en medio del brillo simple del mundo.
***
Mary recordó el rostro de Gordon, luego de repetir a Percy la pregunta que su amigo le había hecho, ya tres años atrás. Quizás se debió a la quietud que se extendió después de formularla. El aura lóbrega y casi irrespirable que se instaló entre su marido y ella. Las pocas velas encendidas le daban a la habitación un aspecto engalanado y cargado de un funeral. Ella recordó después que el pensamiento le llegó de súbito, como un sobresalto sin asidero alguno. Un funeral anticipado, eran las palabras exactas que escuchó en su mente. Se le escapó un gemido y Percy se volvió para contemplarle, sobresaltado.
- ¿A qué le temo? - repitió.
- Es lo que te he preguntado.
- Hablas del temor como un deleite.
De nuevo, el silencio denso e irrespirable que compartían desde que el bebé sin nombre había muerto. Él no la había culpado, no en voz alta, pero Mary sabía que se preguntaba cosas. ¿Dónde estaba la madre cuando el hijo agonizaba? ¿cuándo luchaba por no morir, entre toses, los puñitos apretados, la garganta cerrada? El médico había dicho que fue rápido. Esa fue la palabra que utilizó. Rápido. No sufrió. Solo dejó de respirar. Pero Mary se imaginó ese breve espacio de asfixia, la muerte envolviendo al bebé sin nombre como una mano codiciosa. El bebé, que lloraba y después, boqueaba en busca de una bocanada de aire. Los toses pequeños, frágiles, las sacudidas del cuerpo que se debatía contra la muerte. Se lo había imaginado tan claro, de forma tan detallada. Como si hubiese estado ahí. Como si… Sacudió la cabeza, miró a Percy entre la atmósfera brillante y enrarecida de la habitación.
- Puede serlo.
- ¿El miedo?
- ¿No lo sientes a veces, como el miedo te hace desear cosas? - ella ladeó la cabeza - como otro hijo, cuando el otro acababa de morir.
Percy volvió la cabeza. Mary había llorado esa noche, cuando él vino al lecho y la obligó a abrir las piernas a empujones. Cuando la penetró de una única embestida violenta, entre jadeos. El bebé muerto, dijo él en medio del silencio húmedo, del coito, del miedo. El bebé muerto. Cuando todo terminó, se quedó tendido junto a ella y se echó a llorar. ¿No lo amabas? Murmuró él, entre temblores, como aterido por el frío. ¿No lo amabas? Mary permaneció tendida boca arriba, dolorida, furiosa y después, solo distante. Recordaba la tumba de su madre, la placidez de las Acacias a su alrededor, del viento que bajaba desde la loma al norte. Y los pasos de los hombres y los monstruos que habitaban en la oscuridad.
- Será un bebé amado - murmuró Percy - ¿no lo ves?
Las velas parpadearon. Mary miró la mano de Percy, pálida y dedos largos, tomar la copa sobre la mesa. Se la llevó a los labios. Bebía mucho por entonces, entre el tormento del duelo y la lujuria de las amantes que le calentaban la cama. Apretó la copa y se la llevó a la boca. Bebió de un trago el licor de menta, ese bebedizo denso y dulzón que tanto le recordaba a las delicadas botellas que Gordon escanciaba entre risas. Las que nunca más habían vuelto a beber. Ahora, eran pobres de solemnidad. El poeta y la madre de un hijo muerto, pensó Mary mientras él paladeaba la bebida.
Estaba aturdido, los ojos muy abiertos, ya lejos de ella. Las extravagancias de sus amigos, jóvenes, con los bolsillos llenos de monedas, le parecían lejanas. También el amor que había sentido por Percy. El amor que había hecho nacer al primer bebé, al que jamás bautizó. Al que murió sin un nombre para grabar en la lápida. Solo lo habían enterrado en una tumba anónima, junto a la tumba de la abuela que jamás conoció. De vez en cuando, Mary despertaba y pensaba si seguía ahí, si el cuerpecillo seguía pudriéndose bajo las hojas frondosas de primavera. Si ya el cuerpo era irreconocible, incluso para ella, que le amaba con una furia desesperada que le sorprendía. En ocasiones, intentaba imaginar lo que se ocultaba en la oscuridad de la muerte de su hijo. Terminaba tendida en el suelo, los brazos vacíos, la garganta hinchada por el grito que contenía con todas sus fuerzas.
- Lo veo - dijo Mary - no con tu claridad, sin duda. La del poeta. Pero lo veo.
- No te burles - murmuró él.
- No lo hago. Sueño con los ojos abiertos, como un demonio ciego.
Percy sacudió la cabeza, arrojó el vaso contra la mesa. Mary lo escuchó tropezar cuando salió de la habitación y tomó el abrigo. Cerró la puerta con fuerza. Las velas parpadearon. Mary se puso en pie y comenzó a contar. ¿Tres? ¿Cuatro días?
Tres. Cuando uno de los amigos de Percy llegó para anunciarle entre gritos que su marido había muerto, ahogado sin explicación el río, ella no dijo nada. Tres, se repitió. Un cálculo exacto. El filo del mal entre las manos.
Los hombres de la resurrección no hacen preguntas. No miran al rostro del que los que solicitan sus servicios. Saben la envergadura de su pecado y solo temen morir en falta. No desean llevar a cuestas, la carga de la identidad del pérfido que paga para burlar a la muerte. Solo toman el dinero. Lo ocultan con rapidez. Ninguno quiso mirar a la mujer pálida, de ojos oscuros, que les extendió un pequeño saco de lino. Notaron sus dedos manchados de tinta. El cabello despeinado bajo la cofia. Una aparición, pensó uno de ellos. Una bruja que viene en busca del corazón de los vivos.
- ¿Dónde debemos llevarlo? - dijo el jefe.
El viento sopló con fuerza y sacudió las ramas del sauce. La mujer se quedó muy quieta. Y el hombre tuvo la percepción inquieta y horrida, que, en realidad, no era una criatura de este mundo. Que no era una mujer ni un demonio, sino algo peor. Menos definido. Un engendro de sombras limpias, imperecederas y extrañas que jamás había visto. Tuvo el impulso de correr, de cubrirse en rostro. Pero temió que ella le siguiera. Que, al despertar, la viera junto a la cama, con esa sonrisa temible y fría con que les había encontrado en medio del cementerio.
- Al lecho de su mujer, claro - dijo entonces el espectro, la criatura anónima - ahí le espera la vida.
***
Mary suspiró y se inclinó hacia el cadáver de Percy. Su olor denso y nauseabundo le rodeó incluso antes de rozar con la nariz el cuello cubierto de moho y tierra. El cuerpo de su marido tenía la piel cerúlea, marcada de púrpura por los primeros golpes de la putrefacción. El rostro de muchacho estaba hundido, los rasgos consumidos por el aliento del gusano. Pero aún era visible el tono del cutis, la línea recta de la barbilla. También, que conservaba la expresión de amarga sorpresa que, sin duda, tuvo al hundirse en el agua, paralizado por el veneno que le recorría el cuerpo, entumecido por las líneas de ponzoña bajo la piel. Pero a ella le parecía hermoso. A su lado, el cuerpecillo del hijo muerto era una criatura retorcida, ennegrecida por el aliento de la tierra, sin forma. Ambos, eran su familia. Su trascendencia. Su nuevo lugar en el mundo.
Y también, de la esperanza tenebrosa, pensó Mary. Sintió la sacudida de una emoción retorcida en el pecho, la tensión que le cruzaba los brazos mientras comenzaba con su labor. Tomó con cuidado las muñecas resbalosas e hinchadas de Percy para envolverlas en hilos de cobre. Los dos clavos de metal que hundió en las cuencas vacías de sus ojos. Las puntas de las estacas de madera que hundió en el pecho blando y ceroso, que se abrió a la primera estocada sin ofrecer resistencia. Era como si Percy, enfurecido y rebelde en vida, le ofreciera en la muerte la sumisión de la carne perversa.
Afuera, la tormenta sacudía los postigos. El rugido de los truenos eran cercanos, puro poder naciendo de la misma oscuridad que impulsaba a Mary al último gran experimento, al que imaginó esa noche en Ginebra. ¿Tres años? Pensó mientras envolvía el cuerpo del niño sin nombre en metal. ¿Tanto tiempo? Recordó la primera palabra en la hoja en blanco, el sobresalto al comprender que luego de años de observar a la muerte, de sus paseos por los cementerios, había una respuesta. “Está vivo” escribió en la hoja, imaginando la línea de hilos de metal del ingenio galvánico que podía ver con absoluta claridad en su mente. La súbita inspiración que hizo pasar por un libro, al que ocultó con afanosa inquietud durante años. La oscuridad había parido un camino y ella lo seguiría, se dijo al abrir la ventana. El infierno en que no creía, abría sus puertas para ella y un rostro en sombras, le sonría con malicia.
Cuando el rayo golpeó el trozo de metal junto al alfeizar, Mary retrocedió cubriéndose el rostro. Gritó, deslumbrada por el chispazo de luz blanca, purísima. Pero ella solo recordaría después, la sacudida que atravesó la habitación, el destello húmedo y poderoso que latió hasta el último confín de la oscuridad.
- Vita Nova - dijo la voz de Percy, todavía gangosa por la muerte.
Mary no se volvió hasta escuchar el chillido antinatural, histérico, del bebé sin nombre.