Si por mí fuera, me quedaría agazapada, bajo las sábanas, quietita, ¿para qué me voy a exponer? ¿qué sentido tiene? Y otra sarta más de preguntas. Pero la reflexión culmina cuando dos instintos, uno más básico que el otro, apelan a sus naturalezas: el hambre y la aceptación. No queda más remedio que disponerse a cualquiera de los oficios elegidos, según el día de la semana, según la hora, según la etapa de la vida. Entonces me abrigo con la chaqueta de periodista, la indumentaria de docente o el atuendo de músico. Para satisfacer el hambre y la aceptación, los dos primeros. La guitarra pocas veces me ha provisto de alimento, aunque sí de unos cuantos aplausos.
Todavía no despierto del todo, y los hitos de memoria saltan como postales. Primero, pautas periodísticas, los nervios ante una nueva entrevista o reportaje, el síndrome de la página en blanco, el editor amenazando con poner un aviso en el espacio de tu texto, las correcciones que a veces van desde una coma, una viuda o una huérfana, o, peor, rehacer el texto completo, y así, Sísifo mediante, jornada tras jornada, pero con mucha emoción y nervios, se vuelve a empujar la roca, y lo que varía es el costado de la montaña. Segundo, las clases universitarias, a veces ante decenas de chicos ávidos por aprender, a veces por montones de galfaros que escogen comunicación social porque está de moda y pueden salir en los medios, y cuando el auditorio te lo permite, entregas el alma transmitiendo todo lo que sabes, sobre todo inculcando que ellos serán tus relevos y que en esto del periodismo, la ética está por encima de un texto, porque para el texto siempre habrá editores y posibilidad de reescritura, pero sin ética puedes destruir o deformar la realidad. Peor, la opinión pública. Tercero, la entrega de tu alma sin condiciones frente a un público que te escruta y espera lo mejor, y si hay algo que genera angustia de la buena, mi hermano, es estar ante decenas de pares de ojos, cautos, impávidos, que se solazan en cuanto el aire les regala las primeras vibraciones, y entonces ocurre la magia, la conexión público-intérprete que se enlaza como cordones de plata hasta que los aplausos rompen los hilos y, la verdad sea dicha, se establece la plena satisfacción de haber contribuido con algo bueno.
Me vuelvo a revolver entre las sábanas, suena la alarma e inevitablemente me despierto, y lo hago sacudiendo esos sueños que ahora pertenecen a otras circunstancias: la actual es la de migrante, que ha colgado la chaqueta, la indumentaria o el atuendo, y se calza el mandil de cocinera. Toca preparar tizanas, cafés, panes rellenos, empanadas o arepas para convencer a los viandantes de que con esto también se desayuna. Entonces ves cómo se alimentan los lectores de prensa, los estudiantes y todos los que son potenciales espectadores con el producto amasado sobre tu experiencia y tus saberes.