⛰️ LA MALDICIÓN DEL ÁVILA

La pavorosa historia de los ojos de la serpiente

Mariana Montañez Montalvo llegó a la costa venezolana en brazos de su padre el domingo seis de junio del año del Señor de 1666. Tenía seis años y aunque era muy blanca y rubia, estaba verde de las náuseas. El buque que los había traído desde el poblado de Liverpool, en el Noreste de Inglaterra, había enfrentado tempestades terroríficas en altamar y había sorteado milagrosamente a piratas y corsarios en el Caribe. Los bucaneros que sembraban el pánico en aquel entonces eran François l’Olonnais, Miguel “el Vasco” y Henry Morgan, los tres carentes de alma a la hora de saquear e incendiar naves, degollar a los hombres y hacer prisioneras a todas las niñas y las mujeres que se atrevían a atravesar el Atlántico. La suerte horripilante de estas cautivas siempre era la misma desde que la historia es Historia y los hombres salvajes no saben hacer otra cosa.

El padre de Mariana, aunque castellano de origen, había llegado a la Francia del Rey Sol siendo un adolescente. Formaba parte de un grupo de saltimbanquis y comediantes que, de pueblo en pueblo, llegó a París y allí se instaló. Agustín o “Tantán”, como le decían en francés, no tenía ningún talento para la actuación, pero sí, para la pintura. Pintaba los telones de fondo de los escenarios, y tan extraordianio era, que le llegó a pintar unos cuantos al mismísimo Molière.

De la madre de Mariana se sabe muy poco o es mejor no saber; la habían acusado de hechicería y le habían dado muerte. Lo cierto es que el joven Tantán tuvo que huir de Francia llevándose consigo a la recién nacida. Estuvieron unas semanas en Ámsterdam, pero no era seguro permanecer allí, así que prosiguieron su huída hasta atravesar el canal, llegar a Londres y alquilar una buhardilla en Pudding Lane no muy lejos del Támesis.

En la medieval City de Londres, Tantán no consiguió trabajo en lo que sabía hacer, pero se hizo de buen dinero pintando retratos de inglesas gordas con rostros de cerdo y dientes cariados. Eran las esposas de adinerados mercaderes que pagaban gustosos por sus cuadros. Su éxito consistía en embellecer a estas damas, pintarlas jóvenes, delgadas, con perfectas dentaduras y cargadas, recargadas, de joyas como si se hubieran revolcado en el Gran Bazar de Constantinopla.

Pero llegó la gran peste y Tantán y la pequeña Mariana debieron huir una vez más. Defoe lo reseñó:  «No se veían nada más que carros y carretas, con bienes, mujeres, sirvientes, niños, coches llenos de personas de la mejor clase y jinetes que los atendían, todos se apresuraban al escapar”. Padre e hija hicieron bien, tal vez hubieran muerto en el colosal incendio de Londres de la madrugada del 2 de septiembre de 1666, pero ya para ese entonces estaban instalados en Santiago de León de Caracas.

Tantán nunca lo comentó por temor, pero en su infancia había conocido a una gitana que se había llamar “Nuestra Dama”, que aseguraba que el mundo se acabaría el día seis, del mes 6, del año 1666. Pero ese fue el día en que desembarcaron en Venezuela y el mundo había continuado girando alrededor del sol. Lo único… que cuando la niña pisó tierra, vomitó.

En Caracas no tardó hacerse famoso por sus retratos de radiantes mantuanas a las que no tenía que embellecer, pero cuando Mariana cumplió 15 años comenzó a pintarla solo a ella. Con aquellos ojos verdes como esmeraldas y la tez rosada, se convirtió en la más preciosa virgen María de todos sus cuadros. Dicen que no se los compraban por devoción, sino para admirar a la muchacha; que en vez se ser colgados en las capillas de cada casona, eran expuestos en las recámaras de los jóvenes y de los no tan jóvenes, también.

Un día abominable, unos malhechores provenientes de otras tierras, llegaron a la ciudad a lomo de mula, saquearon el mercado y, en su retirada, se toparon con Mariana que no logró esconderse a tiempo en el Convento de las Monjas Concepciones. Fue raptada al instante y, no sabiendo a dónde ir, esos malnacidos se dirigieron a la Gran Montaña al Norte de la ciudad. ¡Oh, míseros, infelices e infortunados hijos de perra, no sabían que ese lugar aniquila a todos aquellos que osen mancillarlo y desatar su ira!

El único sobreviviente de aquella noche nefasta, el que fue cegado por una centella y  perdió sus dos brazos y sus dos piernas al estallido de un trueno, confesó que lo último que vio fueron los ojos de Mariana: se habían tornado en algo centelleante, animal, mortífero como una serpiente. Y la furia de la Gran Montaña se desató.

Ninguno pudo tocar a la muchacha, unas rocas  blancas, enormes, los aplastaron; otros se ahogaron bajo olas de fango y unos pocos fueron tragados por plantas gigantes devoradoras de hombres. Solo ese desdichado  quedó vivo, más o menos vivo, y aseguran que eso fue porque la Gran Montaña quiso que contara su historia, su advertencia, su maldición a los insolentes y a toda su descendencia.

¿Y Mariana? Su padre desconsolado nunca pudo hallarla, pero desde aquella noche aciaga, baja de la cima un espíritu blanco envuelto en la neblina; tiene en forma de mujer, huele a gardenias y flota por entre los árboles; su cabellera son 333 serpientes de plata y 333 de cristal, y sus ojos verdes paralizan y dan muerte a quien ose perturbar a la Gran Montaña.

Tengamos miedo, ¡por Dios! Tengamos pavor.

Las cabezas del diablo

En San Agustín del Norte vivían cuatro muchachos que eran el terror de la vecindad. Caracas en  tiempos de la dictadura de Gómez  -el “Benemérito” como lo llamaban sus sigüíes o el “Bagre” como le decían sus víctimas- cuando lo menos que necesitaban aquellas modestas familias era más angustia y más espanto.

Las madres de los cuatro monstruos vivían en la misma cuadra y las cuatro quedaron embarazadas más o menos al mismo tiempo. Las lenguas viperinas de las señoritas Marcano, las que daban clases de teoría, solfeo, bordado y repostería,  aseguraban que esos cuatro íncubos eran hijos de un solo padre, un chácharo de apellido Cordero. Él se reía con socarronería y sentenciaba: “¡Pero el que se meta con mi General Juan Vicente Gómez -el “Pacificador” de Venezuela- y con este Su Servidor, se va a conseguir con el Lobo”. Y aullaba. En la pavorosa cárcel de “La Rotunda”, uno de los presos comunes llamado Nereo Pacheco (que terminó siendo uno de los torturadores más crueles de los presos políticos), le metía miedo a los martirizados desfallecientes susurrándoles con su aliento rancio a chimó: “¡Espabílese, politiquín, que por ahí ya viene el Lobo… auuuuu!”.

Los maridos de las cuatro infelices agonizaban entre estertores en la prisión cuando ellas dieron a luz el 6 de junio de 1916. El mismísimo día parieron cuatro fieras sin padre. “La Rotunda” era conocida como la última morada de los opositores de la dictadura de Gómez porque, por lo general, solo salían de allí cuando estaban bien muertos. A sus niños se los tenían que encomendar a Dios.

Católicas, apostólicas y romanas, los bautizaron con los nombres de los Arcángeles: Miguel José, Gabriel Ramón, Rafael Antonio, Uriel Jesús. Pero de nada les sirvió, en aquellas doce manzanas los llamaban “Los Jinetes del Apocalipsis”. ¡Mucho peores que la Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte cada vez que se robaban un caballo, se montaban en él los cuatro y lo reventaban corriendo por la quebrada de Catuche! Tenían un poco más de 13 años, pero quien los veía con horror no les calculaba menos de 21. Bastaba escucharlos gritar obscenidades.

Los cuatro crecieron con unas madres impotentes que ya habían encanecido a los treinta y pocos años. De noche brincaban desnudos por los tejados; mataban perros, gatos y gallinas; se orinaban en los tinajeros y el incendio en el cuartucho que estaba al fondo de la casa de los Herrera… eso fue cosa de esos demonios. El loco que tenían allí encerrado se salvó porque le vació el aguamanil al chichorro, se enrolló en él, le metió una patada a la puerta en llamas y de un revolcón fue a dar al pie de la mata de guanábana.  Muy loco no estaba.

Había un quinto niño en aquel vecindario, se llamaba Pio y era el único hijo de un sastre italiano y una costurera catalana. Rubio, menudito, frágil y tan tímido que, durante sus primeros años,  todos pensaron que era mudo o que padecía alguna extraña enfermedad. Para su desgracia, era menor que las cuatro furias desatadas de San Agustín y llamarse Pío no lo ayudó para nada. A su paso, el cuarteto se ponía a piar y luego… “¡Ay, Pollito frito, te vamos a desplumar!”.

Y sus padres, mortificados.

-Què tens àngel meu?… Giovanni, el nen no vol parlar!

-Pío, figlio, stai bene? Dimmi, caro…

Y el niño escondía su rostro en un misal que estaba en latín. Pater noster ora pro nobis laudamus te. No entendía nada, pero siempre pensó que la lengua de los santos era su salvación.

Un jueves funesto, el jueves antes del Viernes de Concilio, la madre de Pio fue a engalanar el altar de la Catedral. Y Pío con ella. Oscureció temprano y en un descuido de la señora, del confesionario saltaron sobre el niño las cuatro bestias; le llenaron la boca de estopa; le pusieron un saco en la cabeza y se lo llevaron en volandas.

Era cerca de la medianoche cuando llegaron a una poza en El Ávila y lanzaron a Pío de cabeza. Con el saco y la estopa, el pobre por poco se ahogó en aquella agua helada, pero lo sacaron y lo agarraron de pera de boxeo. Cuando estuvo bien aturdido, lo desnudaron, lo embarraron de excremento, lo amarraron con bejucos a un árbol seco y lo dejaron allí a su suerte. Mala suerte.

Viernes y no se supo de él. Llegó el sábado y a mediodía tocaron a la puerta del sastre y de la costurera. Ellos habían buscado a su hijo por toda Caracas y estaban consumidos por la zozobra.

-¡¿Quién es?!

-Gente de paz, somos los Palmeros de Chacao.

No traían palmas para el Domingo de Ramos, en brazos llevaban a Pío dormido, peinado, pulcro, perfecto, con la ropa limpia recién planchada y olorosa a gardenias. Así lo habían encontrado, no amarrado al árbol seco, sino acostado como un ángel de porcelana junto a una palma real.

El niño no despertó. Al séptimo día murmuró algo ininteligible. Trajeron al Musiú La Roche, que sabía de lenguas y de geografía universal. Y  Pío mascullaba una y otra y otra vez.

 -Maledictio montis cadit in bellum, famen, pestem et mortem.

-Que la maldición de la montaña caiga sobre la guerra, el hambre, la peste y la muerte.

Nadie entendió y el Domingo de Resurrección Pio murió.

¿Y los cuatro malditos? Sus cuerpos fueron a dar al cañón de El Encantado, allá por donde el río Guaire desvía su curso. Cuerpos sin cabeza, embarrados de excrementos y amarrados con bejucos.

¿Y sus cabezas? Colgaban como frutas putrefactas en las ramas muertas del aquel árbol seco. Una vez más se había cumplido la maldición. Hay que temerle al cerro; su castigo es algo feroz.

Río de sangre

A Pedro Estrada la gente de la sociedad lo llamaba “Don Pedro” y le temía. Él era el Director de la Seguridad Nacional, la policía política de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Decirle “Director” era honrarlo. Fue el “Esbirro Mayor del Régimen” encargado de instituir la tortura y la violación como métodos sistemáticos en los interrogatorios a los presos de la oposición. “El Chacal de Güiria”, así le decían comunistas, adecos y copeyanos  con máximo desprecio y total pavor, pues en el campo de contrentración de Guasina a más de uno le cortaron la lengua y se la tiraron a los perros al referirse así al depredador de la tiranía.

En los corrillos caraqueños comentaban a sotto sotto sotto voce y arriesgándose a ser delatados, que todo chacal tiene su hiena; se referían Cenobio Beltrán Maita, “la Hiena de Chivacoa”. Se había ganado ese mote porque no podía contener la risa cada vez que torturaba a un conspirador. Cuanto más tormento, más se reía.

La Hiena le reportaba directamente al Chacal y no solo eran animales voraces, también eran compadres. Jefe y subordinado, distancias insalvables, tú allá y yo acá, pero Don Pedro y su esposa, doña Alicia, eran los padrinos de Eloy.

Un solo hijo reconocido tuvo la Hiena. No pudo tener más, porque a su mujer por poco la mata la fiebre puerperal. Los que más sabían dijeron que fue una infección polimicrobiana severa por la presencia de bacterias en el líquido amniótico en el momento de la cesárea; los que algo sabían y les entusiasmaba un buen chisme, aseguraron que se debió al coito diario en los últimos meses de embarazo y los que no sabían nada, pero creían en todo, juraron por un puño de cruces que fueron cosas de la mabita y el mal de ojo. Y es que el verdugo de Yaracuy tenía demasiados enemigos.

El recién nacido era precioso, “Demasiado precioso”, opinó su padre con enorme desagrado la primera vez que lo vio. “¡Un muñeco! ¡El vivo retrato de su madre!”, exclamaban todos los que venían a conocerlo, y es que Merceditas era admirada por su belleza arrobadora y ridiculizada por ser redomadamente idiota, condición que empeoró con el nacimiento de Eloy. Del pobre se tuvo que hacer cargo su abuela materna, Misia Dominga, que lo crió entre música clásica y canciones de Agustín Lara en un patio atestado de jazmines en flor.

Vivían en el sector de El Pinar, muy cerca de la quinta “María Pía”, que en 1953 fue alquilada por los religiosos agustinos para fundar un colegio con 169 estudiantes.  Para esa fecha Eloy tenía 13 años y su padre dejó muy claro que ningún hijo suyo iba a estudiar con “Machos sin Hembras” como les decía a los curas, aunque también los llamaba cosas peores. Misia Dominga rogó a Dios para que esto no llegara a oídos del padre Moisés Montaña, el director del centro. “¡Qué vergüenza, Virgen Santísima!”, murmuraba entre cuenta y cuenta de su rosario.

Los movimientos de tierra para la construcción del Santuario de Nuestra Señora de Coromoto, en El Paraíso, habían comenzado en 1949 y el 6 de junio de 1952 instalaron el primer pilote. En el acto, presidido por el obispo Rafael Arias Blanco, estaban la Hiena, interesadísimo en esa obra de ingeniería; Misia Dominga, pidiéndole a Dios que le diera años de vida para ver la iglesia terminada y Eloy, asfixiándose dentro un flux de lana que su abuela le había comprado para la ocasión. Lana en el trópico. Una tortura. Él, que no podía ni con el peso de una mandarina, se sorprendió al ver a un muchachito atlético y colorado, y no mucho mayor que él, cargando cal y arena con los albañiles. Unos le gritaban: “¡Epa, Ruso, tráete la carretilla!” y otros: “¡Abé, destápate ahí unas cervezas!”. Abé se llamaba Abelardo Kovalenco; vivía por aquí y por allá porque era huérfano de padre y madre; cuando se cortaba tardaba mucho en dejar de sangrar; le habían hecho unos exámenes y entre muchas cosas resultó ser AB negativo, algo bien poco frecuente, y entonces la gente le empezó a decir Abé.

La Hiena no tardó en contratar a algunos de esos obreros para que fueran a su casa, arrancaran todos los jazmines y las mariqueras de su suegra (así dijo) y cimentaran una piscina. “¡A ver si Eloy me aprende a nadar; a ver si así le acaban de salir unos músculos a este carajito!”. Cuál no fue su satisfacción cuando vio a su hijo con un pico, una pala y un pañuelo en la cabeza anudado en las cuatro puntas, siguiendo instrucciones de Abé. De allí en adelante todo fue: “Mira, Rusito, me vas enseñando a este zoquete a matar pájaros de un chinazo y cojan el Flobert a ver a cuantas botellas le dan y aquí tienes las llaves del Pontiac a ver si por fin este mangas meadas  se me anima a manejar y llévese estos Capitolio y esta botellita de Old Parr  que me regaló mi compadre Don Pedro y ya va siendo hora de que se vengan conmigo pa casa’e “Las Monjitas”. Y no estaba torturando a nadie, pero de eso también se reía, porque esas “hermanitas de la caridad” eran unas fulanas de marca mayor que cobraban bien caro, pero valían la pena. Abelardo y Eloy nunca fueron a ese sitio, no les interesaba, para donde iban a cada rato era para El Ávila a bañarse en unos chorros que había allá. Estaba el chorro de El Loco, el del Muerto y el del Espanto. ¿Quién le habría puesto esos nombres espeluznates a esas cascadas tan hermosas? Las tres confluían en una poza que se rebosaba, se convertía en río y corría montaña abajo hacia la quebrada de Sebucán.

Era el seis de junio de 1956. Los muchachos se habían conocido hacía cuatro años exactamente. No hay coincidencias en el destino, todo forma parte de un plan. Y a veces el plan es macabro.

“El Gusano Calzadilla” era un correveidile que tenían en la Seguridad Nacional que servía para cualquier cosa. Decían que era una verdadera… un verdadero fastidio, pero lo cierto es que este remedo de hombre resolvía. A cada rato les traía café y cigarrillos a los torturadores, porque la noche iba a ser muy larga; reanimaba a los presos moribundos para que los pudieran seguir torturando y, lo que más le gustaba, desaparecía a los cadáveres y no había nadie que le hiciera preguntas. Esto último siempre lo hizo sentir muy importante, pero en realidad él era un pobre infeliz. Y fue el Gusano quien le vino con el cuento a la Hiena.

-Mire, Mi Jefe, mí a no me consta, pero usted sabe que la gente sin oficio comenta, y uno no puede creer en todo lo que oye, pero usted sabe que cuando el río suena a lo mejor es que viene un aguacero, entonces yo me dije: “Más vale que Mi Jefe lo vaya sabiendo”…

-Coño, Gusano, si a ti te pagaran por cada palabra que dices andarías hediondo a real.

-Es que mire, Mi Jefe… que a su hijo y al muchacho ese con quien anda los han visto por allá arriba en El Ávila… ¿cómo le digo? Bueno, que uno como que es el hombre y el otro su mujer.

Y la Hiena rugió como si un león le hubiera arrancado el corazón de un zaparzo y estrelló su cenicero lleno de colillas prendidas contra la pared. Estaba lívido, no podía respirar, sentía como si de un solo machetazo lo hubieran picado en dos. Hubiera preferido mil veces que le dijeran que a su hijo se lo habían matado y solo podía pensar: “Que no sea la mujer, coño, que no sea la mujer”.

-Mi Jefe, ¿usted quiere que yo suba pa’ Los Chorros y…?

-¡Le dices a Cara’e Crimen y a Rocanrol que esta noche cogemos pal cerro!

-¿Yo también voy?

-¡Vamos los cuatro, no joda!

Y el Gusano sintió como si general Marcos Pérez Jimenez hubiera decretado la Orden al Mérito en el Trabajo en 1954 solo para que la Hiena se la otorgara diciéndole: “Te sale en su Primera Clase por haberte distiguido en tu eficacia, preparación y perseverancia en el trabajo, y tu ejemplar conducta cívica y familiar”. Él no tenía familia, pero así lo  expresaba el artículo 2 de la Ley de la Condecoración y él no iba a decir que no.

A medianoche llegaron a la poza. Aberlado y Eloy se habían quedado dormidos sobre una piedra enorme y plana; los dos estaban desnudos y, qué extraño, Abé parecía hecho de nácar. Serían cosas de la luz de la luna llena y del follaje, o tal vez de los espíritus que rondan por el monte que siempre hacen travesuras, pero toda su piel brillaba. Por la forma en la que tenía abrazado a Eloy, la Hiena supo que su hijo era la mujer. Y fue como si le clavaran un punzón de fuego en la frente.

En una funda de cuero de báquiro, la Hiena tenía un cuchillo con cacha de cuerno’e venao que un brujo allá en Guasina le había ensalmado. Cuando se lo regalaron le dieron el recado: “Con esto muere el Muerto, pero cuidado con la sangre del Muerto si no está muerto”. Todo fue muy rápido, rugiendo, saltó sobre Abé y de una cuchillada certera le cercenó el pene y los testículos y le abrió un tajo en el muslo. Cara’e Crimen, Rocanrol y el Gusano nunca habían escuchado un alarido tan desgarrador, y eso que ellos sabían muy bien cómo se aulla en la tortura; Eloy despertó sobresaltado, sin aire en los pulmones, y su padre se reía. Pero la risa se le convirtió en vinagre y bilis cuando vio a su hijo llorando histérico, gritando completamente fuera de sí.

-¡Ustedes dos, llévenle esta mujercita a su abuela y le dicen que eso no es hijo mío! ¡Que ninguna mujer le ha parido hijas a Cenobio Beltrán Maita!

Súbitamente sintieron un aroma de gardenias y no se dieron cuenta de que en lo alto de la cascada, envuelta en la neblina y como si estuviera flotando, había una mujer pavorosamente blanca que los observaba. Su cabellera eran 333 serpientes de plata y 333 de cristal; tenía los ojos verdes como esmeraldas, esmeraldas venenosas. Al perfume de flores le siguió un hedor a frutas podridas. No estaban solos, de las ramas superiores de un árbol seco colgaban cuatro calaveras; ocho rubíes diabólicamentes centelleantes los estaban mirando.

Con un poder sobrenatural inexplicable, Abelardo brincó sobre la Hiena, lo abrazó con fuerza y lo empapó con su sangre. Transcurrieron unos segundos que parecieron horas y Cenobio Beltrán Maita nunca entendió por qué pensó en Misia Dominga a la que se le iba gran parte del domingo hablando del sermón que habían dado en  misa. Era como si la estuviera escuchando: “Éxodo, capítulo 7, versículo 21, Moisés golpeó el río Nilo con su bastón y sus aguas se convirtieron en sangre, dando lugar a la primera plaga de Egipto”. Pero no sintió miedo, ahí el único que estaba pálido de espanto era el Gusano.

-¡Quíteselo, Mi Jefe! ¡Quítese al muerto que tiene los ojos en blanco!

La Hiena se arrancó a Abé de encima y lo hizo caer en la poza.

-Tú te encargas, Gusano.

-¡Pero Mi Jefe, no me vaya a dejar aquí! ¡¿Y si el muerto todavía no está muerto?! ¡¿Y si me cae la maldición de la montaña?! ¡Porque dicen que los que se meten con este monte no viven para contarla!

-¡Gusano pa pendejo!

Cuesta mucho relatar el final de la historia. El cuerpo de Abé nunca apareció y al Gusano nadie lo volvió a ver desde aquella noche sangrienta. Eloy perdió el habla y el sueño y la paz. El médico dijo que estaba en estado de choque y que de seguir así pintaba mal el panorama. Misia Dominga no entendió qué choque era ese y, desesperada, acudió a la madrina de su nieto. Doña Alicia Parés Urdaneta de Estrada estaba a punto de irse de viaje, era esa época del año en la que iba a París a renovar todo su guardarropa, así que sin mucho pensarlo, lo resolvió.

-Eloy se viene conmigo. En Europa, con todo tan exquisito y tan glamoroso, no hay quien esté en shock. Por más que te quieras preocupar por algo, no puedes. Yo me voy a encargar de que mi ahijado sea muy feliz.

-¡Bendito sea Dios, pero la falta que me va a hacer mi muchachito!

-Usted nos acompaña, Misia Dominga.

-¡¿Pero qué hago yo con mi hija?! Sola no la puedo dejar…

-Nos llevamos a Merceditas.

En cuanto a la Hiena… lo encontraron abombado flotando boca abajo en su piscina. Para desconcierto de unos, alarma de otros y horror de todos, no era agua hirviente en lo que el mal nacido hijo de perra ese de Cenobio Beltrán Maita se había ahogado, eran veinticinco mil litros de sangre AB negativo.

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