El fotógrafo del pueblo tenía apellido francés, el hábito de leer temprano los obituarios, y de preguntar en los velorios y entierros por la identidad del muerto. Tomaba debida nota y revisaba en sus archivos, entre las cientos o miles de fotos y negativos que había coleccionando a lo largo del tiempo, de actos públicos y privados, y de todo cuanto ocurría en el entorno -juramentaciones de directivas de clubes, juntas parroquiales, bodas, bautizos, primeras comuniones, procesiones, ferias, tormentas-, que su pasión era esa, documentar y dejar registro gráfico de la historia mínima y cotidiana de la población, hasta encontrar algunas fotos del difunto y, adecuadamente vestido de negro, se dirigía, con ellas guardadas en un elegante sobre manila, membretado con el monograma del estudio fotográfico, hacia la casa de los deudos.
Al llegar, compungido como corresponde a estos casos, daba el pésame a todos los familiares y allegados presentes y, con su acento de lejanas tierras, con erres de lengua de trapo, enseñaba a las viudas, a los hijos, a los nietos, hermanos o sobrinos las imágenes por él plasmadas cuando el difunto estaba vivo y en pleno esplendor.
Por conservar estas imágenes, las familias no escatimaban recursos y pagaban las cifras siempre exageradas que pedía el francés con aparentes descuentos de falsas gangas, e incluso compraban las opciones extras, como ampliaciones, retoques o marcos fabulosos para poder exhibirlas colgadas en la sala o habitaciones, revestidas siempre con un lazo negro, como muestra de respeto y recuerdo perenne para tan excelso y querido miembro de la familia.
La fama del francés se hacía grande y mucha gente en sus momentos más excelsos, de deslumbre social, de éxito deportivo, profesional o comercial, o simplemente rebosantes de salud y de elegancia, iba al estudio del fotógrafo, que se ubicaba, conveniente, en un salón a la entrada de su casa de habitación en el centro del pueblo, a registrar la imagen que lo mantendría vivo tras la muerte, con la facilidad de tomarse la foto ahora y que sus sobrevivientes pagaran por ella después.
Pero, no de todos en el pueblo tenía fotos el francés. Quizá no de los más pobres, de los más feos, o de los más despreocupados por una vida después de la vida. Lo cierto es que había fallas en el archivo.
La primera vez que le ocurrió, se sintió defraudado, nervioso, frustrado. Recorrió y pateó por todos los rincones de su casa-estudio buscando y rebuscando solo para comprobar una y otra vez que esa liebre se le escapaba al buen cazador que era.
No podía permitírselo.
Una excepción abriría brechas insospechadas y podría hacer que, de allí en adelante, los potenciales clientes aprovechasen para negarse a comprar esos souvenirs de los que vivía. Hasta por su buen nombre y fama debía encontrar una solución.
La solución se la dio la heráldica, la genética y la estrecha relación que por años hubo entre las familias del pueblo. Un Fernández es un Fernández y todos entre ellos se parecen. Pero también son igualitos a los Suárez, y a los Rosas, y a los Acostas, y a.
Tomó valor y metió en un sobre la foto de uno de los más hermosos y elegantes.
Ese no es.
Claro que sí. Véale, el porte, el aire de dignidad, indiscutiblemente es.
No lo era. Ellos lo sabían. Aun así, la compraron.
Poco a poco las casas fueron engalanándose con una misma foto de alguien que muy bien pudiera ser familia, pero que todos sabían que no lo era. El difunto nunca fue tan hermoso, ni tan guapo, ni tan elegante, pero cómo decirlo sin ofender, cómo hablar mal de alguien que ya murió y puede estar velando por todos desde el Cielo.
Hay quien asegura que, incluso, el francés se atrevió a ir más allá.
Se corren noticias de que, en un momento de apremio monetario, tan común en aquella época en nuestra región, valiéndose subrepticiamente de los químicos que poseía para ejercer su profesión, conservados en frascos color ámbar, etiquetados y bajo llave en su laboratorio de revelado, el fotógrafo del pueblo pudo haber apurado el tránsito de uno de sus modelos más añejos, aún sano.
Si bien, efectivamente, el mencionado sujeto, de acaudalada y reconocida familia, sin explicación médica justificable, pasó de pronto a mejor vida, con lo que el francés pudo vender a los deudos una importante colección de fotos del muerto aún en vida, en variadas poses y escenarios, tomadas a lo largo de un tiempo no despreciable, mejorando con ello, de forma oportuna su posición económica, a ciencia cierta, haciendo honor a la verdad, no podemos dar fe bajo juramento de que así, intencional o malamente, o por su intervención, haya ocurrido.
Mención de Honor XVI Concurso Internacional de Cuento “Ciudad de Pupiales” 2021.
Mantiene la expectativa en un relato muy coherente y ameno. Me gustó.