La instantánea la tomó un pendejo, de esos que salen a las seis de la mañana a trotar por la playa ¿recuerdas? Tú y yo, la Pareja Perfecta 1989, estábamos ahí tras una rumba de tres largas noches con sus días, sonriéndole a la Polaroid que imprimiría para la posteridad el mejor momento de nuestras vidas… Coñoelamadre. ¡Cómo detesto esa foto! La odio porque desde el brillo deslucido del papel la joven que fui me mira a los ojos y me habla de lo muerta que estoy hoy, pero también porque recuerdo perfectamente que al filo de aquella madrugada alucinante en el reproductor de casetes rodaba nada más y nada menos que el Animals de Pink Floyd.
En aquel entonces éramos jóvenes y aún desconocíamos las trampas que guarda el destino, pero estábamos enamorados. Al menos yo lo estaba. ¿Fue eso lo que me impidió intuir tu doble cara? ¿O quizás el inagotable coctel que fluía entonces por mi sangre? No lo sé. Sólo sé que por esos días iniciabas tus escarceos eróticos en otras camas y yo —la tonta de esta historia— jamás llegué a sospecharlo. Sería inútil negar que a través de los años compartimos muchas otras noches de amor sideral flotando junto al cochino inflable de Animals sobre los edificios del este caraqueño, pero es bien sabido que a cada chancho le llega su sábado y el maldito cerdo dejó de parecerme simpático tan pronto logré descubrir tu juego.
Así que hace dos lunes, cuando entré al garaje del Bróder resuelta a cuadrar nuestro negocio y por esas cosas del destino el muy cabrón estaba escuchando a todo volumen el Dark Side of the Moon, tuve una revelación. De golpe entendí que no podía seguir guardando esa foto, que hacerlo sería como empeñarme en mantener un pedazo de mi propia mierda en una cajita de zapatos; que la venganza a medias había dejado de ser una opción.
Sabía de antemano que el Bróder trataría de marearme con el porqué de su precio, los riesgos en que incurre un tipo como él, los recientes cambios a la Ley Penal y otros argumentos similares, pero también sabía (recuerda cariño, que el Bróder fue mi dealer mucho antes que el tuyo), que terminaría aceptando el dinero que le ofrecí. Incluso en alguna parte de nuestra charla bromeó sobre la posibilidad de que tú aparecieras por el garaje en ese instante (ya conoces su sentido del humor). Lo cierto es que al final salí de allí con un resuelto paquetico de monte, dos papeles extra grandes “cortesía de la casa” y la decisión irrevocable y definitiva de deshacerme de esa instantánea, que se había convertido en el suvenir de mi viaje personal al país de las frustraciones y el mal sexo.
¡Karla! ¡Con K! Como la marca de leche en polvo: ¡Karla! ¡Qué mal gusto tienes! Debí sospecharlo la noche en que nos conocimos al ver que te presentabas ante mí con un par de daiquirís de melocotón adornados con paragüitas anaranjados. ¡Pero no! Lo dejé pasar. ¡Fui una imbécil! Al día siguiente mi amiga gringa y yo te veíamos cruzar sobre el puente de la piscina con tu puntiagudo paquete desbordando el minúsculo traje de baño con estampado de leopardo.
—Heeeey my friend, have a drink and be happy!—recuerdo a la gringa decirme entre risas.
—I know, qué ridículo…—debo haberle respondido intentando ocultar la emoción que me producía verte caminar hacia nosotras con tamaño desparpajo entre las piernas.
Mientras me arreglo para salir, voy adivinando las escenas que se suceden paralelamente al otro lado de la ciudad: tus ojos encendidos recorriéndola con admiración de arriba a abajo mientras untas sus pechos con loción Victoria’s Secret aroma a melocotón; el instante en el que torpemente abrochas sobre su espalda ese strapless blanco que tan bien le sienta a Karla; el guiño ante el espejo; el infaltable qué hermosa eres, chamita (¡Lo mismo me decías a mí!) ; el polvito blanco sobre la mesa de vidrio y tus dedos ansiosos sosteniendo el cilindro de esnifar. Tú y ella, ella y tú en un sólo latido, dispuestos a perderse en la neblina decadente de la noche.
Es viernes de quincena y el Blow está a reventar. Soy una chica rubia y sola en el embudo de gente que se agolpa en la entrada. El dedo experto del portero me señala a lo lejos, permitiéndome ingresar al local con relativa rapidez. A esta hora el Blow es un vertiginoso hervidero de impudores y sin embargo te logro encontrar sin dificultad al tercer paneo, justo en el momento en que un pobre incauto encendido por la bebida invita a Karla a bailar y tú, emocionado, la empujas a la pista.
Media hora más tarde he logrado deshacerme de la foto y estoy sentada en la esquina opuesta de la barra brindando con un Vodkatonic a la salud de los días por venir. A mi izquierda se tambalea un flaco barbudo, demasiado borracho para tenerse en pie. Procuro no hacerle mucho caso, aunque su olor es insoportable. Las horas discurren en un vagón sin frenos. Gracias, flaco, no fumo…. No, no estoy sola…
Te observo anonadada. Al borde de la pista intentas sensuales pasos de baile mientras salpicas a quienes te rodean con el vaso rebosante que ha perdido el removedor. Las luces estroboscópicas son cómplices y a la vez culpables de esta mascarada a punto de estallar.
El abrupto inicio del set de salsa precipita el desenlace: tu musa —sudorosa y con la frente brillante—, necesita retocar su maquillaje. Tras la puerta del baño una fila de mujeres se asoma a los espejos. Karla entra a un cubículo desocupado, vacía su vejiga y se ajusta la faja. Al salir todas la miran. Está acostumbrada, siempre le ocurre a las mujeres hermosas. Con la altivez de una reina de belleza busca su lugar frente a los lavabos, se enjuaga las manos y dibuja en el espejo una de esas sonrisitas ensayadas. Entonces ocurre. Abre delicadamente su cartera de imitación de piel de cebra y justo allí —en el compartimiento donde guarda el labial y la crema de manos olor a melocotón—, encuentra nuestra foto. ¡Es un momentazo! El tiempo se ha detenido entre sus uñas postizas y una lágrima entintada se abre camino sobre la densa capa de base y corrector para ir a morir a su escote.
Desde la barra te veo salir del baño de damas desencajado e incómodo en tu strapless blanco. Por un instante has dejado de ser Karla para volver a ser aquel chico tierno y enamorado que una vez, mirándome a los ojos, me dijo “yo jamás te mentiré”.
La noche está a mi favor. Salgo del Blow con una sonrisa inmensa. Aferrada al volante serpenteo por las esquinas de cuadras y edificios en busca de la autopista. Luego atravieso los ríos asfalto infinito hasta llegar a la fila de letreros luminosos que anuncian el fin de la vía. Voy dejando atrás los pueblos dormidos y me adentro en el tramo rural de la costa. Los faros de mi auto rasgan la oscura humedad de la carretera que lleva a la playa.
Un cuarto para las cuatro. Finalmente estoy frente al mar. A esta hora el perico que te vendió el Bróder debe estar pronto a cumplir mi encargo letal. Me tumbo sobre la arena a fumar. No hay nada más que hacer, tan sólo atravesar este amanecer de galaxias encendidas hasta verlas apagarse una a una. La brisa marina me trae los compases oxidados de una guitarra. ¿Me creerías si te digo que son los primeros acordes de Pigs on the Wing? Respiro profundo. Más allá del horizonte un cerdo volador comienza a desinflarse.