Tu sombra me encandila desde lo alto. Sombra a contraluz en las tinieblas. Difuminada figura en la que se percibe algo entre las manos o imagino que tiene algo entre las manos, en actitud de quien va a pagar una deuda y aspira a un nuevo crédito.
No veo tu rostro. Lo imagino. Creo recordarlo entrecortado en una ventana con rejas en una blanca casa de esquina de una calle silenciosa al reverberar del calor de las tres de la tarde.
Un pueblo sin perros realengos ni gente.
Vacío desde antes de la llegada de los galopes, los relinchos, las polvaredas, los gritos, los improperios, los machetazos al aire que no había a quien clavárselos.
Solo casas abandonadas, polvorientas, donde quedaste como los muebles rotos, los objetos caídos en el apuro, las prendas olvidadas en la urgencia del espanto.
Un pueblo, polvo y luz, desintegrándose en la sabana.
Tu rostro impávido entre las rejas de la ventana, indiferente al desenfreno de los que llegamos.
Te estaba esperando, me dijiste, como si pudiera ser verdad.
Las carcajadas del triunfo y el alcohol.
Tiros como fuegos artificiales.
Después el mundo se apacigua.
Hay retornos. Nuevos vecinos. Perros que vuelven para echarse a las puertas de las casas repobladas, esperando mendrugos o caricias o patadas para que se vayan. Vuelven lagartijas, cucarachas y murciélagos, que también huyeron en su momento, y tornan como una metáfora de todo lo que vuelve. Incluso regresa la que pudo ser tu gente. Como si nada. Como si siempre hubiesen estado allí y nosotros con ellos.
Renace el mundo: bares abiertos, tiendas con mercaderías de procedencia incierta, ultramarinos con exquisiteces recién conocidas, oficinas y demás.
Tiempos prósperos.
Señora, dueña, elegante, bella.
Entonces, o desde siempre, veía muertos. Escurridizos, sombríos, sigilosos. Con mensajes que debían entregarme, decirme, susurrarme. Nunca manifiestos, pero presumibles. Ya antes me anticiparon celadas en los recodos del camino o la presencia de enemigos ocultos en el descampado. Ahora los veía de continuo deambular por los rincones de la casa, presagiando infortunios, como es lo habitual, incluso en el fogonazo implacable y sin brisa del mediodía. Me susurraban sus mensajes, uno tras otro, como un rumor convulso de oleaje de mar lejano en la tormenta. Rumores donde tu nombre siempre estaba tácito o presentido, como si tramaras una venganza, como si hubiera algo que vengar.
Es obligatoria la sospecha, la cautela. Se sazona cada gesto, cada mueca vislumbrada, con muchas interpretaciones posibles, malintencionadas todas, claro está.
Aquel médico que disfruta mi brandy en los atardeceres mientras alguien toca un piano en una sala y hay campanas a deshoras que se filtran por las rejas de la ventana de la casa de la esquina, oscureciéndose tras el ocaso.
El abogado que invita al brindis, porque sí, porque dice que nos quiere.
El militar de uniforme que viene cada tanto con regalos sin ocasión justificada.
Y los muertos insistiendo en anticiparme traiciones. Traiciones previsibles como lo es cualquier traición, pero que uno no ve.
Luego este malestar tras la comida. El vómito negro. El médico certificando úlceras sangrantes que no dejan sospechas en autoridades sin honor.
Todo se va disolviendo en olvido.
Ahora veo vivos en la penumbra luminosa que se filtra desde arriba, en este mundo sin colores. Tu sombra, imagino. Con algo en las manos. Tal vez flores. No con la galantería del pretendiente, sino como a una novia engañada, aparentando arrepentimiento, buscando un perdón que se sabe inmerecido. O más bien, para que, si alguien la ve, piense que me amó.
Tomado del libro “El viaje inmóvil” de Arnoldo Rosas