Abrimos los ojos: era Navidad. No había otra posibilidad, nos habíamos dormido en el Polo Norte. Lo malo era que Papá Noel se había volado la cabeza – o alguien le había volado la cabeza a Papá Noel. El cuadro daba bastante impresión. Papá Noel, ese Papá Noel que compendiaba los imitadores mugrientos, cansinos o semi-alcohólicos que nos cruzamos en nuestra fervorosa vida de acólitos de la Navidad, estaba en su living hiper navideño, con la boca abierta en una expresión tal vez cómica, vagamente gótica, que afinaba sus rasgos en una mueca que nada tenía de refinada. Un agujero negro, una mancha de pólvora sucia le horadaba la sien. Mientras digeríamos la escena un elfo trajo chocolate en taza con aire compungido y abandonó la habitación. Parecía llorar pero después entendí que era un tic. No me extraña, los elfos están llenos de tics. Alguien me dijo que los tics les venían de la indignación que les produjo su representación en El Señor de los Anillos, indignación que había producido una epidemia de hiper tensión y había dejado a varios de ellos medio tildados. Me pareció exagerado. Tampoco salen tan mal parados. Pero quién sabe cómo aspira cierta gente a verse en la pantalla grande.
Sorbimos el chocolate, incómodos. En realidad estábamos incómodos de antes. El viaje había sido un error. Si me apuran todo viaje es un error. Si me apuran un poco más todo es un error. Pero apuro no tengo, así que olvídense de lo escrito arriba. Lo que pasaba era que habíamos viajado para recuperar algo de la magia de la infancia. Sí, éramos todos esos boludazos terribles que viven pensando en la magia de la infancia, como si la magia de la infancia estuviera abajo de una alfombra y bastara levantarla para que aparezca. Y bueno, un día el más pelotudo trajo los pasajes y nos avisó que íbamos a conocer a Papá Noel. Yo dudaba pero, boludazo al fin y al cabo, por no arruinar la fiesta de los demás aplaudí entusiasmado. No describo los preparativos porque alcanzaríamos extremos de boludez que incluso a mí, que los viví, me resultarían indigeribles. Al poco tiempo salimos. Llegamos, soportamos a los elfos y sus tics, nos dormimos y a la mañana siguiente Papá Noel apareció muerto. Después me enteré de que el que compró los pasajes, el supuesto más pelotudo, hizo el viaje para llevarle tres kilos de merca a la policía finlandesa, lo que en realidad me pareció razonable y hasta simbólico: no hay alegría más infantil que la que da la cocaína. Pero en ese momento todo era confuso, ya que no triste. Alguno de nosotros – lo confieso, tal vez yo -, amagó lloriquear pero es difícil llorar por un gordo muerto con expresión de cantante lírico que no viste en tu vida. Abortado el exabrupto sentimental nos concentramos en el chocolate, que era delicioso. Y ahí fue cuando se produjo el escándalo. Uno de los elfos entró en el living en plena crisis de llanto, rompiendo regalos maniáticamente. Casi enseguida entró otro, pero éste estaba eufórico. Tomó una de nuestras tazas de chocolate y la apuró desafiante, en fondo blanco. Después empezó a los gritos, festejando que ese gordo infame y explotador había muerto. Según él se había suicidado por la culpa, ya que hacía siglos que obligaba a los elfos a fabricar regalos, el noventa y ocho por ciento de los cuales después vendía a las jugueterías. Apenas el 2 por ciento restante los repartía entre algunos pocos niños de las aldeas cercanas. El elfo lloroso estalló: “es porqué el sobrepeso no lo deja subirse al trineo. ¡¡No es su culpa!!”. Pero el elfo anti-navideño no se conmovía en absoluto por los problemas de movilidad de su ex empleador. Con gesto irónico se acercó al cadáver de Papá Noel y le retorció la nariz con violencia. El elfo llorón, enfurecido, le dio una cachetada, que pareció quedar vibrando en la habitación. He recibido tortazos toda mi vida, por lo que una simple cachetada de parte de una víctima de la histeria no me parece nada demasiado chocante. Pero al parecer entre los elfos se trata de una afrenta intolerable. El elfo anti-navideño, estupefacto, le dijo que eligiera su padrino. El elfo llorón le dijo que enseguida y se retiró. Nosotros quedamos callados, sin saber qué hacer. Cinco minutos después veíamos por la ventana cómo los dos elfos, pistola en mano, juntaban sus espaldas y comenzaban a alejarse uno de otro. Curiosamente al dar los diez pasos no giraron y dispararon sino que se siguieron alejando. Uno de nosotros, con los nervios destrozados por la suma de emociones tan fuertes y tan distantes de lo que se suele conocer como espíritu navideño, rogó que nos fuéramos, cosa que a todos nos pareció razonable. Buscamos los bolsos y nos retiramos – despavoridos aunque calmos – de la hasta ese día anhelada casa de Papá Noel. Los elfos duelistas mientras tanto, a unos trescientos metros uno del otro, seguían alejándose. No sé cuántos pasos incluirán los duelos élficos. Lo que no se puede dudar es que deben tener buena vista, cosa que curiosamente se refleja en el Señor de los Anillos. Me afirmo en lo que sugerí más arriba; evidentemente los elfos son gente muy sensible.
Subimos a un trineo y tres horas después nos sentábamos en el avión que nos retornaría a Buenos Aires, casi sin cruzar palabra entre nosotros. En Buenos Aires nadie tampoco habló de la muerte de papá Noel, ni del duelo de los elfos, ni se volvió a tocar el tema de la Navidad. De hecho, después de haber estado inmiscuidos unos en la vida de los otros por décadas, no volvimos a hablarnos. Cada uno siguió su camino como pudo, aunque eso lo supongo, ya que no volví a enterarme de nada que tuviera relación con mis compañeros de viaje. Creo que fue una decisión sana, pese a que para eso Papá Noel tuviera que amanecer con los sesos sobre la mesa de su comedor. Pero más allá de nosotros y de nuestros modos peculiares de superar etapas, a veces pienso si Papá Noel se suicidó o si lo mataron; y en caso de que lo mataran, me pregunto quién pudo haber sido. ¿Fue algún elfo disconforme, asqueado del feudalismo mágico? ¿Fue mi amigo dealer, al que Papá Noel sorprendió en alguna maniobra turbia con la policía finlandesa? ¿Fui yo, cuando me di cuenta de que no podía crecer jamás si no eliminaba ese fetiche de la infancia?
Nunca llego a ninguna conclusión, lo que por un rato me molesta bastante. Después abro una sidra, me pongo unos villancicos y me duermo en paz.