📝 El manuscrito prohibido

El viejo Vasco podría ser un curtido militante de las filas anarquistas en el alzamiento de la guerra civil española, un antipático ciudadano, un personaje enigmático; pero, sin duda, no me esperaba que pudiera ser un vil asesino.

La edificación antigua que marcaba los alerones de la calle prodigios inspiraba hasta a los escépticos radicales, sobre todo por la masa crítica que allí vivía desde que Venezuela recibió en su seno a una numerosa diáspora de españoles y lusitanos; estos últimos hacían uso particular de sus habilidades de comerciante. Por su parte, Alonso Montalbán había ejercido la albañilería, la carpintería y en sus últimos años en activo, la barra de la tasca del abuelo.

Detrás quedaban las hazañas en el frente anarquista, cuando España era un lodazal de hombres muertos y otros tantos alzados contra el estado. Y esto era tema de controversia cuando sus amigos reían, fumaban y procrastinaban jugando a las cartas en la tasca de costumbre, los fines de semana. Él me lo comentó, con una mirada vidriosa; cercana al breve repaso de las situaciones desconcertantes, que se prometen limitantes de la cordura, tan delgada, tan leve, tan corriente como la de un niño que le acaban de salir los dientes. El viejo solo se tomaba dos, a lo sumo tres cervezas negras; lo demás era cigarrillo tras otro. Lo raro era que nunca veíamos de donde los sacaba o como los encendía. Te descuidabas y, ya tenía uno calado en los labios. La barba roída por el polvo de los días, se constreñía en un ademán de pensamiento profundo.

Su bastón era un tercer brazo que le salía como un apoyo mágico, cuando los años estaban pesando, el caminar era torpe, los músculos engañaban los reflejos. Había tenido relación con los surrealistas, porque luego de la caída de esa república libertaria, no quiso seguir militando (activamente, claro está) en ningún movimiento, secta u organización por el estilo. Entonces, la poesía lo salvó un poco, solo un poco, de terminar colgado de la viga del baño. Esta bohemia que estuvo muy activa en los años 30’s y 40’s en Europa le prolongó los motivos para engancharse en un estilo de vida relajado, licencioso y vago.

Eso estaba bien, bastante aceptable si lo que se quería olvidar eran las trincheras, los amores rotos por la guerra, los amigos muertos en los brazos marchitos por el ideal que sumaba vidas inocentes al archivo histórico de lo que debía ser de otro modo, pero que, por lógica cayó por su propio peso.

Nuestro vasco estrella lamió harto camino, condujo por territorio español con una mujer mulata que conoció en los ralos cafés del conjunto literario que llevaba bajo su mando. La caprichosa vida, la temible herencia de los que no se atan a ninguna parte, lo acompañó desde que tuvo uso de razón. Con esa licencia para darse de baja de cualquier compromiso real que lo hizo  desembarcar a comienzos del año 51 en la capital venezolana. Con su chaqueta gastada, las botas hediondas a leguas de mar,  los bolsillos rotos, sin una peseta en las manos. Se hizo un perfil de completo desconocido; cualquiera que llegara a estos lares debía trabajar, laborar para hacerse un nombre. Esto le mantuvo sin cuidado, lo que nunca olvidó fue su idea base: no ser un lameculos. Lo consiguió, mucho antes de que naciera su primogénito; Adán Montalbán, el hijo de este viejo español quien me contrató para dejar testimonio de la vida de su padre.

Cuando mi cliente tuvo la amabilidad de contactarme, mi anuncio en los clasificados del periódico estaba dando sus frutos: “Escritor con talento de sobra ofrece sus servicios para realizar biografías, reseñas y discursos de boda, contacto 041… llame sin ningún compromiso.” El primer pago no me trajo dificultades, habíamos quedado en que el adelanto debía estar estipulado en un 60% para agilizar el trabajo; lo demás quedaría negociado al término del manuscrito. Aquello era un tema sencillo, bastante interesante, divertido en algunos pasajes, pero la mirada de Adán sobre su padre me desconcertaba un poco. Hubo una ocasión en que estábamos en medio del capítulo tres del libro, revisando cada frase del viejo, afinando sus renglones tradicionales, poniéndole pompa al asunto, como quien dice. Y me detiene en seco con la siguiente interrogativa:

─¿No será difícil agregar el episodio del asesinato de mi padre en el libro, o sí?─ y sorbió un poco de cerveza que restaba en su botella.

─Puede ser una anécdota que despierte controversia, sobretodo si no tuvo suficientes razones de peso para hacerlo – le respondí, como para ser diplomático.

─Hermano, no seas condescendiente. Quiero que seas honesto conmigo, ¿esta vaina me traería peos legales o no?

─En realidad, si te soy sincero… no lo sé, Adán─ también tenía mis reservas con respecto a ello, no quería herirlo con cualquier expresión pesimista.

─Últimamente, ultimamen…─ se quedó pensativo, sacó una cajetilla nueva de cigarrillos y deslizó uno en sus labios; me alargó otro.

─Sí, continúa. ¿Qué fue lo que hizo exactamente tu padre?

─Lo que te quería decir, Rodrigo… era que la mayor parte de la vida de mi padre es un enigma, tanto para mí como para mi propia madre. Sin embargo, él fue un asesino. Y no solo me refiero a la primera línea donde estuvo cargando la metralla en la guerra civil, sino que aquí en Caracas no tuvo compasión con un compatriota que lo sacó de quicio, por lo qué…─ y disimuló con un mensaje que le llegó de improvisto.

─Sí, entiendo─ comenté aduciendo un comportamiento mecánico, de quien tiene que asentir a todo con parsimonia.

─Él (prosiguió) él quiso mucho a este país, pero también le agarró mucha rabia, sabes…tanto que un día en un acceso de cólera produjo una trifulca en el edificio, donde vivíamos; el vecino, un conocido zapatero del barrio, le arguyó un tema sobre la primera república… él, que tenía ese tema a flor de piel, no quiso quedarse con la espina. Lo mantuvo mascullando, arrimado junto a su navaja de bolsillo; y un día, quien sabe qué ánimos tenía, se consigue al zapatero en el botadero de basura de la esquina (tuvo suerte que era domingo, y las calles están un poco deshabitadas a esas primeras horas) le hizo una llave, el zapatero no tuvo opción, mi padre era un tipo fuerte, flaco pero fuerte; acto seguido le corto el cuello como un pollo listo para ser cocinado.

─¡Wow! Adán esto es bastante… como diría yo, “escabroso”, porque las implicaciones con la comunidad inmigrante serían una pesadilla.

─No te preocupes por eso, Rodrigo. Yo preferiría que no lo publicases, en realidad deberías olvidarlo por completo, ¿me harías ese favor, como amigos?

─Está bien, cualquier referencia a ese hecho está vetada del manuscrito final. Tienes mi palabra (mi completa y fraudulenta palabra).

─Quedamos así, cualquier cosa te estaré repicando en la semana. Ya solo queda un capitulo; estaremos con el libro listo en menos de 15 días.

Me sentía de madera por dentro, pero blando por fuera como un muñeco de mazapán. Los gases en mi estómago tenían que delatar mi respiración complicada, la ansiedad de siempre, la ansiedad. De regreso a casa me esperaba una noche larga frente al manuscrito del viejo Vasco. Cualquiera que se dijera escritor con ansias de salir del anonimato querría volarse con un libro tan lucido como visceral. Y antes de ello, tener las agallas necesarias para enfrentar toda la descarga social que se le vendría encima. El problema era que yo estaba harto de seguir escribiendo como un fantasma, como un don nadie, como un miserable que se quema las pestañas para que otro exhiba su nombre en letras Times New Roman de 30 puntos en la portada de su libro.

El mediador en este caso fue un folleto viejo en el que participé como colaborador en mis primeros años de universidad. Aquel fanzine que no volví a ver ni como periódico para poner a los perros fue mi salvación. Debía publicar esta anécdota negra que marcaría la vida de este hombre honesto, familiar, común y extranjero; transfigurando todo aquello hacia la ralea de la ignominia. Pero, si debía traicionar a mi cliente, debía hacerlo a lo grande; para ello, tenía que publicar este libro con mi segundo nombre, segundo apellido… no, esto no funcionaria, muy evidente y estúpido. Lo ideal es establecer un seudónimo, así como hacia Pessoa, el genio de los mil nombres para enmascarar un potencial literario que no fue reconocido en su tiempo (el típico caso en literatura).

Finalmente, la configuración de mi plan se presentó en calidad de ¡bingo! Ante el espejo cuando me lavé la cara, luego de una noche sin pegar el ojo. Este libro tenía que ser un best-seller, un trampolín para que todos aquellos escritores malnacidos que me veían desde sus torres de marfil tuvieran que quitarse el sombrero ante mí, como una reverencia sutil y merecida. Que cuando yo, Rodrigo H. Linares, fuera invitado a una tertulia sería el primero, y el ultimo en ser despedido con respeto; sí, esto es lo que necesito, hacia eso voy.

La chaqueta de la suerte me picó el ojo, unos jean viejos, los zapatos de siempre y, el manuscrito corregido bajo el brazo me invitaba a tomar la calle por asalto. La editorial siempre estaba llena de poetas, puros enajenados que se creían invadidos por la santidad; a mí, en lo personal, me daban lastima. Nadie quiere leer poesía, y menos publicarla, aunque en el fondo todos queremos ser Charles Bukowski haciéndole una rima al charco de vomito de la noche anterior. Mi vida tuvo que llegar al llegadero de la prosa, para no salir jamás.

Una sonrisa de oreja a oreja constituía mi tarjeta de presentación ante la secretaria de la editorial punto y coma, quien muy amablemente recibió mi manuscrito; estaba firmado bajo el seudónimo de Valdemaro Lander; se titulaba Una vida intachable, perfil de un hermano de la libertad. Alonso Montalbán. Lejos podría vislumbrar un sinfín de premios literarios, conferencias, charlas y suculentos cheques… había un cabo suelto que no cuadraba: mi cliente.

El viejo Vasco podría ser un curtido militante de las filas anarquistas en el alzamiento de la guerra civil española, un antipático ciudadano, un personaje enigmático; pero, sin duda, no me esperaba que pudiera ser un vil asesino.

La edificación antigua que marcaba los alerones de la calle prodigios inspiraba hasta a los escépticos radicales, sobre todo por la masa crítica que allí vivía desde que Venezuela recibió en su seno a una numerosa diáspora de españoles y lusitanos; estos últimos hacían uso particular de sus habilidades de comerciante. Por su parte, Alonso Montalbán había ejercido la albañilería, la carpintería y en sus últimos años en activo, la barra de la tasca del abuelo.

Detrás quedaban las hazañas en el frente anarquista, cuando España era un lodazal de hombres muertos y otros tantos alzados contra el estado. Y esto era tema de controversia cuando sus amigos reían, fumaban y procrastinaban jugando a las cartas en la tasca de costumbre, los fines de semana. Él me lo comentó, con una mirada vidriosa; cercana al breve repaso de las situaciones desconcertantes, que se prometen limitantes de la cordura, tan delgada, tan leve, tan corriente como la de un niño que le acaban de salir los dientes. El viejo solo se tomaba dos, a lo sumo tres cervezas negras; lo demás era cigarrillo tras otro. Lo raro era que nunca veíamos de donde los sacaba o como los encendía. Te descuidabas y, ya tenía uno calado en los labios. La barba roída por el polvo de los días, se constreñía en un ademán de pensamiento profundo.

Su bastón era un tercer brazo que le salía como un apoyo mágico, cuando los años estaban pesando, el caminar era torpe, los músculos engañaban los reflejos. Había tenido relación con los surrealistas, porque luego de la caída de esa república libertaria, no quiso seguir militando (activamente, claro está) en ningún movimiento, secta u organización por el estilo. Entonces, la poesía lo salvó un poco, solo un poco, de terminar colgado de la viga del baño. Esta bohemia que estuvo muy activa en los años 30’s y 40’s en Europa le prolongó los motivos para engancharse en un estilo de vida relajado, licencioso y vago.

Eso estaba bien, bastante aceptable si lo que se quería olvidar eran las trincheras, los amores rotos por la guerra, los amigos muertos en los brazos marchitos por el ideal que sumaba vidas inocentes al archivo histórico de lo que debía ser de otro modo, pero que, por lógica cayó por su propio peso.

Nuestro vasco estrella lamió harto camino, condujo por territorio español con una mujer mulata que conoció en los ralos cafés del conjunto literario que llevaba bajo su mando. La caprichosa vida, la temible herencia de los que no se atan a ninguna parte, lo acompañó desde que tuvo uso de razón. Con esa licencia para darse de baja de cualquier compromiso real que lo hizo  desembarcar a comienzos del año 51 en la capital venezolana. Con su chaqueta gastada, las botas hediondas a leguas de mar,  los bolsillos rotos, sin una peseta en las manos. Se hizo un perfil de completo desconocido; cualquiera que llegara a estos lares debía trabajar, laborar para hacerse un nombre. Esto le mantuvo sin cuidado, lo que nunca olvidó fue su idea base: no ser un lameculos. Lo consiguió, mucho antes de que naciera su primogénito; Adán Montalbán, el hijo de este viejo español quien me contrató para dejar testimonio de la vida de su padre.

Cuando mi cliente tuvo la amabilidad de contactarme, mi anuncio en los clasificados del periódico estaba dando sus frutos: “Escritor con talento de sobra ofrece sus servicios para realizar biografías, reseñas y discursos de boda, contacto 041… llame sin ningún compromiso.” El primer pago no me trajo dificultades, habíamos quedado en que el adelanto debía estar estipulado en un 60% para agilizar el trabajo; lo demás quedaría negociado al término del manuscrito. Aquello era un tema sencillo, bastante interesante, divertido en algunos pasajes, pero la mirada de Adán sobre su padre me desconcertaba un poco. Hubo una ocasión en que estábamos en medio del capítulo tres del libro, revisando cada frase del viejo, afinando sus renglones tradicionales, poniéndole pompa al asunto, como quien dice. Y me detiene en seco con la siguiente interrogativa:

─¿No será difícil agregar el episodio del asesinato de mi padre en el libro, o sí?─ y sorbió un poco de cerveza que restaba en su botella.

─Puede ser una anécdota que despierte controversia, sobre todo si no tuvo suficientes razones de peso para hacerlo – le respondí, como para ser diplomático.

─Hermano, no seas condescendiente. Quiero que seas honesto conmigo, ¿esta vaina me traería peos legales o no?

─En realidad, si te soy sincero… no lo sé, Adán─ también tenía mis reservas con respecto a ello, no quería herirlo con cualquier expresión pesimista.

─Últimamente, ultimamen…─ se quedó pensativo, sacó una cajetilla nueva de cigarrillos y deslizó uno en sus labios; me alargó otro.

─Sí, continúa. ¿Qué fue lo que hizo exactamente tu padre?

─Lo que te quería decir, Rodrigo… era que la mayor parte de la vida de mi padre es un enigma, tanto para mí como para mi propia madre. Sin embargo, él fue un asesino. Y no solo me refiero a la primera línea donde estuvo cargando la metralla en la guerra civil, sino que aquí en Caracas no tuvo compasión con un compatriota que lo sacó de quicio, por lo qué…─ y disimuló con un mensaje que le llegó de improvisto.

─Sí, entiendo─ comenté aduciendo un comportamiento mecánico, de quien tiene que asentir a todo con parsimonia.

─Él (prosiguió) él quiso mucho a este país, pero también le agarró mucha rabia, sabes…tanto que un día en un acceso de cólera produjo una trifulca en el edificio, donde vivíamos; el vecino, un conocido zapatero del barrio, le arguyó un tema sobre la primera república… él, que tenía ese tema a flor de piel, no quiso quedarse con la espina. Lo mantuvo mascullando, arrimado junto a su navaja de bolsillo; y un día, quien sabe qué ánimos tenía, se consigue al zapatero en el botadero de basura de la esquina (tuvo suerte que era domingo, y las calles están un poco deshabitadas a esas primeras horas) le hizo una llave, el zapatero no tuvo opción, mi padre era un tipo fuerte, flaco pero fuerte; acto seguido le corto el cuello como un pollo listo para ser cocinado.

─¡Wow! Adán esto es bastante… como diría yo, “escabroso”, porque las implicaciones con la comunidad inmigrante serían una pesadilla.

─No te preocupes por eso, Rodrigo. Yo preferiría que no lo publicases, en realidad deberías olvidarlo por completo, ¿me harías ese favor, como amigos?

─Está bien, cualquier referencia a ese hecho está vetada del manuscrito final. Tienes mi palabra (mi completa y fraudulenta palabra).

─Quedamos así, cualquier cosa te estaré repicando en la semana. Ya solo queda un capitulo; estaremos con el libro listo en menos de 15 días.

Me sentía de madera por dentro, pero blando por fuera como un muñeco de mazapán. Los gases en mi estómago tenían que delatar mi respiración complicada, la ansiedad de siempre, la ansiedad. De regreso a casa me esperaba una noche larga frente al manuscrito del viejo Vasco. Cualquiera que se dijera escritor con ansias de salir del anonimato querría volarse con un libro tan lucido como visceral. Y antes de ello, tener las agallas necesarias para enfrentar toda la descarga social que se le vendría encima. El problema era que yo estaba harto de seguir escribiendo como un fantasma, como un don nadie, como un miserable que se quema las pestañas para que otro exhiba su nombre en letras Times New Roman de 30 puntos en la portada de su libro.

El mediador en este caso fue un folleto viejo en el que participé como colaborador en mis primeros años de universidad. Aquel fanzine que no volví a ver ni como periódico para poner a los perros fue mi salvación. Debía publicar esta anécdota negra que marcaría la vida de este hombre honesto, familiar, común y extranjero; transfigurando todo aquello hacia la ralea de la ignominia. Pero, si debía traicionar a mi cliente, debía hacerlo a lo grande; para ello, tenía que publicar este libro con mi segundo nombre, segundo apellido… no, esto no funcionaria, muy evidente y estúpido. Lo ideal es establecer un seudónimo, así como hacia Pessoa, el genio de los mil nombres para enmascarar un potencial literario que no fue reconocido en su tiempo (el típico caso en literatura).

Finalmente, la configuración de mi plan se presentó en calidad de ¡bingo! Ante el espejo cuando me lavé la cara, luego de una noche sin pegar el ojo. Este libro tenía que ser un best-seller, un trampolín para que todos aquellos escritores malnacidos que me veían desde sus torres de marfil tuvieran que quitarse el sombrero ante mí, como una reverencia sutil y merecida. Que cuando yo, Rodrigo H. Linares, fuera invitado a una tertulia sería el primero, y el ultimo en ser despedido con respeto; sí, esto es lo que necesito, hacia eso voy.

La chaqueta de la suerte me picó el ojo, unos jean viejos, los zapatos de siempre y, el manuscrito corregido bajo el brazo me invitaba a tomar la calle por asalto. La editorial siempre estaba llena de poetas, puros enajenados que se creían invadidos por la santidad; a mí, en lo personal, me daban lastima. Nadie quiere leer poesía, y menos publicarla, aunque en el fondo todos queremos ser Charles Bukowski haciéndole una rima al charco de vomito de la noche anterior. Mi vida tuvo que llegar al llegadero de la prosa, para no salir jamás.

Una sonrisa de oreja a oreja constituía mi tarjeta de presentación ante la secretaria de la editorial punto y coma, quien muy amablemente recibió mi manuscrito; estaba firmado bajo el seudónimo de Valdemaro Lander; se titulaba Una vida intachable, perfil de un hermano de la libertad. Alonso Montalbán. Lejos podría vislumbrar un sinfín de premios literarios, conferencias, charlas y suculentos cheques… había un cabo suelto que no cuadraba: mi cliente.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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