Podría sentarme en un café de Buenos Aires. Uno de esos grandes y luminosos que están próximos al obelisco y que quedaron como suspendidos en los años cuarenta, con madera encerada por todas partes y sillas tapizadas con telas a rayas, con grandes espejos tras la barra, con mozos que visten chaquetillas blancas, pantalones negros y pajaritas impecables sobre la camisa almidonada, sonrientes y con memoria imbatible.
Me sentaría en una de las mesas que da a los ventanales por donde entran las imágenes de la calle, de los autos y las aceras, de los peatones que corren o caminan apurados, apretando contra el pecho las solapas de los impermeables y los mangos de los paraguas, revestidas todas del surrealismo que da la lluvia.
Pediría un cortado y una media luna, pues sería de mañana, y podría encender un cigarrillo, porque estaría en aquel tiempo cuando estaba permitido hacerlo y, mientras espero que llegue lo ordenado, podría imaginarte, como si recordara, deambulando y curucuteando los mercadillos de segunda mano, entrando al teatro o algún espectáculo para turistas, de tangos y vinos, digamos. Me hablarías de la estructura de la ciudad, de los tipos de construcciones, de los edificios, del ancho de las aceras, tan bien diseñadas para el peatón. A escala humana, seguro me dirías. También, quizá para darme celos, de lo guapos y elegantes que son los argentinos.
Llegaría la medialuna y la bolita de manteca que han puesto como cortesía y el café fuerte y bien presentado en la taza de loza con dos terrones de azúcar blanca sobre un platillo con el logo de la cafetería impreso a colores y algún ribete dorado. Tú estarías sentada al frente y habrías pedido tostadas para untar con mermelada de duraznos y quizá té con leche o alguna otra infusión, para probar, que en la variedad está el gusto.
Hablaríamos de lo visitado, de lo visto, de lo encontrado, o de lo que podríamos visitar, la estación del tren, los almacenes del puerto devenidos en restaurantes, una sección de la ciudad a la que aún no hayamos ido o un pueblo en las afueras, Tigre, por ejemplo, con paseo en bote incluido, que en un viaje uno no comparte recuerdos, comparte planes, vivencias, impresiones.
Estarías sonriente, seguro que sí, chismeando de los otros comensales, imaginando sus vidas, de los camareros tan de fotografía, aunque, dirías, toda la ciudad, y su gente, es de fotografía, de postal, de película.
Yo habría terminado la medialuna y mi café, encendería otro cigarrillo, me pedirías también uno y, así, fumando en la sobremesa, a lo mejor hablaríamos del futuro, de nuestro futuro, de esas cosas que pensamos y no decimos.
Y estaríamos allí un rato largo, calmo. Tal vez pediríamos otro café, encenderíamos otro cigarrillo, conversando, mirándonos, soñando en voz alta, mientras la lluvia diluye imágenes por la ventana.
Podría, preferiría, sentarme en un café de Buenos Aires y pedir esa media luna y un cortado. No aquí, pasillo húmedo, deslucido y pringoso, en esta silla gris de metal plegable. Doblegado, mirándome las punteras de los zapatos, esperando sin poder fumar a que alguien salga, me señale y, con un gesto, me haga pasar a través de una puerta batiente que dice, en un letrero de cartón amarillento y reseco, con letras desvanecidas, “SOLO PERSONAL AUTORIZADO”, mientras me atolondran imágenes que vienen en remolino, de otro momento y locación.
Un auto por una autopista deteriorada desplazándose por el carril lento del canal de subida, del mar a la montaña, para enrumbar luego a la ciudad. Tránsito lento de domingo, los que vuelven de la playa tras el fin de semana. Vehículos recalentados arrinconados en la cuneta con el capó levantado en espera de que la temperatura baje y el tráfico merme para continuar, tal vez cuando ya la noche caiga.
El enjambre de motorizados que baja de las colinas y rodea a los autos detenidos, las armas al aire, la colecta, alguna amenaza de violación, los gritos de la amenaza cumplida, las carcajadas escandalosas, groseras, el disparo que retumba en el aire y luego la vulgaridad de una noticia en la página última de un periódico.
La angustia de la espera para el reconocimiento de ley, pensando, con nostalgia y alguna lágrima indiscreta que asoma, que nunca fuimos a Buenos Aires y que te habría gustado conocerla.
Del libro “El viaje inmóvil” de Arnoldo Rosas