🍅 HOTEL SICILIA, MEDIODÍA

La brisa hedionda y zamuros sobre la tapia. Los dos muchachos tirarían piedras, gritando: «Italiano, italiano, italiano». Tras el muro, los ladridos de un perro.

“SE VENDEN TOMATES”, un letrero en la puerta metálica del solar. Tomates así de grandes, manzanos, rojiverdes, como para ensalada: mozzarella, albahaca, pimienta, aceite de oliva. Un domingo al mediodía, en el Sicilia, a papá le regalaron una bolsa llena: «De la casa en las afueras, señor. Mucho terreno para sembrar y un pozo… Pruebe, pruebe». Buena gente don Giovanni; también el tiempo conociéndolo.

Los zamuros se espantarían, saltando en corto vuelo hacia algún árbol cercano: un yaque, un guayacán, qué importa.

Tal vez, el muchacho catire quiso entrar. El moreno lo ayudaría a subir. «¡Cuidado con los vidrios!»

Ya en lo alto, volvería a gritar: «Italiano, italiano, italiano».

El Sicilia, casi todos los domingos, para que mamá no cocine.

Paredes forradas en madera. Techo raso machihembrado. Poca luz, que afuera sobra de tanto sol. Aire acondicionado frío, frío, frío. Y el silencio: Sólo el ruido de los vasos y cubiertos. Sólo las palabras justas para ordenar. Sólo, cada cuarto de hora, cada media hora, cada hora, las campanas del reloj de péndulo.

La mesa de la esquina: mantel a cuadros con su vidrio de protección. El refresco reventando espumas sobre una gran pieza de hielo blanco. Los olores de las salsas, del aceite de oliva. «Espagueti boloñesa para el niño, señor Giovanni».

Desde lo alto del muro, el catire vería la casa, la plantación de tomates, el polvo amarillento que el viento levanta.

«Llámalo de nuevo», diría el otro.

 «Italiano, italiano, italiano».

Espagueti boloñesa. Bisté a la milanesa. Osobuco con brócoli. Con la bandeja en la mano, sonríe. Sonriente y renco don Giovanni. Una coz de mula que le salvó la vida durante la Segunda Guerra: Una semana de hospital, suficiente para no ir hasta Rusia de donde ninguno regresó.

Y en la barra, la doña. Así, sin nombre, de negro puro hasta lo inimaginable. Callada, muda, silente. Sólo con los ojos habla. Pero la entiende muy bien don Giovanni. La entiende muy bien el niño blanco pálido de cachetes colorados que a veces baja de los altos, de las habitaciones, por las escaleras de caracol que separa al restaurante de la recepción del hotel.

«Anda a jugar con Enzo».

Jugar con Enzo es estar quietecitos mirando la pecera y los peces de colores hasta que se va de nuevo por la escalera de caracol a los altos, a las habitaciones.

«Hoy tenemos cassata».

«Aquí no hay nadie, Jesús».

«Salta que ese italiano es sordo».

Pero la hediondez…

Y el perro…

De todos modos, entraría. A lo mejor los dos, no sé.

Oirían el ruido fresco del agua saliendo perezosa de una larga manguera, oscureciendo la palidez de la tierra.

Y los ladridos.

Verían las estructuras de palos y alambres donde se enredan los tomates gritando su rojo furibundo sobre el verde intenso. El camino engranzonado que va del portón a la casa donde hay un pastor alemán encadenado.

«Italiano, italiano, italiano».

Y el cadáver…

Mamá lloraría regando sus rosales.

Papá iría al velorio, daría el pésame a Enzo y a la doña. Excusaría mi ausencia.

El hotel: “CERRADO POR DUELO”.

Tres días estuvo al sol y los zamuros.

Solo.

Apenas el perro encadenado.

Enzo tendría su eterna palidez callada en la funeraria: Cirios de cera encendidos frente a cada esquina de la urna. Coronas de flores de amigos, clientes, proveedores. Señoras de negro sólido que lloran y gimen sin consuelo. Un calor que no calma las lentas aspas del ventilador del techo.

«Santa María.»

«Ruega por nosotros».

«Nos pega». La cerveza helada en la botella ámbar como único testigo en el rincón. La pecera a su espalda con los peces rojos y los peces plata y los peces azules yendo y viniendo indiferentes. Dos campanadas para marcar la media hora. Mi dedo dibujando con la humedad que se escurre de la cerveza sobre el vidrio protector de la mesa. «¿Quién?». «El viejo, quién más». Se queda callado como de costumbre.

Algunos concurrentes conversarían afuera huyendo del calor. Se secarían las frentes con pañuelos blancos. Se abanicarían con algún periódico o revista. Alguien contaría un chiste en voz baja. Más de uno se preguntaría por qué tardaron tanto. «Tres días. Qué cosas».

«Madre Inmaculada».

«Ruega por nosotros».

El frío, frío, frío del aire acondicionado. El aroma de las salsas. La botella ámbar en el rincón como testigo. Ahora Enzo mira al techo, las vetas, los nudos, las junturas de los listones de madera. Bebe un sorbo de cerveza. «Pero hablemos de otra cosa: El viejo sólo quiere a sus tomates». Una campanada del cuarto de hora. Otra vez el silencio.

Alguien ofrecerá café. Negro. En vasos plásticos. Caliente, bien caliente, para espantar el calor y el sueño. Y galletas. Seguramente de soda.

«Espejo de Justicia».

«Ruega por nosotros».

La doña. Las cuentas del rosario, el crucifijo, entre los dedos mustios. Un bozo fino. Las cejas gruesas. Triste y callada.

«Murió de un golpe en la cabeza», diría algún señor recostado a la puerta, ante la pregunta de un viejo conocido. «Se caería, quizá. Así son las cosas».

«Torre de Marfil».

«Ruega por nosotros».

Seis campanadas retumban en la soledad del negocio. Apenas nosotros en la esquina de siempre. Dos botellas ámbar sudando hielo sobre la mesa. El aroma de las salsas que se fugan desde la cocina. El camarero acomodando servilletas, cubiertos, sillas. «Tiene otra». «¿Quién?». «El viejo, pues. Una trigueña joven de ojos amarillos». «¿En serio?»

«Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo».

«Ruega por nosotros».

Seis hombres con trajes oscuros cargarían la urna.

Llantos y gritos. Algún gemido.

Un cura de origen español dirigiría el cortejo. Un joven monaguillo de hábito rojo esparciría olores extraños con un incensario de plata.

El bochorno de la tarde.

El doble de las campanas.

Mamá se santiguaría en la casa con los dolores del amigo muerto y el reumatismo.

Papá caminaría lento tras el grupo, con los lentes oscuros que ocultan los enrojecidos ojos.

«Tú sabes, él vivía solo en la finca», comentaría alguno de los hombres. «La mujer y el hijo se quedaron aquí, en el hotel. Vainas, ¿no?».

La doña en la caja saca cuentas minuciosas. Enzo fuma un cigarrillo largo de marca extranjera. Yo miro los peces multicolores. Cuatro botellas se acumulan en la mesa. «Lo odio, compadre». «No seas huevón, hermano».

En el cementerio, la misa.

Los hombres mirarían al suelo con los brazos cruzados. Las mujeres, quizá, con pañuelos blancos para secarse las lágrimas.

Dos o tres hombres, alejados del grupo, fumarían. «Un golpe contundente. Con una pala». «¿Un ladrón?». «No. Todo estaba completo. La policía sigue investigando».

Tal vez, entonces, se oirían las sirenas de las patrullas. Detectives, lentes oscuros, chaquetas de cuero, pistola en mano, entrarían en carrera con la última bendición del cura…

Podría terminar estas páginas, ante el estupor de todos los presentes, con el arresto de Enzo, o de la doña, o de ambos…

Prefiero dejarlos con su dolor, en el cementerio, mientras el cielo se tiñe con el ocaso…

O, mejor. Un domingo. Al mediodía. En el Sicilia. Para que mamá no cocine. Con el frío, frío, frío del aire acondicionado. Mirando en silencio los peces de colores…

Agregar un comentario

Síguenos en:


Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

Los artículos más visitados: