A Carlos José D´León
Siempre ese señor extraño en el balcón. Fuma cigarrillos largos como nunca había visto. Se pasea con una bata de baño brillante y lentes oscuros como un actor de película americana. Se recuesta a la baranda y lo observa todo como si quisiera apresar para siempre nuestras vidas en cada una de las gotas de esta lluvia incesante.
Llegó hace una semana, con la lluvia. Al verlo, abuela se santiguó: «No, no lo conozco, pero con él viene el ángel.»
Desde entonces no ha muerto nadie, pero la abuela consecuentemente ha estado abriendo y cerrando la gaveta de la cómoda, viendo las fotos del matrimonio de mamá. Lo hace escondida, cuando cree que no estoy mirando, cuando me ha mandado a la sala a hacer la tarea. Lo sé por el golpe seco de la gaveta al ser trancada con apuro cuando hago ruido con la silla al levantarme, por el azoramiento con que sale del cuarto, por las palabras que se le escapan cuando mira la lluvia, parada en el corredor: «Pobrecitos mis muchachos, uno nunca sabe cuándo le toca.»
Tiene el aire de esos días cuando se levanta más temprano que nunca y, con un ramo de siemprevivas, sale para el cementerio y se pasa toda la mañana deshierbando las tumbas, hablando con sus muertos, preguntándoles qué hacer con las dudas, con los problemas. Si no lloviera, estoy seguro, desde hace una semana habría ido.
Abuela me sorprende mirando por la celosía y me llama con voz tenue: un susurro: «Muchacho, ven acá». Me lleva hasta la cocina y se sienta en el muro que da al patio. Me habla de muchas cosas: del loro viejo que chochea en la jaula del comedor, de lo verde que están sus helechos, de lo rojo de sus cayenas: lo comprendo: quiere alejarme de la puerta: algo teme.
—Abuela, ¿qué ha soñado?
—Nada, mijo, hace tiempo no sueño.
Se mira las verrugas de las manos: está nerviosa.
—¿Ha visto sombras?
—Tú sabes, mijo, las cataratas, sólo veo sombras.
Miente, siempre miente cuando le pregunto por la muerte.
—¿Las mariposas negras?
—Cuando llueve, ninguna vuela y todas están aquí —señala el corazón y sonríe.
Me deja con la palabra en la boca y se va al cuarto a prenderles velas a sus santos, a las ánimas.
No puedo dormir. Doy vueltas en la cama. Fijo la vista en las cañas bravas del techo. Me concentro en el sonido arrullador de la lluvia, pero el sueño se ha marchado.
El señor de enfrente, por la manera con que toma el cigarrillo, por como se pasea por el balcón –a la vez interesado y apático–, debe oler a colonia de contrabando, a gomina para el pelo. En toda la semana no ha salido de la casa. Claro, con este aguacero no se puede salir. Pero, entonces, qué come. Esa casa estuvo deshabitada desde que tengo memoria. Miento. La noche antes del accidente vi luces. Papá me dijo que los dueños hacía años se habían marchado, que era imposible.
Oigo entre la lluvia un sollozo apagado y me levanto. Viene del cuarto de la abuela. Corro. Mi carrera alborota al loro que grita: «Abuela, abuela, abuela». Ella llora como una niña.
—Soñé con tu papá, estaba al lado del ángel y el ángel era como el extraño, igualito, el mismo diente de oro.
Le acaricio el cabello.
—Cálmese, abuela; no pasa nada.
Es difícil calmarla. Desde el accidente, papá y mamá sólo se le aparecen para anunciar desgracias.
Le preparo un tilo y por fin se queda dormida. De regreso al cuarto me asomo por la celosía. El hombre sigue en el balcón. Sonríe mirando para acá. Mueve el cigarro como señalándome. Rápido cierro la mirilla y me voy al cuarto. No pudo verme, pero siento que sí, estoy seguro.
Por fin ha escampado. Abuela se levantó hoy más temprano que nunca, preparó café con leche y vino a despertarme, pero yo no he dormido.
—¿Va al cementerio?
—Sí, mijo. En la cocina tienes el café.
—Réceles un padrenuestro en mi nombre.
—Deberías rezárselo tú, son tus padres, mijo.
Abuela me acaricia la cara y sonríe.
—Cuídate, no salgas hasta que regrese, no le abras la puerta a nadie, tengo un pálpito.
—Vaya tranquila, abuela.
Voy a la cocina y me sirvo el café. El loro me saluda «Buenos días, buenos días». Pienso en la abuela, en el hombre, en el álbum: tal vez ahí esté la respuesta.
Lo he visto tantas veces. El orden me lo conozco. Paso a paso el matrimonio desde que mamá sale de la casa hasta que regresa con papá ya casada y se vuelve a ir para la luna de miel. Pero hoy reviso todas las caras que se esconden en las fotos: busco un cigarrillo, determinada sonrisa, un diente de oro. Me parece verlo entre los invitados. No puede ser, estoy loco, abuela dijo que no lo conocía.
El corazón me late a prisa. Alguien abre la puerta de la calle.
—¿Abuela?
Cierro el álbum. Taconean en el corredor. Abuela no usa tacones.
—¿Quién anda ahí?
Salgo: no hay nadie.
La puerta de la cocina se ha cerrado. El loro grita: «Abuela, abuela, abuela.» La cocina está desierta. Los pasos continúan cada vez más fuertes. Corro hacia la puerta de la calle. Está trancada con llave. Sudo. Quiero gritar. Abro la ventana: el hombre sigue sonriente, fumando en el balcón…