🎯 Volver a Kings Road

         

                En Kings Road amanecíamos a lo grande: con el Roadhouse Blues de los Doors.   “I  woke up this morning and I got myself a beer“, era el estribillo que nos gustaba corear cuando las sillas de la barra ya se habían amontonado –sin que nadie supiera cómo– en una esquina al fondo del local.

                Corría la segunda mitad de los años ochenta y cada sábado a eso de las once, mi amiga y yo volvíamos al Kings con el trazo fucsia en las mejillas, un par de medias panty de repuesto y un billete de veinte dobladito en la cartera.  Íbamos allí a ser felices, tanto como nos fuese permitido, tanto como nos era necesario.  Y no hablo sólo por nosotras  –practicantes a ultranza del derecho de las mujeres a disfrutar de los bares sin compañía masculina–, lo hago también por muchos de los asiduos a esa antigua casona caraqueña disfrazada de pub inglés, que durante muchos años logró sobrevivir a los efímeros restaurantes que vimos inflarse y desinflarse una y otra vez, sobre las aceras contiguas.

                Las noches en el Kings –noches de taberna al fin– desbordaban camaradería, risas y canciones alegres.  Pero también fueron el epicentro de momentos inesperados: una redada policial que encendió de golpe los focos del local al grito unísono y autoritario de un metropolitano (¡Mujeres a la derecha, hombres a la izquierda!) o la macabra escena de una rubia desplomándose súbitamente en la fila del baño y de su compañero –con actitud hostil y desafiante–  , impidiendo que los paramédicos le prestaran los primeros auxilios (tiempo después ese tejió una leyenda según la cual, tras haber esparcido algún tipo de veneno en el trago de la chica, el hombre sólo intentaba ganar tiempo a la espera de éste surtiera su efecto letal).

                Lo cierto es que pudimos haber escrito un buen libro con las anécdotas vividas bajo el denso humo de los Belmont (aún se permitía fumar dentro de los bares), entre el tintineo de las jarras heladas, los temas de The Clash, o de Los Beatles o esas tonadas de marineros escoceses con que el dueño solía sorprender a los presentes.

                Cualquiera que haya conocido el lugar en sus mejores tiempos mencionará, muy probablemente, la enorme campana de bronce que pendía sobre la puerta o esas Heineken importadas que en aquel entonces resultaban una rareza y que muy pocos podían darse el lujo de pagar.                 Pero el Kings fue mucho más que eso. Fue, sobre todas las cosas, gente inolvidable: Andrés, el mexicano loco con quien “me casé” sobre la barra ante la algarabía de la concurrencia, los hermanos yugoslavos que no hablaban español y que nos hacían reír cuando pedían canciones de Franchi De Vita o ese chino misterioso y siempre solitario al que nadie, en la historia del Kings Road, logró doblegar jamás en un torneo de dardos.

                Desde mi personal perspectiva, el alma del lugar estaba concentrada en un pequeño hombrecito de nombre Edson Odremán (el amable barman merideño al que algunos apodaban  Gochoman) quien, sin un interés subyacente –o al menos conocido–, se dedicó semana tras semana y mes a mes, a cuidar de mi amiga y de mí como lo haría un buen padre.

                Edson se entregaba en cuerpo y alma a su trabajo, siempre con el paño presto y cuidadosamente dispuesto sobre el delantal.  No obstante, su afán por los vasos rechinantes y la madera reluciente, nunca le impidió mantener un ojo sobre nosotras.  Si notaba,  por ejemplo, que el contenido de nuestras jarras se acercaba a un nivel medio-bajo, inmediatamente las reponía por otras más frías y  –una ronda sí, una no– lo hacía anteponiendo ese “van por la casa” que las convertía en un peligro imposible de rechazar.  Si, por otra parte, tenía la sospecha de que algún indeseable nos merodeaba con fines poco elegantes, ondeaba el trapo a lo lejos, lo llamaba hacia la barra y le susurraba unas palabras al oído. Nunca supimos exactamente cuáles eran sus argumentos, pero lo cierto es que los beneficiarios de sus consejos –todos, sin excepción e independientemente de su condición etílica– optaban por retirarse.

                La última vez que pasé por Kings Road me encontré con que habían convertido el sitio una arepera endógena.  Un animoso arrebato me empujó a entrar, aún a riesgo de malherir de una sola y certera estocada al fantasma de los buenos tiempos (a cierta edad uno sabe bien a lo que se expone con un atrevimiento semejante).  El local, abierto hacia la calle, estaba medio vacío. En los parlantes sonaba algo como Daddy Yankee mientras los comensales parecían masticar el tiempo, casi sin ganas.  Vi a un perro famélico merodear las mesas en busca de alguna migaja y a un vigilante pulir sus botas con una servilleta.  Nadie reía.  De más está decir que no hallé vestigio alguno de Gochoman, ni del cuate mexicano, tampoco del chino imbatible en los dardos. El fantasma del Kings se había disipado, como ese lugar y ese tiempo que entonces llamábamos país y que quizá sólo existió en nuestras mentes.

                “The future’s uncertain, and the end is always near… Let it roll…” nos cantaba Morrison cada vez que salíamos de nuestra taberna favorita con un vaso plástico en la mano y la certeza de un mañana en el corazón. Y eso fue exactamente lo que hicimos durante todos estos años: rodar… rodar… rodar… Algunos demasiado lejos, otros ya sin vuelta atrás.  Podría decirse a nuestro favor que nuestras vidas son mejores en muchas maneras.  Aunque también es cierto que algunas veces  –más de las que solemos admitir– daríamos cualquier cosa por volver, siquiera por una noche, a esa maravillosa casa en la que cabíamos todos.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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