Nadie del grupo tenía miedo a los cementerios. Mucho menos Yerson, que se jactaba de no tener miedo a nada. Lo decía con la arrogancia de las dos ocasiones en que había estado en la cárcel de la frontera, de la marca de balas en el hombro derecho y el tajo de la puñalada que le cruzaba el muslo. No había nada que lo asustara ya, mucho menos las cruces rotas en medio de un descampado vacío, reseco y destrozado por años de descuido. Los muertos están muertos y los de aquí, más que todos los demás. Héctor, el más joven del grupo y el más nervioso también, le dedicó una mirada hosca y triste.
Yerson llevaba la bolsa de plástico con las herramientas colgada del hombro bueno. Un pico, una pala, un machete para abrirse camino entre la hierba muy crecida y también, un botellón de agua. “Bendita”, le había dicho su madre cuando la incluyó entre el resto de las cosas. “Bendita porque nunca se sabe”.
— ¿Nunca se sabe qué vieja? — le preguntó.
— Mijo, va pa’ un cementerio. Uno no sabe…
Se persignó. Era una anciana de piel oscura, raquítica, con el cabello ralo y Jerson la quería más que a cualquiera en el mundo. La quería de verdad, porque era su viejita, la que le abrazaba a diario a pesar de la fama de asesino, de la pistola con la que dormía junto a la cama, la escopeta recortada que escondía debajo, por si acaso la gente venía cuando menos lo esperara. “La gente”. Policías, otras bandas, cualquiera que se quisiera cobrar alguna falta grave, fuera de los pacos, de los padrotes de la calle, los tipos de la cárcel. Jerson ya no sabía cómo llamar a sus enemigos, de modo que los señalaba en general, como un grupo para quién su muerte era necesaria, quizás incluso significativa. “La gente” pensó mientras se guardaba la botella entre el resto de las cosas que llevaría a la incursión nocturna. Yerson no pensaba en términos sofisticados, pero sabía que siempre corría peligro. Uno real, duro y potencialmente letal. Y su madre, esa mujer que le quería a pesar de todo, era un lugar seguro. Quizás el único que conocía.
Pensó en ella mientras avanzaba entre los árboles de mango que cerraban el muro del cementerio. Era el último de los cinco que habían decidido entrar y robar y lo había hecho porque era algo simple, relativamente fácil y pagaban bien. “Solo quieren los huesos” le explicó Micaelo, rascándose la barba con nerviosismo.
— ¿Pa’ qué los quieren?
— ¿Qué coño te importa a ti esa vaina? — Micaelo se echó a reír — uno le pagan pa’ traer lo que le piden.
Y pagaban bien. En verdes. Desde que había regresado por segunda vez de la cárcel de la frontera, nadie quería a Yerson cerca. Había cosas que marcaban y ser parte de un asalto fallido, era una. Un golpe sucio. Dos muertos. Uno había sido una mujer. Yerson le disparó en medio de la gritería, enfurecido, con la herida del hombro latiendo por el dolor. No era el primer muerto en su vida, pero sí, la única que le miró a los ojos. Lo miró y él le disparó. No sintió nada cuando la vio caer al piso. Una tipa cualquiera que usaba anillos de fantasía en los dedos y zapatos bajos. Una tipa cualquiera.
Pero de vez en cuando, se despertaba pensando en esa tipa cualquiera. Le pasó por primera vez en la cárcel, en plena noche llena de gritos, de peleas y la peste a mierda de otros que flotaba en la celda diminuta que compartía con veinte presos más. En realidad, no estaba dormido: nadie duerme en una cárcel de Venezuela, nadie deja de vigilar, cuchillo o piedra en mano. Pero Yerson se había dormido de alguna forma, una duermevela frágil de la que despertó para ver a la tipa en una esquina. Estaba de pie, con los pantalones baratos de trabajo, la blusa de feo estampado, la flor de sangre abierta en mitad de la cabeza. Y lo miraba. Lo miraba con los ojos muy grandes y negros. Abiertos con cierto aire de sorpresa.
Yerson supuso que la visión era efecto del pegamento mezclado con droga que se había pasado por la nariz para aguantar el hambre, así que la contempló sin sobresaltarse. Era una mujer joven al morir. No debía pasar de los treinta. Una muchacha que, entre los gritos y empujones de la gente en la calle, en medio de la plomazón, lo miró. Sin miedo. Con cierta resignación. Yerson no quería dispararle, pero lo hizo. Y no sintió nada, eso lo recordaba claro. No sintió alegría, satisfacción, miedo, culpa. Otro muerto para la lista. Otro eslabón en la cadena. Eso era bueno, pensó. Era lo que le permitía sobrevivir.
Pero matar a una mujer no era algo que se perdonara con facilidad en medio de la complicada jerarquía criminal de Caracas, con sus barrios intrincados que vivían al borde y al margen de la ciudad, sus propias leyes. Un mundo dentro de un mundo que tenía un espacio propio desconocido para el resto de un país aterrorizado. Matar a una mujer era mancha, tanto como matar a un niño o a un viejo. No te daba cancha ni prestigio. A una mujer la podía matar cualquiera, lo hacia cualquiera. Y Yerson la había matado en plena calle, un pepazo en la cabeza. Ahora, en la cárcel, tenía que defenderse de los que le consideraban débil por matar a una mujer, lo que desconfiaban de él por eso.
Y de la mujer, que le miraba desde las esquinas.
Nunca creyó que fuera real. Yerson no creía en esas mierdas. A los quince le voló la tapa de los sesos al viejo que vendía cervezas cinco escalones más abajo de su casa y para cuando cumplió los veinte, tenía casi cien cicatrices en las piernas. Una por cada muerto, por cada balazo. No creía en Dios, el diablo, el cielo o el infierno, aunque llevaba crucifijos de oro en el cuello y le pedía la bendición a su madre. Pero en realidad, sabía que el mundo era simple: o matabas o te mataban. Y él quería vivir. Quería emborracharse, coger, quería tener su propio grupo, abrir cancha y territorio. Era un tipo que se le respetaba. Un padrote al que tener en cuenta. Un tipo de cuidado.
Hasta que mató a la mujer y lo metieron preso.
Se drogaba a diario — cocaína, piedra, pegamento — y ella siempre estaba allí. La cabeza levemente ladeada, como si la herida le pesara un poco. La sangre le corría, oscura y coagulada por la mejilla tensa, en la que la piel se abría un poco. El ojo derecho en amasijo de carne abierta, aplastada. Yerson lo miraba todo y aprendía detalles nuevos de ella cada vez que la veía. Llevaba un anillo de oro falso en la mano izquierda, zapatos de tacón bajo, con la mitad derecha gastada. Esa mujer, había caído frente a él, con los ojos — el ojo — bien abierto. Los brazos abiertos. Y por contemplarla, el policía le había dado un tiro a él que le rozó la sien derecha. Pensó que lo habían matado. Tampoco sintió nada. Se quedó tendido en el suelo, mientras el tipo le pateaba la espalda y le torcía las muñecas. Ella siguió mirándolo, muerta o viva, hasta que él se desmayó.
Por eso la veía, supuso. Por eso la vio cada noche del año y medio que estuvo en la cárcel. Por eso siguió viéndola en su casa del barrio, a la que volvió apenas pudo. Ella se quedaba de pie junto a la ventana y la cortina de plástico le rozaba el cabello manchado de sangre. Otras noches, estaba en el bar, en medio de las luces intermitentes y la gente que bailaba. Yerson la contemplaba sin mucho interés, sin miedo, preguntándose si la experiencia en la cárcel le había jodido la mente. Una herida abierta en alguna parte de su instinto de supervivencia, de su furia, de su impulso para matar y seguir. No lo sabía.
— ¿Es ir, sacar el esqueleto y ya?
— Coño Yerson, te está comiendo el seso esa mierda que te metes por la mocha — Micaelo suspiró, se inclinó para mirarlo a los ojos — sí chico, así de facilito. ¿Te da miedo? Puedo buscarme a otro.
— No seas pendejo, viejo marico ¿miedo a qué?
Por algún motivo, Yerson recordó a la mujer. A veces olvidaba que la veía. Otras veces la tenía presente a toda hora. Se preguntaba si era real…o ¿qué? Se preguntó si tenía que ir a la casa del viejo yerbatero que mascaba chimó y bebía aguardiante en la parte más alta del cerro. Contarle de la mujer. De sus ojos negros y opacos. La piel amarilla, el olor de la sangre…
— Ton, ta’ listo. Agarra sus mierdas, se trae los huesos y tiene plata de la buena — zanjó Micaela — piensa en tu vieja, chamo. Sácala de aquí.
Y fue ese argumento, más que cualquier otro, lo que hizo que Yerson, el antiguo hombre fuerte del barrio, aceptara ir al cementerio a profanar tumbas, como cualquier raterito adolescente de las casas más cerca de la calle. Lo hizo también la imagen de su vieja, que pasó hambre mientras él estaba preso y que vivía escondida, mientras él salía a buscar plata. Tenía que sacarla del barrio, mandarla con su hermana fuera de Caracas. Tomó un trago largo de ron y asintió, con la cabeza que le daba vueltas de puro cansancio.
— Mañana dile a tus chamos que voy.
— Así es como e’ — dijo Micaelo.
La mujer, al fondo de la habitación, ladeó la cabeza, como si pensara en algo lejano y triste. Esta vez, Yerson se obligó a no mirarla. Un escalofrío helado, desagradable, le bajo por la espalda.
***
Antes, el Cementerio General del Sur había sido un lugar elegante, lujoso y enorme o eso le habían contado a Yerson. Allí los ricos enterraban a sus muertos y traían estatuas enormes de ángeles y santos, para adornar sus tumbas. Pero ya no había nada de eso. Primero el descuido y después el lucrativo negocio de la profanación, había arrasado con las piezas, las lujosas construcciones, las cruces elegantes de mármol blanco y rosa. No quedaba sino basura, que se quemaba en las esquinas y los huecos en dónde alguna vez habían estado los sarcófagos de madera. A la última luz de la tarde, tenía el aspecto de una vieja ciudad arrasada, consumida por un fuego silencioso y secreto.
Pero Yerson no pensaba en esos términos. O si lo hacía, tenía más relación con el abandono. De eso si entendía, pensó mientras cruzaba con el grupo de ocho muchachos la línea de árboles de mango que rodeaban la muralla del cementerio. Le asombraba la soledad, las ruinas de lo que había sido la ciudad de los muertos. Los trozos de las esculturas rotas abiertas en el fondo de pozos de agua sucia. Los cuerpos de gallinas degolladas, los hilos de sangre contra las tarimas de piedra labrada. El abandono, pensó Yerson sorprendido del pensamiento. La sensación de tristeza que le produjo.
— Esto es fácil, sólo tienen que abrir la fosa, sacar los huesos y meterlos en una bolsa — les explicó el tipo que organizaba todo — más nada. Mientras más traigan, más se le paga.
Era un hombre alto y fornido. Tenía una tienda en el centro, le dijo alguien a Yerson y vendía los huesos a toda una serie de cultos y sectas que proliferaban en la ciudad en crisis. Hubo murmullos de curiosidad. Yerson se tomó el último trago de la cerveza que le habían dado al llegar y arrojó la botella hacia la calle desierta. La vio rodar, estallar en cristales verdes. El más grueso fue a parar a los pies de la mujer.
Parpadeó aturdido. Era la primera vez que la veía durante el día. Siempre aparecía de noche. O él la imaginaba de noche, que para Yerson era lo mismo. Pero esta vez, la luz esponjosa del atardecer le rodeaba como un hilo fino e ingrávido. Notó los pliegues del pantalón, las sisas de la camisa de tela floreada. El brillo de la sangre que le rezumaba de la cabeza. Los ojos negros y muertos, que le contemplaban sin expresión.
— ¿Qué te pasa guevón? — le gritó alguien.
Había retrocedido un paso y tropezó con uno de los muchachos de la fila. Levantó las manos, en un gesto lento y firme. “No quiero peos” murmuró y el muchacho le dedicó una mirada de bravucón, el rostro lampiño retorcido de furia. No llegaría a los dieciocho, pensó Yerson y ya tenía diez marcas en el brazo derecho. Diez muertos encima. Miró sobre el hombro. La mujer seguía allí, sólo de pie. Sin intención y otro motivo que contemplarlo.
— Vamos pues, esto tiene que ser rápido. Nadie viene, pero mejor terminar rápido.
El pequeño grupo se separó de inmediato. Yerson corrió hacia arriba, sin mirar atrás, preguntándose si vería a la mujer caminar detrás de él. ¿Cual mujer guevón? No hay ninguna mujer. Pero no se atrevió a mirar cuando cruzó la ancha calle principal y recorrió un corredor más pequeño, repleto de ángeles decapitados y lo que parecía haber sido una virgen con las manos abiertas. Saltó de tumba en tumba, las manos aferradas a la bolsa de plástico. El corazón le latía tan rápido que sentía la tensión abrirse paso entre las cicatrices del pecho, tirar el tendón destrozado que jamás curó del hombro derecho. Pero siguió, casi sin respiración, mientras la luz del día se disolvía a su espalda.
Por fin, alcanzó una especie de claro de tumbas chatas, cubiertas de vegetación. Las lápidas tan viejas que apenas podían leerse las inscripciones. Dejó el sacó, se buscó la linterna entre los pantalones y la encendió. En la luz gris de la última hora de la tarde, el resplandor eléctrico tenía algo limpio, cristalino. Sólo entonces miró sobre el hombro, hacia el callejón vacío con docenas de rescoldos que había recorrido. Vacío, allí no había nadie. ¿Que mujer? se dijo enfurecido ¿Qué mujer del coño?
Escogió una tumba tan vieja que apenas se apoyó en los travesaños, el cemento cedió bajo su peso. Estaba cubierta de hierba reseca, una capa crujiente de cera de velas, basura y todo tipo de insectos. Yerson los apartó con las manos desnudas, respirando por la boca entreabierta. Sólo tenía que romper la placa más gruesa, abrir la de hormigón, subir el cajón. Los huesos se envolvían en la ropa que llevaban — si quedaba alguna — y luego, había que regresar a la plaza interior del cementerio. Eso era todo. Y pensar que por eso pagaban plata. Plata de la buena.
Yerson era un tipo metódico. Cuando era un muchachito, había ido a la escuela un par de años y un maestro le había dicho que tenía inteligencia, que, si se aplicaba, podía… ¿qué? Se echó a reír, mientras quitaba con las manos la basura y las masas de insectos que se resolvían entre zumbidos. El viento soplaba con fuerza y le hacía las cosas más difíciles. Había una sola forma de vivir en el barrio y no era con un cuaderno y un lápiz. Él había escogido la bala y no se arrepentía. Era lo que se suponía hacía un hombre como él, nacido en lo más empinado del cerro, que bajo a la ciudad a los catorce y que sólo volvió a hacerlo para que se lo llevaran preso la primera vez. Un tipo como él hacía las cosas como los machos. Como los tipos que querían sobrevivir.
Sólo que ahora, recordaba al maestro. Su voz amable. Su calva blanda. Se había muerto de un infarto años atrás. Su mujer se había ido del barrio. Un hijo se quedó y lo mataron para robarlo. Esas cosas pasaban, pensó Yerson mientras amarraba la linterna a una rama retorcida del árbol de mango junto a la tumba. La luz se abrió en un círculo amplio, claro. Notó que la placa de cemento ya estaba rota. Una grieta enorme subía hacia el lugar en que había estado la lápida y se dividía en dos. Un lado bajaba a tierra, el otro seguía hacia la esquina en la que había una pequeña reja ornamental, rota y torcida por el tiempo. Seguramente alguien había intentado profanarla ya, pensó Yerson. Levantó un poco la linterna para mirar mejor.
La mujer estaba de pie al otro lado de la grieta.
Esta vez, Yerson si gritó. Retrocedió entre temblores y la miró de frente. Estaba de pie en la esquina, con un pie en el charco de luz de la linterna y el resto del cuerpo entre la sombra. Apenas la veía, pero eso era aun peor, porque sabía que era algo real, no una cosa imaginaria, algo en su mente. La luz mostraba sus pies pálidos calzados en zapatos baratos sin tacón, el bajo de los pantalones. Después, un poco de la pernera y la parte más ancha de la blusa. Pero el rostro quedaba en sombras, como flotando entre la penumbra con olor rancio que rodeaba la tumba.
— ¿Qué coño te pasa nojoda? ¿Tu crees que me asustas?
Su voz pareció flotar en la oscuridad. De pronto, notó que no había otro sonido de su voz. Que el cementerio era de una soledad helada y gigantesca. El resto del grupo se había alejado de aquí para allá y desde donde Yerson se encontraba, no veía otra cosa que la penumbra gris bulbosa que parecía flotar en todas partes. Las luces del barrio cercano parpadeaban con lentitud, lejanas, como pequeñas estrellas imaginarias.
Ella no se movió. Sólo siguió allí. Una figura que observaba, delgada, pequeña. Yerson la contempló aturdido y de pronto, la parte de su mente que trabajaba con rapidez en momentos de emergencia o de peligro, comenzó a funcionar. Era el instinto que le había permitido escapar a redadas, a tipos mejor armados y más fuertes. Que le permitía saber si un gramo de coca era puro o podía volarle el cerebro. Ese instinto, le dejó claro que lo que sea que lo estuviera mirando en la esquina de la tumba, no era una mujer. O ya no lo era. Y era real.
Real.
Yerson sintió furia. Una lenta, dolorosa, peligrosa. Había matado toda su vida, había sobrevivido a balazos porque la alternativa era dejarse matar. ¿Y ahora qué coño pasaba? ¿Por qué está muerta? Estaba furioso o quería creer que lo estaba. En realidad, estaba asustado. Tanto, que los vellos de la nuca se le erizaron y la respiración se le volvió un resuello lento y dolorido. Nunca había sentido tanto miedo, nunca había sido tan consciente de su ignorancia, de lo pequeño de su mundo. Tenía miedo y a sus veinticinco años, era la primera vez que lo tenía.
La mujer dio un paso en su dirección.
La luz la iluminó por completo. El rostro era una luna pálida, de mejillas delgadas y demacradas, la boca torcida. El hueco de la cabeza era ahora más profundo y la sangre formaba una corona carmesí alrededor del agujero de la bala. Y había cosas que se movían dentro de la herida. Yerson lo pensó con un sobresalto de asco y de un terror tan puro que casi le hace mearse encima. Está muerta y está aquí. Y es real.
— Vete a la mierda, puta. Ya no puedes hacer nada — balbuceó.
Ella avanzó otro paso. El hueso del hombro derecho le sobresalía sobre la ropa, blanco y visible sobre la tirantez de la piel. Los ojos era un charco negro, sin expresión. La luz se reflejaba en ellos como en el agua sucia. Yerson se preguntó si realmente lo miraba. Si había vida de verdad, en ese cuerpo que se movía como impulsado por una corriente de aire misteriosa. Pero estaba allí, Lo que sea, lo que fuera que hubiera tomado la forma de la mujer, estaba en el cementerio, iluminada por la luz de la linterna. Se fijo en la forma como la ropa se arrugaba, el cabello se sacudía por las ráfagas de brisa. Una gota de sangre le resbaló por la mejilla, le rodeó la mandíbula deformada e hinchada, siguió hacia la tela de la blusa.
— ¿Qué quieres puta de mierda? ¿Que te pida perdón?
La voz de Yerson se escuchaba plana, débil a pesar de la bravuconada. El miedo se retorcía como un hilo caliente en su vientre, le apretaba los pulmones. Escuchó el zumbido de los insectos a su alrededor, las moscas que se elevaban en un espiral lento y amplio hacia el cielo cada vez más oscuro. La luz de la bombilla era cada vez más clara, más evidente. Y la figura de la mujer también. Nítida, cada detalle muy visible.
A excepción que no tenía sombra.
Fue ese detalle y no otro, el que finalmente quebró algo en la mente de Yerson. La mente rápida, afilada, astuta, de depredador. Como si se tratara de una ola, el miedo lo engulló, lo sacudió, lo empujó a un lugar de si mismo primitivo y doloroso. Se encontró saltando entre las tumbas, gritando a todo pulmón, sin importarle que lo demás le escucharan, que alguno decidiera disparar. Corrió y gritó despavorido, tropezando con ramas y tumbas en la oscuridad.
***
Yerson no supo cuanto tiempo corrió o hacia dónde. Al final, se encontró tan cansado que se dejó caer en mitad de un descampado sin tumbas y sin nada más que piedra cortada a pico. Más allá, el barrio se veía más cerca, las luces de las ventanas creando rombos de luz sobre el cercano muro blanqueado con cal. Se sentó en medio de las piedras, con el cuerpo dolorido y cubierto de sudor. ¿Qué coño había pasado? ¿Qué coño…?
No lo sabía. Ahora, agotado, desorientado y perplejo, comprendió que sólo había sido miedo. Miedo coño, se dijo limpiándose el sudor de los ojos y concentrándose en los pequeños fragmentos de luz de las primeras casas del barrio. Era miedo. Miedo…Escupió en el suelo. Había matado toda su vida, nunca se había arrepentido. Lo había hecho porque no había tenido otro remedio, porque…le gustaba. Pensó en la sensación del arma en la mano, en la dureza del metal, el olor del aceite y la pólvora. Le gustaba matar, lo hacía con gusto.
¿Y qué mierdas pasaba ahora? ¿Tenía que rendir cuentas de eso? Se río en voz alta. En la penumbra esponjosa nimbada de la luz lejana, se imaginó explicando aquel ataque de maricón a los tipos del grupo. Diciéndoles que había creído ver a una mujer que había matado. Que había dejado las herramientas perdidas. ¿Le darían otra oportunidad? Se palpó los bolsillos, al menos no había perdido la caja de cigarros o el encendedor de plástico. Le preocupó el pensamiento de regresar al barrio con las manos vacías, de tener que volver a pedir favores para que la vieja no le pasara hambre. Se llevó un cigarrillo a la boca, le temblaban las manos. Pasar hambre o matar. Su vida había sido muy simple desde que lo recordaba.
El encendedor dio un chispazo pero hubo llama. Yerson lo sacudió. Lo intentó de nuevo. Otra vez. Por fin, un diminuto resplandor azul le iluminó las manos.
La mujer le miraba tan cerca que casi pudo la forma en que la sangre le corría con lentitud por la piel abierta de la cabeza. Un gusano se movía sobre el párpado del ojo derecho en una ligera sacudida.
La llamita se apagó. Yerson se quedó en la oscuridad, petrificado por una sensación que era mucho más que miedo. Más fuerte, primitiva y violenta que el miedo. El sonido de las balas, de las persecuciones a pie, de la posibilidad de morir en la calle o en la celda. Nunca había sentido miedo en realidad hasta ese momento, en mitad de las olas de oscuridad púrpura que le rodeaba.
Escuchó al viento elevarse, un gemido lento y profundo que sacudió la tierra, que flotó entre las tumbas rotas, la muralla medio ladeada. Y también escuchó lo que había entre las sombras, lo que se reflejaba en los ojos opacos de la mujer. Lo que había nacido cuando murió al mirarlo. Lo que les unía en la vida y en la muerte. En la penumbra y gélida que lo engulló después.
***
Héctor fue el primero que escuchó el grito. Estaba nervioso — estaba petrificado de miedo, en realidad — y casi se cae en la fosa recién abierta cuando el aullido se elevó en el silencio como un estallido. El hombre a su lado se puso de pie de un salto.
— ¿Qué mierda fue eso?
La luz de varias linternas aparecieron a la vez. Un hombre gordo con la cara muy pálida y tensa se asomó desde una tumba a la derecha.
— Vino de allá.
Todos miraron la planicie silenciosa y oscura más allá de la gran explanada central del cementerio. La única farola encendida apenas iluminaba la calle central a la mitad. Más allá, sólo había tinieblas.
— Coño, tendríamos que ir a revisar…
Pero nadie se movió. El hombre alto de la tienda, el que pagaba por todo aquello, sacudió los brazos con el rostro convertido en una colección de arrugas profundas por la impaciencia y la frustración.
— Sigan en lo suyo, seguro que fue alguien que se cagó de miedo.
Los demás asintieron entre murmullos de alivio. Era un cementerio, a pesar de lo antiguo, desolado y destruido por la intemperie que estaba, pensó Héctor. Poco a poco, todos volvieron hacía el semi círculo de luz en el que se escuchaba el rápido y violento repiqueteo de la piedra al romperse. Un golpe, luego otro. Un hombre soltó una grosería en voz alta. Alguien le respondió con una carcajada de borracho. Pronto, nadie recordaba — o quería recordar — el grito o lo que hubiera sido, que había resonado en algún lugar.
Pero Héctor seguía nervioso — aterrado, más bien — y no dejó de mirar sobre el hombro mientras se aplicaba a romper la tapa de concreto de la tumba que había escogido. Un golpe, otro más. Un golpe más fuerte, otro más profundo. Un golpe firme, otro tan fuerte que hizo saltar la pieza entera. La apartó de una patada. Se secó el sudor del rostro. Miró sobre el hombro. Se quedó inmóvil, el pico apretado entre las manos, cuando distinguió a la figura que bajaba por la calle central con paso lento, la cabeza medio ladeada, el cabello despeinado por efecto del viento.
Una mujer, pensó confusamente. El pico se le resbaló entre las manos. El miedo le cerró la garganta cuando la mujer alcanzó el charco de luz del farol y le miró. El rostro pálido, los ojos muy abiertos y muy negros. Incluso a esa distancia, Héctor notó que sonreía.