MEMORABLE.

MEMORABLE
ARNOLDO ROSAS

A las cinco y media de la madrugada se encendió el televisor anunciando la hora de levantarse. El ruido y el resplandor la inquietaron ligeramente en la cama. Giró sobre sí misma, poniéndose boca abajo, y sacudió manos y pies como si nadara de pecho entre las sábanas. Abrazó la almohada, la pasó hacia atrás de la cabeza, apretándose con ella la nuca y los oídos para amortiguar la voz engolada del locutor que desde la tele transmitía las noticias. Un minuto después, gruñó con desencanto y, con violencia, se sentó de vista al clóset. Sin pensarlo más, se  levantó. La luz pálida del amanecer irrumpía impúdica por las rendijas de la persiana vertical que cubría la ventana, alumbrándole el camino al baño. Abrió las llaves de la ducha para entibiar el agua y, mientras esperaba, se posó en el váter a orinar y evacuar, con la convicción profunda de que hoy, sí, sería un día memorable.
— ¿Un día memorable?
Ajá. Así sintió: Memorable. 
Estaba harta de que las mañanas, las tardes y las noches transcurriesen secuenciales, sin más diferencias que las que marcan el cambio lumínico al ir o regresar del trabajo, de lunes a viernes, o la programación televisiva  durante el ocio de los fines de semana. Muchas veces ha intentado torcerle el curso a las horas, pero alguna fuerza telúrica, poderosa y desconocida, hace que el rumbo se reoriente y el río de su vida permanezca manso y tranquilo en el cauce mil veces trajinado. Por ejemplo, en lugar de tomar el autobús que la lleva a la estación Chacaíto, donde habitualmente se apea y agarra el metro hasta Capitolio para después caminar la cuadra escasa que la separa del bufete de abogados donde trabaja, se monta en otro autobús que la lleve a la estación Altamira. En el trayecto, la radio informa de una manifestación de empleados públicos que tranca la vía a lo largo de la avenida Francisco de Miranda. Entonces el autobús se desvía y, en lugar de seguir hacia el Este como corresponde, dobla hacia el Norte, deteniéndose invariablemente en la estación Chacaíto. El chofer grita de mal humor: ¡hasta aquí llego y me devuelvo!; el que quiera se baja, si no, ya sabe, no hay paso más allá. 
En otras ocasiones decide no almorzar el consabido Menú Ejecutivo que ofrecen a precio módico en el restaurancinto al que suele acudir diariamente en la planta baja del edificio donde está su oficina. Ordena una crema de cebollas y un centro de lomito con yuca – lo más costoso de la escueta carta -; pero, quizá por la inercia de la costumbre, Manolo, el mesonero que consuetudinariamente la atiende, le dispensa el consomé de pollo, la pasta al pesto con plátanos fritos, el flan casero que pauta la oferta del día. ¡Ay, señorita, mil disculpas! Como siempre pide el Menú, uno se confunde. Cómaselo que está delicioso. Y mucho más barato que lo demás. ¡Y fresquecito!  Que se lo digo yo que siempre estoy vigilando la cocina. Y, ¡qué remedio! 
En alguna oportunidad ha intentado tentar la suerte: esconderse en un cine hasta muy tarde, entrar en algún bar, pedir un copa, esperar a que alguien le invite un coctel, y negarse a ir al encuentro del hombre casado con el que mantiene una relación oculta desde hace varios años. Inventarle una excusa cualquiera y dejarlo con las ganas. Sin embargo, termina a las puertas del hotelito de sus citas, y sube las escaleras, y repite el ritual que con su amante siempre repite. 
  • ¿De verdad? ¿Ha sido así? ¿Lo ha intentado?
Ajá. Pero hoy, al sentarse en el inodoro, tuvo la certeza contundente de que sería un día distinto, uno que no podría olvidar. Por eso se bañó con melindre y esmero, lavándose la cabeza con champú y acondicionador, tarea que tenía más que reservada para los domingos, cuando había tiempo de sobra.
Al salir de la ducha, el sol salpicaba rabioso el vestier y la habitación, indiferente a las barreras que pudieran ofrecerle las persianas y las paredes que, desde la ventana, lo separaban de esos espacios. La voz del locutor del noticiero, entrevistando a un político que hacía maromas para justificar la reciente nacionalización de las empresas eléctricas, rebotaba contra los muros, el techo y el piso de cerámica, resonando con ecos de ultratumba. Se enjugó el torso, los brazos, las piernas y los pies con meticulosidad y, desnuda frente al espejo que recubría de extremo a extremo la pared del lavabo, se dispuso a moldearse el pelo con  cepillo y secador. 
Esperó que el flujo del viento estuviera a la temperatura correcta, observándose sin piedad las texturas de la piel en las diferentes zonas del cuerpo. Unas veces pensaba que no estaba mal para ser una mujer próxima a cumplir cuarenta años, y otras se recriminaba por no haber prestado más atención a los cuidados que su cutis merecía. Quizá, si se hubiese humectado cada noche, si no se hubiese expuesto tanto a las inclemencias del trópico…- se decía con un rictus de amargura dibujado en la boca -; pero de inmediato sacudía la cabeza y con orgullo comentaba que, a pesar de todo, aún levantaba piropos y recogía miradas lúbricas en la calle, sin mencionar cómo su amante se ponía en cada encuentro, con sólo verla soltarse el sostén. ¡Y con razón!, reafirmaba, aprobando la estampa que se reflejaba en el espejo. 
  • Eso es verdad. Aún es bella.
Comenzó el secado del cabello por el lado izquierdo. Enroscaba en el cepillo algunos mechones y le aplicaba el aire cálido con movimientos continuos de la muñeca. Una y otra vez, hasta que el pelo caía sin ondas y con volumen. Un trabajo paciente y metódico, que hay que hacer sin saltarse ni un rizo: para lucir, hay que sufrir. 
Todavía se afanaba con aquella área de la cabeza, cuando el secador hizo  amagos de morirse, y volvió a soplar más fuerte que antes, y dejó de trabajar de manera repentina. Tal cual, se acallaron las voces del locutor y el político en la televisión, dejando un vacío tenso en el ambiente. Se fue la luz,  se dijo. ¡Maldito gobierno! No terminó de murmurar la frase cuando  la electricidad regresó con fuerza. El televisor habló con estruendo. El secador sopló iracundo. Hubo chispas en el tomacorriente. Sintió calambres en la espalda. Un hormigueo en el cuello. Una torsión en el cerebro. Y la luz se fue de nuevo, dejándola inmersa en la terrible oscuridad del apagón.
— ¡¿Oscuridad?! Si era de día. Si el sol de la mañana inundaba la pieza. Tú lo dijiste: «indiferente a las barreras de la persiana y las paredes». ¿Cómo iba a estar a oscuras?
También ella se extrañó. Si es de día, se dijo. Si hace un momento el sol entraba a chorros por la ventana. Pero la oscuridad estaba allí y la envolvía de arriba abajo, de izquierda a derecha, de la cabeza a los pies, desnuda-desnudita como estaba en el vestier, frente al lavabo, aún con el pelo húmedo y a punto de cumplir cuarenta años. 
Una oscuridad tan fuerte, tan densa, tan pesada que le impidió avanzar hacia el cuarto, hacia la ventana. Como si una mano invisible y extraordinariamente fuerte la retuviese clavada en el sito, impidiéndole incluso pestañear, respirar, abrir la boca para gritar. Como cuando niña le sobrevenían ataques de asma. Siempre ocurrían de noche y se despertaba sobresaltada, con un pito atragantándosele en la garganta, taponeándole la tráquea, amoratándola hasta que papá llegaba a la carrera y le aproximaba el inhalador y le aplicaba los dos bombazos de esteroide que paulatinamente le devolvían la capacidad de respirar.
De pronto, un caleidoscopio de colores surgió en la negrura de la habitación…
— ¡¿Colores?¡ ¡¿En la oscuridad?! Eso es un sin sentido. Los colores requieren luz, son luz. No hay manera de tener colores en la oscuridad. Cualquiera que haya cursado bachillerato sabe eso. Cualquiera.
Y, por supuesto, ella lo sabía. Educación Artística había sido su materia favorita. ¿Cómo puede haber colores en la oscuridad?, se preguntó. Y, ¡tan vivos! Imposible. Pero allí estaban. Saltando, alternándose en la nocturnidad de la mañana como fuegos artificiales en Disney World.  Ella sentía que eran hermosos, e intentaba definir qué figuras evocaban. Decidió que eran flores. Flores titilantes. Cayenas. Ixoras. Gardenias. Petunias. Dientes de León. Y escuchó una voz.
— El televisor, supongo.
No. Seguían sin electricidad. Era una voz que se escuchaba, pero no salía de ninguna parte, como si le hablaran directamente en las inervaciones del tímpano. Creyó reconocer en el tono a su padre, con esa gangosidad de tabaco que tuvo en los últimos tiempos. Sin embargo, tardó en entender las palabras. ¡Dos deseos! Eso me dice. ¡Pídeme dos deseos! Y se rio. Una risa de ¡sí se me ocurren tonterías!: Papá ofreciéndome regalos, cuando nunca pudo comprarme ni una muñeca. ¡Qué locuras! No obstante, la voz insistía: ¿Qué pierdes? Pídeme dos deseos. Las flores luminosas se alternaban en la oscuridad girando como galaxias, en elipses recurrentes, y se dejó hipnotizar por el espectáculo, arrullada por la voz que le apremiaba: ¡Anda, di! ¡Sólo dos! ¡Puedo complacerte! Y se sorprendió al oírse decir en susurros: Viajar. Sí. Siempre he querido viajar. Conocer mundo. Ciudades de postal. ¿Y el otro deseo?; le dijo la voz acompasando el baile de las luces multicolores. ¿El otro? No sé. Viajar y… ¿Puedo pedirlo después? ¡Seguro, cuando quieras!, escuchó que le respondían al iluminarse de nuevo la estancia y pudo verse en el espejo.
Le fascinó el peinado, el maquillaje, la blusa azul marino, el bluyín, la correa de cuero curtido, el collar de perlas que lucía, pero, por sobre todo, la emocionaron los zapatos que calzaba: unos U.S. Keds. Idénticos a los que siempre quiso tener en su adolescencia y que la falta de recursos le impidió comprar. ¡Guao!, exclamó.
— ¡Qué disparates dice! ¿Ropa? ¿Peinado? ¿Maquillaje? Si estaba desnuda, recién bañada y secándose el pelo antes del apagón.
A ella no le extrañó. Le pareció natural estar así como estaba y, sin darle más vueltas al asunto, agarró su cartera y se dispuso a salir.
Afuera había una ciudad hermosa y añeja, cruzada por un río helado, sembrada por doquier con torres de piedra e iglesias coronadas con cúpulas de bronce reverdecidas de tiempo, donde las cigüeñas pernoctaban tras cumplir su misión de transportar por el mundo bebés por nacer. Le recordó a Praga.
— ¿A Praga? Si ella no conoce Praga.
Quizá sí. De fotos, de películas, de sueños. No sé. Pero se la recordó. Caminó por veredas estrechas y húmedas. Llegó a un puente de piedras musgosas y, recostada al brocal, contempló la copa de los árboles, las techumbres de los viejos edificios y retazos grises de cielo reflejándose en el río. Cruzó al otro extremo de la ciudad y entró a una plaza atiborrada de artistas que cantaban melodías melancólicas, dibujaban paisajes de ensueño, representaban escenas de circo, simulaban estatuas famosas. Compró mandarinas a una anciana que le picó el ojo al cobrar. Se fue comiendo a gajos su fruta hasta que las campanas de un tranvía la llamaron, invitándola a embarcar.
¿A dónde va?; preguntó a un colector de mirada fiera y rostro pétreo que se apostaba en la puerta. A Constanza, por supuesto; respondió el hombre extrañado de la pregunta. A dónde más podría ir. Sólo a Constanza va esta ruta. ¿Constanza? Nunca escuché hablar  de ese sitio; le comentó ella llevándose un nuevo gajo de mandarina a la boca. ¿Dónde queda? El colector la miró con ojos mudos, se encogió de hombros, y precisó: Más allá del Guayamurí. Bastante más allá.  Al oírlo, a ella le pareció sentir cómo se perfilaba con trazos firmes y perfectos una pequeña población de algarabía plácida y remansos de fuego. Viva y quieta. Atolondrada y  precisa. Pudo verse recorriendo esas calles tenues y rudas, esfumándose en la calina vaporosa de la madrugada. Embelesada por esas imágenes, se subió al vagón. Ah, si él estuviese conmigo, exhaló al sentarse contemplando el paisaje por la ventanilla.  La campana del tranvía alborotaba colores de mamey y pitahayas al alejarse en el crepúsculo.
— ¿Se fue?
Ajá.
— Entonces, ¿no viene?
Yo que usted, no la esperaría.
El hombre bajó la mirada, curvó la boca con un gesto triste, y dio cuatro ligeros movimientos afirmativos de cabeza. Suspiró:
— Pensó en mí al alejarse, quizá vuelva…
De pronto, como si una iluminación lo sorprendiera, alzó los ojos y me miró inquisitivo:
—Y, tú, ¿cómo sabes todo lo que me has contado?
Ya no escuchó la respuesta. Apenas un breve silbido seco de metal filoso sesgando el aire, un breve silencio, la campana de un tranvía invitándolo a embarcar.



    • ARNOLDO ROSAS (Porlamar, Venezuela 1960). Perteneció al Taller de Narrativa del Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos” (1981-1982). Sus trabajos han merecido diversos reconocimientos y algunos de sus textos están incluidos en importantes antologías de narrativa venezolana.  Ha publicado los libros de relatos Para enterrar al puerto, Olvídate del tango, La muerte no mata a nadie, Sembré los muertos y De amores y domicilios; la novela corta Igual, y las novelas Nombre de Mujer, Uno se Acostumbra, Massaua y Un taxi hasta tus brazos.

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