“Su color: un perfume”
José Balza
Tu cuerpo escondido entre las sombras alargadas de las tres de la tarde. Sábanas estrujadas, dispersas por el cuarto, ceniceros atiborrados de colillas, una pantufla al lado de la cama, ropa interior sobre la banqueta, las flores siempre frescas frente a la foto amarillenta de Juliana, el tubo de pintura de labios sobre la alfombra, el bolígrafo en la hoja del cuaderno: «Te recuerdo en agosto porque eres calor y playa».
Edificio nuevo y casas viejas rodeándolo. Recién bañado llego: pelo húmedo, ropa limpia, zapatos brillantes, los libros bajo el brazo y los nervios explotando. El ascensor y uno, tres, cinco, siete y la sacudida. Abres la puerta: la transparencia de la bata hace tragar saliva, mirar hacia el piso. «Pasa». Me asaltan el plástico, el metal, el vidrio; añoro la familiaridad de las telas de araña, los pisos de cemento y losas rojas, la madera en los techos, me hacen falta las cayenas y los jardines interiores. «Siéntate, ¿quieres café?» Uno se hunde en los cojines, observando las líneas, los colores, las formas de los cuadros de las paredes, con los libros en las rodillas, sin saber qué hacer con las manos. La taza está caliente y el café intragable. «Vente, vamos para allá». En la mesa de fórmica se apilan cuadernos, libros, revistas de modas. Pasamos la tarde deshaciendo polinomios con Ruffini. Olvido las equis al cubo, al cuadrado, tras el olor extraño y grato del cuerpo, de tu mano sobre mi rodilla. «¿Es así?». No respondo, estoy perdido, disimulando la mirada que se escapa hacia el escote, hacia la claridad amarillenta de la piel. «Ya es tarde, mejor te vas, papá está por venir». «Bueno, sí, está bien, mejor me voy, nos vemos, hasta mañana…» «No seas tonto, chico, ven acá, dame un beso».
Ando y desando hasta el cansancio la cuadra que separa nuestras casas bajo el sol corrosivo de la tarde. Ya me es familiar y necesaria la pelusa de la alfombra, la frialdad del semicuero del sofá, la fantasía con que tejes historias sobre el paradero de Juliana, la lentitud con la que recorres mi espalda con tu lengua, la furia del mordisco en mi cuello, la hermosura del éxtasis, la tranquilidad del después, la ternura del último beso: «Hasta mañana».
Comenzaron las fugas a la playa. A escondidas, sin aviso, nos íbamos hasta el malecón, hasta la bahía, pensando cómo explicar después el color remarcado en nuestra piel; pero una vez allí, corriendo por la arena, salpicando agua – «¡Mójate, no seas cobarde!» «¡Qué fría está!» -, no pensábamos en nada, sólo en reír.
Alguna vez Juliana invadía el paraíso. Tu cabeza en mi pecho: «Por qué, por qué… no me dejan en paz… el otro día encontré a Margarita y a Altagracia hablando de mí, de nosotros, cambiaron el tema cuando llegué, pero oí que decían: “Es igualita a la madre, una puta; un día de estos se escapan”». El llanto es extraño en ti, pero hoy lloras. «Ven, no les hagas caso».
Tu cuerpo escondido entre las sombras alargadas de las tres de la tarde, en el desorden del cuarto, y las palabras en el cuaderno: «Te recuerdo en agosto porque eres calor y playa: el calor que sofoca como una idea acechando, el mar indomable, la voluntad de escapar en busca de la verdad del sentimiento, la valentía de abandonar sin dolor ni culpa. Te traigo a la memoria: sólo eres la foto en el marco apolillado frente al espejo, una sonrisa forzada, un traje pasado de moda, el cariño que te inventé para dármelo y la llamada telefónica de hace un rato de papá. Qué importa, me digo, ocurrió, para mí, realmente hace tiempo, cuando al llamarte no estabas, sólo papá por las noches: “No temas, un sueño es sólo un sueño”; y sin embargo no era sólo un sueño, te habías marchado».
Tu cuerpo escondido en el desorden de nuestro cuarto, mordiéndote los gemidos, y yo en la puerta contemplándote, conteniendo también estas ganas de llorar por lo que no fue Juliana.