🪶 NEVERMORE

A Chris Pownall

A David Hawkins

Ni un solo cuervo amanece en la Torre de Londres. 

Tras constatarlo y reverificarlo, con idas y venidas, subidas y bajadas, sobreponiéndose al estupor, el jefe de los Beefeaters levanta el teléfono privado de su oficina, marca el número en el teclado digital, solicita al director del MI-5, e informa. 

Sí, estoy seguro. Ni una pluma; confirma con voz trémula ante la repregunta obligada; y se activa el procedimiento establecido desde hace siglos, desde el momento mismo en el que se supo que la desaparición de los cuervos preludiaba la destrucción de la monarquía; y que un equipo multidisciplinario de expertos actualiza cada lustro, entre las bromas típicas del humor cáustico británico.

Los treinta y cinco Yeomen Warriors ocuparon sus sitios, dispuestos a ejecutar el plan de rigor, apremiados por la hora de apertura y la llegada de los cientos de turistas del mundo entero que a diario suelen visitar la fortaleza para admirar las joyas de la corona y sentir escalofríos vislumbrando en las mazmorras los suplicios que padecieron los traidores y dos de las esposas de Enrique VIII. 

Así, seis cuervos de cera  – que para los efectos habían sido encargados al Museo de Madam Tussaud`s – fueron ubicados de inmediato en los lugares correspondientes, mientras ensamblaban y activaban los animatrónics japoneses, reales trasuntos de los desaparecidos, pero que requieren tiempo para su adecuado funcionamiento, y, a ojos ajenos, antes de las nueve, todo debe transpirar normalidad. 

Scotland Yard destacó a los mejores agentes para explorar y detectar posibles cebos envenenados entre las hojas de la grama de los jardines, trampas sonoras que espantasen a las aves desde las inmediaciones, virus inoculados con esporas en la neblina que cae puntualmente a las cinco de la tarde. 

Como langostas acabando con los cultivos de África, recorrieron de cabo a rabo la edificación y sus alrededores. Ningún indicio de terrorismo o conspiración pudo ser ubicado. 

Ya de salida, bajo un tímido sol que no entibiaba el aire, pudieron observar cómo los pajarracos de cera se derretían dejando un pálido recuerdo de humedad sobre la grama.

Aún imperfectos, los animatrónics fueron distribuidos para recibir a los turistas. 

En ese mismo instante, llamados por las autoridades, los más connotados ornitólogos del Reino Unido y los innumerables miembros de la Real Sociedad para la Protección de las Aves concurrieron para atraer de vuelta a los pájaros perdidos o, en todo caso, para que nuevos habitantes llegasen, así tuviesen que perder los ojos en el intento. 

Sólo un joven Boy Scout pudo concretar un aporte: cuatros ejemplares disecados que le había dejado su abuelo en herencia.

Oportuno donativo. 

Justo a tiempo para remplazar parcialmente a los robots japoneses que a  las dos de la tarde se evaporaron como si un rayo misterioso los hubiese alcanzado. 

No obstante, a las cuatro, una brisa del sur se llevó como cenizas inasibles a las cuatro figuras de taxidermia. 

No volverán; susurraron contritos las decenas de fantasmas que recorren los pasillos de la torre, haciéndose eco de los pensamientos de los guardianes, naturalistas, detectives y demás involucrados.

Al confrontar la evidencia, el ánima persistente de Tomás Moro cayó de nalgas, acodó los brazos en las rodillas, alzó la cabeza entre las manos y, ahora sí, después de tantas centurias de preservar la esperanza, se contempló el cuerpo defenestrado con la tristeza del que pierde sus utopías. 

Poco antes de las diecinueve horas, asumiendo lo inocultable y perentorio de los hechos, el Primer Ministro deja su residencia en el Nº 10 de Downing Street y acude presto al Bookingham Palace en la negra y rutilante limosina oficial, ataviado con levita y sombrero de copa, como corresponde vestir al proceder a notificar una tragedia que ya recorre el mundo. 

En sus recamaras, en la mayor privacidad, frente al espejo donde ultima los detalles del maquillaje para la gala de la noche, la Reina escucha impávida el reporte preciso que sale de los labios mustios del Jefe de Gobierno. 

Con la flema predecible que da su investidura, la monarca termina su arreglo, sin despedirse siquiera del dignatario. 

Al calzarse la corona, se contemplará con nostalgia, y en los ojos se acumularán gruesas lágrimas que enjugará con disimulo. 

No faltará quien diga que se le escuchó balbucear en esas horas finales, entrecortada, monocorde, como si recitara, la recurrente letanía del famoso poema de Edgard Allan Poe.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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