De nuevo miró el reloj digital en la mesa de noche. Apenas un minuto más que la última vez. ¡Tanto dura un minuto! Pero la vida…
Rezar.
Mamá recomendaba rezar. Todo lo necesario. Hasta conciliar el sueño. Pero el repertorio es finito. Y, el reloj: estático.
Suspiró, dándose media vuelta en la cama, cubriéndose hasta la coronilla con las sábanas.
¡Me cago en los hoteles cinco estrellas!
En cada rincón de la casa había estampas de santos con flores siempre frescas como homenaje, y velas alumbrándolos. Las flamas lo encantaban. Lo mantenían en éxtasis con su embrujo fascinante. Podía pasar horas contemplándolas, vislumbrando imágenes, películas completas que nadie más comprendía en los movimientos, en los colores de la candela, en el humo que se desprendía hacia las cañas bravas del techo, en el crepitar de la cera derritiéndose.
Viajes de negocios.
¡Me cago en los viajes de negocios!
Ciudades ajenas. Países lejanos. Hoteles cinco estrellas. Cenas de compromiso. Calles con nombres impronunciables. Camas confortablemente incómodas. Relojes que no avanzan.
El cura del internado también le aconsejaba rezar. Recapitular los pecados del día. Arrepentirse, prometer con convicción no volver a caer. Entregarse a la protección misericordiosa de la Virgen.
También allí había santos, flores y velas.
Velas, velones, cirios, perennemente flameantes, con su poder hipnótico, hechicero, donde se perdía alelado durante las preces y la exposición del Santísimo, y todos creían en su profunda piedad, en su fe inconmovible.
Ciudades ajenas donde pasaría desapercibido si no fuese notoriamente un extranjero, huésped de un hotel con exquisitas decoraciones impersonales, televisores de múltiples canales y películas de pago, conexión a internet, ducha con treinta posiciones.
¡Me cago en el puto confort!
Giró bajó las sábanas y miró al despertador: los dos puntos titilantes en el medio de los números confirmaban el funcionamiento, sin embargo…
Después perseguía camiones de bomberos.
A veces sólo llegaba a ver cuando bajaban a un gato que se enredó en las ramas de una acacia o a observar el rescate de gente atrapada en un ascensor; pero en otras había suerte: incendios en fábricas de colchones, en empresas clandestinas de explosivos, en galpones atiborrados de químicos inflamables, con candelazos inextinguibles por días enteros.
Entonces se apostaba a admirar boquiabierto y una paz de incienso le recorría los pulmones, cada alvéolo pulmonar, y se difuminaba por el torrente sanguíneo a cada tejido, a cada célula, y eso era la Gloria.
Portarse bien.
Seguir las normas en la casa, en el internado, en la universidad, en la vida tiene sus recompensas – una buena mujer, una hermosa hija, un buen trabajo – que Dios premia a los suyos y nunca falta el pan de cada día, aunque haya que viajar.
Perder días, semanas, a veces meses en ciudades tan grandes, tan medianas, tan pequeñas, tan hermosas o tan desbarajustadas como ésta, llena de basuras y pajonales a diestra y siniestra, donde una chispa la encendería por los cuatro costados como dicen que Nerón hizo con Roma.
¡Todo un espectáculo!
Llamas. Candelas. Edificios retorciéndose en renegridos llantos. Aromas de chamusquina.
¡Gente!
Gente derritiéndose como plástico. Evaporándose. Sublimándose en vapores de ceniza.
¡Ah! Quién lo viera.
Pero la vida es tan corta y, en cambio… Apenas un nuevo minuto en el reloj.
¡Apenas!
Ya el reporte de viaje está hecho. Nada pendiente. Nada por hacer. El negocio, como de costumbre. Participación de mercado. Inversión publicitaria. Ventas por vendedor. Ventas por personal asignado. Gastos dentro de presupuesto.
¡Me cago en los reportes de viaje!
Misa los domingos, los primeros viernes de cada mes. Comunión y confesión, que algún error cometemos, que somos débiles, pero Dios es amor y todo lo perdona.
Velas a la Virgen. Velas a san Antonio. Velas a las Ánimas Benditas.
Una vez se atrevió.
Una muñeca que la hija dejó mal parada en el escritorio. Acercó la brasa del cigarro a los rubios cabellos de nailon. En un santiamén se recogieron crepitantes, humeando maravillas.
Después tuvo miedo.
Miedo de lo que podía llegar a hacer. De lo que su mujer y su hija pudieran llegar a pensar. Tomó la muñeca, la escondió bajo llave en la gaveta más atiborrada del escritorio y corrió a comprar una nueva para reponerla antes de ser descubierto.
Evoca la ocasión con frecuencia.
No quisiera más muñecas. A lo mejor un perro. Un perrito pequeño. Un poodle. Un terrier. Un píncher. Verlo en llamas como un bonzo. Ladrando. Gañendo. Quedando mudo entre los hedores de parrilla, de pelos y piel carbonizada.
A lo mejor, aquí, en la intimidad de una habitación de hotel. Durante un viaje. Pero estos hoteles están plagados de detectores de humo, de extintores de incendio, de amantes de los animales, de protectores de ballenas en vías de extinción.
¡Me cago en todos ellos, carajo!
Miró de nuevo el reloj. Nada. Ningún avance. Y la vida es tan corta. ¡Algo hay que hacer! ¡Ni de vainas seguir dando vueltas inútiles en esta cama! Por lo menos fumar, no joda.
Se levantó.
Fue hasta el seibó y sacó de la gaveta la cajetilla de cigarros y encendió uno. La flama del encendedor se le antojó amorosa. La paseó de arriba abajo en círculos, en elipses que permanecían impactándole la retina después de haber desaparecido.
Una ciudad en llamas.
Un mundo en llamas. Un planeta entero en ignición. Una obra memorable. Una razón de ser… ¿Y sí lo provocaba? ¿Si dejaba de ser pasivo? Un minuto es tan largo y la vida tan corta. Aquí, quién sabe de él. Unos clientes impersonales como cualquier otro cliente.
Y es tan sencillo.
Basta que una chispa impacte el pasto seco. Que alcance los basurales, la gasolinera de la esquina.
Y está por irse.
Pasado mañana. O mañana mismo, si le apetece. No hay temas pendientes.
¿Y mamá?
¿Y mi esposa?
¿Y mi hija?
¡Nunca lo sabrían!
La distancia. La ausencia de testigos.
Se miró en el espejo: una excitación irreconocible le rielaba en los ojos, en el tizón del cigarrillo prendido en su boca.
Otro él.
Más joven. Más vital. Invencible.
¡Me cago en los cobardes, no joda!
Apagó con energía el cigarrillo en el cenicero de vidrio. Con decisión se vistió, se calzó, tomó los cigarros, el yesquero, se aprestó a salir. Una pequeña vacilación le hizo temblar la mano en la manilla de la puerta:
¿Y Dios?
Al instante se sobrepuso.
¡Dios! Dios es perdón. Misericordia.
Mi obra será su homenaje, el sacrificio redentor, la vela del exvoto, el cirio que alumbra en las hornacinas, la flama que redime en los altares.