En el futuro me veo viviendo en la luna: un mono-ambiente gris con una estufa que no va a funcionar, una cocina que va a funcionar pero va a perder gas y un pelotudo de portero que se llamará Víctor pero no sé porqué siempre lo voy a nombrar como Daniel. Por supuesto no sabré otras cosas además de porqué a Víctor lo llamo Daniel; sin embargo me preocuparán menos: el efecto sobre la raza humana de la falta de gravedad, la complicación con el oxígeno, la abundancia de miembros de la NASA que con unas gaitas enormes se dedican a interpretar atronadoras baladas irlandesas (muchos, muy densos, la mayoría con interpretaciones sumamente desafinadas), el colapso del sol y con él de todo el sistema solar – en fin, la fatal entropía cósmica. Cagadas todas más complicadas que llamar a un pelotudo que se dedica a la portería Daniel o Víctor. Pero qué le vamos a hacer, a mí me va a a preocupar eso. Y me va a preocupar Daniel, perdón Víctor (aunque sospecho que el hijo de puta se va a haber cambiado el nombre para confundirme y en realidad se llama Daniel, o al menos Daniel es su segundo nombre, o en su vida alguien muy importante, tal vez su padre, tal vez su mejor amigo, tal vez su primer novio en caso de que vaya a ser gay – se llamaba Daniel) decía que en el futuro y viviendo en la luna, en un mono-ambiente gris, también me va a joder otra cosa. Me va a joder que cuando vaya a la Agrupación de Escritores Selenitas para mendigar una subvención y publicar una novela que hable sobre la vida en la luna me van a atender obsequiosamente, me van a servir café con masas o con alfajores de tamaño mediano o chico, me van a prestar brillantes revistas de actualidad donde conoceré los dramas de modelos anoréxicas y políticos con sobre-peso o de políticos anoréxicos y modelos con sobre-peso, de jugadores de polo y exploradores del polo, me pondrán de fondo músicas funcionales de sonoridad simpática aunque irritante en su insistencia, pero jamás me atenderán.
Jamás.
Eso sí, nunca me echarán, ni me sugerirán que me vaya. Estaré penosamente sentado durante horas, hojeando revistas, degustando pensativos cafés, profundizando en el intento de suicidio de un jugador de polo al que se encontró haciéndole sexo oral a su caballo o en los problemas maritales de una locutora de radio que fue descubierta por su marido practicando escandalosas posiciones del Kamasutra junto a su profesor de yoga y sus siete compañeros de curso, sin que nadie, absolutamente nadie me preste la más mínima atención. Y también sé, y no me pregunten cómo pero lo sé, aunque todavía no haya sucedido, sé que Víctor, ese hijo de puta que debió haberse llamado Daniel y que se esconderá ladino en la portería, disfrutará sádicamente de mi apacible suplicio burocrático y se asomará y sonreirá cada vez que pase por su puerta, cabizbajo, masticando la amargura que me generará haber perdido tres horas y media en el hall de entrada de la Agrupación de Escritores Selenitas, abrumado por el café, los jugadores de polo zoofílicos y la tergiversación de la tradición hindú que realizan algunas locutoras procurando camouflar sus maniobras adúlteras y orgiásticas. Ésas van a ser mis dos preocupaciones que convergen, perdón, van a converger en Víctor, en Víctor, ese pelotudo. Y me preguntaré, y también me pregunto ahora – y por lo tanto me voy a volver a preguntar, después de haberme preguntado – porque el futuro no es el futuro, sino que son muchos, indefinidos futuros – me voy a preguntar, además de porqué los tipos de la NASA en vez de investigar el cosmos se dedican – y tan mal además – a la música irlandesa o céltica y de cómo la ausencia de gravedad alterará la especie humana, me preguntaré porqué Víctor me inquieta, más allá del temita de su nombre y de que es probable que disfrute con mi imposibilidad de publicar. En el fondo es solo un portero bastante negligente, como tantos, al que le confundo el nombre. ¿No sería más importante entender porque los miembros de la NASA se consiguieron un montón de gaitas y salieron en manada a aturdir los oídos del resto de la humanidad? Sobre todo porque al no haber oxígeno no se entiende cómo se propaga el sonido. ¿Qué misterio se oculta ahí? ¿O no sería más importante entender cómo la falta de gravedad modificará en el ser humano su estructura ósea – siempre que uso la palabra ósea siento un pequeño destello de orgullo científico, por eso hablo de la estructura ósea y no de la estructura en general? Y ya ni hablemos de la entropía, un garrón del carajo que afecta al universo entero. Al universo entero, ¿se entiende de lo que hablo, manga de despreocupados de mierda? Teniendo tantos dramas o problemas graves, graves en serio, ¿por qué mi obsesión con Víctor, ese Daniel encubierto? Ése va a ser mi tercer problema: 1) el pelotudo de Víctor, 2) que la Agrupación de Escritores Selenitas me tire unos mangos para publicar mi libro lunar, y 3) entender porqué el pelotudo de Víctor es un problema clave en mi vida cuando su existencia debería resultarme indiferente, por más que un día me haya jurado sobre la Biblia – estoy seguro de que es ateo – que me iba a arreglar la estufa y nunca lo hizo. Y mientras me quiebro la cabeza, y pierdo el sueño, y me echan del trabajo porque cada vez laburo peor por no poder parar de pensar el porqué me obsesiona ese señor de la portería que no quiero nombrar y que si me viera obligado a nombrar preferiría llamarlo Daniel, pero él se empeña no entiendo porqué en llamarse Víctor, y en definitiva no me queda más que llamarlo así: Víctor, con esa V corta inicial que es una victoria rotunda sobre mi tranquilidad y mi cordura, mientras mi vida se desintegra lentamente como el cuerpo de los seres humanos por la falta de gravedad, y el universo se desintegra lentamente por la segunda ley de la termodinámica, y los pulmones de los miembros de la NASA se desintegran lentamente por el esfuerzo de hacer sonar una gaita en ausencia de oxígeno – un imposible, claramente -, y mientras el sol se desintegra arrastrando en su caída a todo el sistema solar como un borracho que tropieza e intenta aferrarse a un mantel arrastra en su caída toda la vajilla dispuesta para la cena, mientras todo este drama vertiginoso e insensato tiene lugar, Víctor sonríe.
Sí, el muy hijo de puta sonríe, cuando salgo para la Agrupación de Escritores Selenitas con un optimismo idiota y crecientemente declinante, cuando vuelvo envuelto en un halo de amargura e incomprensión, cuando no puedo pegar un ojo en toda la noche porque me pregunto una y otra vez porqué la vida de mi portero me resulta central, Victor sonríe – o sonreirá, mejor dicho. Y nunca sabré por qué, aunque sé que siempre que sonríe, aunque yo no esté, me sonríe a mí. Y después de que me hayan echado del laburo, y por lo tanto deba abandonar el monoa-mbiente gris donde fui – o seré – feliz e infeliz en la luna, ese día voy a levantar la vista y voy a mirar a la tierra, que no se va a ver majestuosamente azul como en la antigua presentación de los estudios Universal, sino que se va a ver opaca y deslucida, como si reflejara la conciencia moral de sus habitantes, y me voy a dar cuenta de qué es lo que me molesta de mi portero. Me molesta – o mejor dicho me molestará – que Víctor sonríe y merodea en torno mío porque su plan es robarme el libro y auto-adjudicárselo. Y ahí voy a entender todo, en un satori estúpido pero satori al fin, y dos de los tres problemas de mi vida en la luna se van a solucionar al mismo tiempo, aunque se convertirán en uno nuevo. Y entonces, a sabiendas del plan maligno de Victor, mi portero, voy meter el libro en una bolsa de plástico para disimularlo cada vez que voy a la Agrupación de Escritores Selenitas, y el truco me va a servir durante un tiempo hasta el día fatal en que Víctor se me acerqué subrepticio y y me diga clavando los ojos en la bolsa: “¿qué es eso?”. Y yo le conteste: “No sé. Algo que me dieron”. Y a Víctor le van a brillar los ojos, va a saludar desganado a un gaitero de la NASA que pasa por la vereda y después repreguntará: “¿pero es un libro, no?” Y yo dudaré un segundo y diré, intentando sonar despreocupado: “¿Un libro? Puede ser…”. Y entonces a Víctor los ojos volverán a brillarle, o si nunca se detuvo el brillo ladino de sus ojos el brillo aumentará, y mientras la ausencia de gravedad torsiona un poco más a la especie humana, me dirá: “sí, no hay duda. Es un libro… ¿cómo se llama?” Y yo diré: “ah, no sé. Ni idea, la verdad…” y voy a poner cara de ni idea, y voy a adoptar movimientos de ni idea, pero en el interior de mi cabeza, mientras la entropía ya entibia todo como la puta estufa que Víctor me dijo que iba a arreglar y jamás arregló, en lo más profundo de mi pensamiento – que supongo que no es espacial y por lo tanto no se puede hablar de profundidad pero bue – en el rincón más secreto de mi psiquis voy a pensar, despacito, con deleite, casi saboreándolo: “Victor, Daniel, Arturo o como te llames. El libro, que nunca vas a conocer salvo que me mates, se llama, ¿sabés cómo se llama? Se llama: “Nunca te llamaste Daniel, siempre te llamaste Víctor, pero en definitiva a quién carajo le importan los nombres…”