📇 Ficha de un disidente

1.         Charla Dominical

Tengo un instinto básico para abordar los temas ontológicos, es decir; tengo una sensibilidad de niña exploradora para acabar con mis nervios delante de un grupo de minusválidos espirituales, ¿Ahora si suena bien? Perfecto. Soy corriente como un pez koi en un restaurante de chinos de la avenida Fuerzas Armadas. Ayer por la mañana, en medio de la charla dominical, un joven pálido, flacucho y con cierto tono que me recordó a Bowie en sus años mozos pretendió vomitar, no eso suena muy feo; mejor dicho, escupir sus sentimientos, lo que sigue fue lo que anunció ante nuestra cofradía:

–        Soy un William Blake enfermo de poesía y el tigre acecha mis sueños malsanos, ya no consigo dormir de noche; a veces pestañeo cuando voy caminando, cosa que me tiene atosigado, analfabeto de mis emociones para con el mundo. Además, vale acotar que merezco la horca por hablar de los menudeos de la existencia un domingo por la mañana, dispénsenme, queridos compañeros.

Me duele el pecho de solo digerir estas horrendas, gonorreicas y exasperantes disertaciones. No es que sea un tipo de odios directos, no lo es; queridos amigos mi vida es un símil sobre la magia que comprenden los sueños echo mierda sobre el parabrisas de una gandola. Lo que quiero decir es que uno no puede soltarse por ahí con semejantes basuras en la boca, como si lo que uno piensa, siente y percibe sea digno de correspondencia, que necesite una ponderación como las caritas felices que nos colocaban en la tarea del colegio.

Los compañeros de la desgracia son tan dispares entre sí que habría que ensuciarlos un poco para igualarlos en un grupo homogéneo. Mi camarada Federico, el tonto del grupo, presente en cada uno de los altercados donde saca como de la chistera un comentario elocuente para hacer reír a los presentes. Este tipo es un comediante sin pulir, es lo que siempre he pensado, y en algún momento le advertí que podría representarlo, a lo que el con sus gestos de perro con sarna rebatía “No quiero ser un bufón por dinero, no señor, yo soy un artista, y los artistas se mueren de hambre con dignidad”.

Otro campeón de la desgracia metafísica se llama Darío Zarate, una vez depositó su confianza en mí de tal manera que me confesó algunos detalles de su vida (cuando aún era feliz y no lo sabía) ya sé que esa mierda suena trillada pero así me la contó este carajo, ¿Qué quieren que les diga? Entonces, nuestro compinche benévolo con su servidor mostro su rostro más tierno y, me devolvió su amistad en forma de confesionario. Eso fue en semana santa, precisamente en los días lentos en que no tenía mayor vaina que hacer que cargar el celular, verlo llegar al 100% y servirme un café tras otro.

Su matrimonio había estado bañado por el sagrado manto de la divinidad, literalmente era un sueño hecho realidad; cosa que me pareció un poco pedante pero, sigamos. La esposa de Darío era una exprostituta del bar La Condesa; que en los años 80’s y 90’s se perfiló como la meca de la graduación para muchos adolescentes que perseguíamos nuestra primera corrida. La calle Mocha como la llamaban algunos recurrentes, exhibía las mujeres mejor talladas por el sudor maloliente de los púberes en estado de efervescencia. Bueno, allí precisamente rescato de entre la pestilencia a una muchacha recién llegada de los andes, una cosita modelada por la propia virgen, ¿Qué les puedo decir? Así me lo apunto el conchudo de Darío entre unas chelas sin prisa.

Y fue, en ese episodio de la vida de mi compa, que se perdió para siempre su esperanza de ser actor de teatro. Aunque, seamos francos, para mi amigo el teatro no sería un lugar digno para su talante apagado, más bien tirando a melancólico, el cual se refugia en una caricatura de su personalidad. Por ende, la comedia le sienta bien, excesivamente bien diría yo. Que mienta muchas veces en las reuniones tiene sus pros y contras. Primero le da por juntar naranjas con manzanas, y putas con vírgenes en el mismo saco; disquisiciones y encontronazos que pueden sacar de quicio a un carajo como yo. Es el primero que enciende un cigarrillo cuando el terapista dice, “Vamos a hacer un break” menuda mierda esta expresión, siempre me chocan los anglicismos, sobretodo si nos encontramos en medio de un cuchitril apestoso en una pensión de mala muerte. Pero, en fin, las ratas tienen derecho a reunirse, ¿o no?

Me encanta llegar temprano a las charlas de los domingos por la mañana. Es un privilegio que pocos están dispuestos a experimentar. Porque soy un carajo que necesita tener un orden en el mundo material, ya que en el de las ideas la cosa puede resultar vuelta chicha. Las discusiones sobre mi particularidad se abren a la par del muñeco de torta, como llamamos a Gregorio Moncada; un abogado retirado que busca exhaustivamente cerrar un caso inconcluso: superar la imagen de su padre, ideal sobre el trabajo que nunca dejó en paz al gordo Moncada lleno de tics nerviosos, miopía y unos dientes roídos por el bruxismo. Soy el objetivo de la jodedera de siempre, “Astor es un tipo tan raro que cuando sale de su casa lleva una lista de las vainas que tiene que hacer” o “Ven, Astor mi pana, cuando cobre mi caso te invito unas cervezas, pero pilas no te vayas a perder la novela de las 9”.

Suelo destruir cualquier entuerto de los compañeros con mis manías diciendo que “Merezco respeto, acaso es raro ser un maniático” y todos se echan a reír a mandíbula suelta. Pero, si se ponen a ver ¿Quién no es patético hasta con los detalles minúsculos de su vida? Cuando alcanzan a ver el filo que divide la cama del gabinete del televisor y, por casualidad un lápiz se encuentra atrapado entre estos dos objetos. ¿No es como para quitarle el sueño a cualquiera? Seguramente me preocupo por cosas ridículas, vacías e insulsas. Claro que, las charlas de los domingos tienen ese toque a remolón religioso que acelera los pensamientos de cualquier asesino serial que resida en nosotros.

Domingo 12 de Mayo, esquela dejada en la puerta de la pensión por el terapista que recibe en su grupo a esta manada de desdichados, ruines y despreciables seres de paja, espectros de una vida fantasmal a las puertas del templo donde redimen sus penas como bacterias festejando en un perro caliente callejero. Esta suprimía cualquier hipótesis ulterior, el comunicado decía así:

“Nos vemos esta noche cuando el catire se largue a trabajar a oriente, este tema de la inmortalidad quiere sanarse en comunión, como los hermanos que somos; vibremos pues como notas de una misma canción”.

La impresión que nos causó esta obra maestra del misterio apuró el hipo del pequeño Blake, quien chasqueo los dientes cuando Darío encendió el tercer cigarrillo de la jornada. Nos hizo falta un mentor en ese momento, porque lo que es decir yo, como el poeta decadente que era, no tenía la más recóndita idea de lo que querían traslucir estas líneas enigmáticas. Si queremos ponerle el punto base al asunto, tenemos que enfrentarnos con el hecho mismo de la iniciación en el concierto al que asistimos como hermanos del mismo dolor. Y, haciendo uso de mis facultades de historiador, tengo que demostrar que este viaje al estómago del corazón humano no fue idea sino de mi exnovia, la morena que paso el coleto con mis poemas, limpio sus zapatos con mi verga y, bebió lo mejor de mi inspiración sobre sus caderas de jarrón egipcio.

Por su culpa llegué a este grupo de perdedores en busca de consuelo para mis cuitas de despecho. Porque ella, en vez de seguirme dando alimento de sus pechos se negó a continuar con un tipo enfermo de palabras. Así fue como expreso sus últimos arrebatos en contra de mí, recolectando cada trazo de su desprecio en beneficio de un maltrato literario de editor de periódicos.

El domingo cumplía su misión frente a sus fieles enfermos de soledad. Como estos tipos no tenían vida social, tampoco abrían cancha para tenerla, es decir, huían a toda costa del contacto humano. Por ende, el sumo que se desprendía de aquellas reuniones podía ser destilado en barricas de cavilaciones kafkianas o a decir verdad, hasta camusianas. Juntos somos más que una reflexión, somos un espíritu lustrado por las manos de Atenea, y humillados frente a la consideración indiscutible de Tolstoi sobre la misión del hombre en la tierra.

Acordamos en llamarlo Asociación sin fines de lucro y sentido, como un homenaje particular a nuestros autores de cabecera. La idea, sin más, era demostrar que el espíritu humano puede repararse cual computadora llena de virus maliciosos, cuando hemos desviado el camino, hemos perdido la voluntad. Y cada domingo por la mañana, cual iglesia cristiana depositamos nuestra amargura en los oídos diligentes de nuestros amigos, quienes, desde luego, hacen vida simultáneamente bajo desgracias equiparables.

Por pura curiosidad, cuando el terapista deposito este comunicado en la mesa del café, y se largó, obedecimos al designio de acudir a aquella cita con la esperanza de no tener que volver a vernos las caras nunca más. Como si en aquella ocasión, el destino, los desaciertos y el azar estuvieran combinados para darnos el empujón que estábamos esperando por años frente al espejo. Los miembros del grupo tomamos nuestro rumbo habitual y, la hora pautada para aquella “última” reunión se negoció tácitamente.

En una edificación abandonada que conectaba con un estacionamiento lleno de chatarras, lavadoras viejas y otros enseres cubiertos por el óxido y el tiempo, escuchamos llegar a uno por uno con sus respectivas caras de siempre. El método por el cual nos reconocimos fue el caminar, cada uno maneja un caminar particular, que a la larga define la personalidad del autómata. Darío avanzaba descompasado, el pequeño Blake evadía los cachivaches en su habitual estilo distraído, algo como un niño que busca no sé qué cosa. Se sumó Gregorio con su torpe paso de niño obeso, que tiene problemas para realizar ejercicios en el colegio. Cuando yo me presenté a espaldas de mis compañeros ni lo notaron, claro es que como la poesía siempre fui invisible; solo perceptible para aquellos que me conocen a fondo o sea nadie.

Nuestro terapista llevaba una túnica blanca que le dejaba al descubierto los pies, y en su mano una navaja de afeitar. Esto fue un objeto que elevo la circunstancia de absurda a compleja. Como íbamos a responder a un mensaje como ese, es decir, ¿Qué demonios hacia yo allí, si estaban pasando un maratón de alf en la televisión? Lo que ocurrió después no revela nada que se pudiera haber intuido, escrito o evitado. La verdad es bastante compleja como para encerrarla en una postal de domingo, con un montón de ruines asistiendo al bautismo psicópata de su terapista emocional.

Los poemas que recito en voz alta en el balcón de mi apartamento me mantienen alejado de aquella imagen desagradable, quisiera que las palabras fueran más amables, más dóciles y menos sangrantes, lejanas y ásperas. Es la factura que he de pagar por ser poeta.

2.         Una tara espiritual

“Guardo una bestia, un ángel y un loco dentro de mí;…”

Dylan Thomas

Aprovecha esta ocasión para apedrearme desde tu pedestal moral, cada persona tiene su momento para salir a relucir, así que empieza a detonar tus imprecaciones sobre mi proceder dentro del colectivo humano. Si te dijera que las balas matan más que el cáncer estaría mintiendo, nunca esto fue un juego para mí; aunque a decir verdad: la relación entre el cáncer y el asesinato es pequeña. La verosimilitud de mis afirmaciones no tienen relevancia, lo que es inefable carece de cualidad productiva. Por ello la poesía me contiene, me mantiene, me corrige como un tutor espiritual.

Para fines del mes de mayo comprendí que Baudelaire tenía razón “Hay que mantenerse ebrio, de poesía, de virtud, de alcohol; pero borrachos para evadir la prisión de lo real” más o menos así meditaba el poeta maldito, no obstante fue vetado por su sociedad, vilipendiado por las mujeres y enterrado por la sífilis. Fue oro puro el tipo, yo lo asocio con el ideal del poeta, muerto por dentro pero viviendo al máximo su vitalidad degenerada. Era portador de la marca sagrada, esa que trasciende a los que sufren la existencia hasta el hueso. Yo me asumo así, menospreciado por la felicidad, quizás uno de los conceptos que se me antoja odiosos en su estipulado.

Jeremy Carmona me comentó un día, bajo una cortina de lluvia leve, parecida a esas postales de Europa donde la gente se engulle en sus abrigos de animal. Son personas despreciables, que sufren por cuestiones del clima, yo estoy a gusto bajo las temperaturas que congelan la sangre. Me dijo, entrecortando las palabras; en su cadencia de locutor retirado, pendiente de sobornar cada palabra bajo la sofisticada falacia del educador “Eres un artista mi amigo, podrías tomar clases en la Sorbona, escuchar Wagner y, dilucidar una guerra en Kosovo sin inmutarte por las consecuencias. Eres mi referente, un tipo cariñoso con los animales y cauteloso con los hombres. Pero, como todos tenemos un propósito o si lo llamamos así, “un oficio” tu siguiente encargo será para la OAR, ¿entendido?” “Y cero remilgos, no estoy para esas pendejadas tuyas de que si por la espalda es de cobardes, cara al sol como Martí, nada de mierdas. Quiero un trabajo limpio, preciso y bien hecho, ¿listo?” y se rasco la quijada donde mostraba una naciente barba de criminal de la desaparecida isla de Alcatraz.

–      Quedo atento a tus comentarios sobre la culminación del encargo. Comentó Jeremy, encendió un cigarrillo y se largó calle abajo para prender el motor de su Dodge Dart, desapareciendo en lontananza.

–      Ok – pude responder apenas, porque el carajo ni chance me dio de digerir el asunto. Voltee sobre mi eje y corregí mi estupor en las piernas de una morena de cabello rizado, mostraba unas curvas a punto.

Mis reflexiones matinales giraban en torno a los dominios de la ética. Aquella disciplina que manosearan hasta la saciedad los estoicos, los prodigios del bien común no pertenecían al reino de los hombres. Sino que su moral indicaba que tanto las luces como sus sombras estaban cortadas a ras. Quien quita qué en los arrabales del siglo XXI, un tipo como yo perciba la ética para erradicar una rata del sistema. ¿Parece un disparate? Aunque me gustan las paradojas.

Me acompaña la vieja compilación de poetas malditos a mis faenas cotidianas. Soy un ser oscuro por carácter, la dignidad que me confieren estos hombres desventurados despierta la inocencia en mí, dormida por los entuertos, las angustias y la suciedad de mis actos. En ocasiones puedo ser tan cruel que me describen como el integrante modelo de la OAR, cosa que puede tener un pulso retorcido, ya que no tiene relación alguna con mi temperamento calmo.

Recuerdo que cuando tenía unos quince años, la idea del suicidio manejaba cada palmo de mi ser. Era una narrativa que producía reflujo en mi estómago, no porque yo lo decidiera así, era una suerte de salida de emergencia para el tormento de aquello que me era repulsivo en el mundo. Principalmente en lo que respecta al tema del sentido, lo complicado aquí era llegar a tomar control sobre lo que iba sucediendo, la falta de lógica con los sucesos me hastiaba de modo que si mis padres hubieran sido irresponsables, yo no estaría aquí.

La cautela de pronto se convirtió en mi vehículo de lujo, cuando lamentaba que la vida careciera de motivos para respirar llegó la poesía a rescatarme. Escuche el canto de las sirenas, lo siguiente fue dejarme embelesar por el paroxismo de la palabra insinuada como un ancla. Y puedo citar, un verso que utilice para revolcarme en la primera cama que me recibió, una chica que debilitó la poca estima que tenía por las personas entonces:

“Vivo en relación con la nausea

De que el statu quo me degollé dormido

Abriendo de tajo mi espíritu

Y vaciando mis venas para alimentar a los cerdos.”

La chica me devolvió la inspiración que le inyecte con creces. Nunca antes hubiera sentido lo que sentí entonces, con los cuatro chacras alineados para llenar el mundo de sentido, de lujuria y de virtud. Pero, algo sucedió en esa cama que me cambio para siempre, su mirada, la de la chica, no era complaciente con mi dolor; más bien se alimentó de mi desgracia calculando el próximo golpe apenas hube recuperado las fuerzas.

No la volví a ver, y no porque me haya roto el corazón, yo no creo en metáforas imbéciles como esas, no caería tan bajo. Sino más bien, la considere un detonante, un subterfugio que supuso un abismo con mi antigua percepción de la ética que debía desarrollar. De forma natural se instaló en mí el gusano de la discordia, la ira y la venganza con la humanidad. Que, si bien es cierto que no podría aplicar de manera universal, lo condicioné a los ideales políticos.

Mi perfil anarquista es evidentemente claro, y si somos realistas también podría decantar, en mis momentos menos lucidos, hacia el nihilismo radical. Trabajo para la OAR no porque lo haya decidido espontáneamente, todo condujo orgánicamente a que yo participase de las acciones criminales, yo las considero virtuosas, de eliminar del sistema los virus o personas indeseadas. Estas cuando son suprimidas pueden abrir las posibilidades a que los caminos que antes parecían sellados por la indiferencia tomaran un rostro positivo. Podemos identificarlos con los hombres menos coherentes con el bien común, los indicadores éticos nos muestran que sin ellos la OAR va sumando conquistas en una sociedad plagada de misticismo e ignorancia.

Sin embargo, el ultimo encargo por parte de la OAR (Organización Anarquista Radical) me es, como decirlo, éticamente deleznable. La capacidad que yo tenga o no para llevar a cabo este trabajo no me desacredita como miembro elite de la organización, pero si soy franco, estoy en medio de un dilema. Puedo aprovechar un pasaje que escribí hace poco para el periódico ácrata “Bad boy” y que viene como premisa para analizar una praxis supramoral:

“La acción política deviene en positiva si se quiere reafirmar el concepto del ideal de la libertad. Para que la marcha inexorable de la historia imprima su juicio sobre los hombres, tendremos que mostrarnos arriesgados, firmes y comprometidos con las vicisitudes que tienden a suprimir los límites de lo bueno y lo malo…”

Sabemos que desde la ética política “El fin justifica los medios” o básicamente así lo interpretaron o quisieron traducir los escribanos a Maquiavelo. Entonces, Jeremy Carmona pone ante mí, en un sobre sellado, firmado al reverso con el logo de la OAR, un encargo de carácter trascendental. Al abrirlo encuentro una carta explicativa del problema que tengo que borrar, suprimiendo a este sujeto virus del sistema. Y, ese sujeto al que debo asesinar, es mi padre.

Mi padre es un servidor social de la llamada “democracia light” que involucra entre sus cometidos el prostituir jovencitas en torno a su partido político. A los chivos que se manejan a su alrededor les encantan las fiestas llenas de coñitos vírgenes. Estos han utilizado sus cuotas de poder abusando de la juventud, y sumando a ello las acciones de corrupción más obscenas.

No puedo identificarme con un ser así, por ende debería corregir la ecuación, darle un sentido nuevo a la palabra poeta, despejar la x, limpiar el camino sellado por la inmundicia humana. Interpreto que en mi alma se gesta la batalla previa, en la realidad: mis manos tendrán que negociar con mí revolver.

3.         Poética de la praxis

La praxis, la bendita praxis que afloja las piernas de la teoría como una zorra sobre las sabanas de un hotel barato. Esa es la condición sine qua non que determina que esta estrategia/confidencial ofrezca un saldo positivo. Adjunto al servicio especial de la OAR me dedico a manufacturar realidades. Esto deviene por el chasquido de dedos (como cuando te afanas en encender un cigarrillo, contra el viento, una mañana helada junto a la ventana de tu apartamento; tu media naranja o compañera del momento reposa haciendo un ovillo), a veces me sorprendo de las andrajosas ideas que allanan mis madrugadas.

Como una bala decidí alistarme para que la fraseología anarquista fungiera como aceite para mis músculos ¡Viva la anarchy! o ¡Sabrosa es la libertad, corrámonos encima del sistema! Este tipo de coletazos me vienen del génesis de mis pasos dentro de la organización. Sin duda eran tiempos violentos, obscenos y abiertos a la interpretación de vagabundos espirituales como rebeldía de colegio; pero no fue así, quien asesina nunca es un santo. O eso percibía de mis lecturas, de mis rimas, de mis escapadas poéticas bajo perfil.

La caratula de un disco es una antesala para la imaginación sonora. Lo que representa para mí el conglomerado de piezas del hard rock, grunge, blues y jazz tiende a sacar de sus casillas a las mujeres que me reciben en su interior. No en vano llego a mostrarles un atisbo de mi alma, cuando de pronto les comparto mis primeras adquisiciones que sirven como canciones de cuna para mis momentos grises, detonantes en revisiones al horóscopo del día ¡Qué asco! Es por entonces cuando me siento flojo de voluntad, como una ameba que flota en el esófago de un gordo mórbido que regurgita restos de papas fritas.

Mi pequeña colt automática es una damisela fiel, sin rastros de ser un artículo vano que no proscribe un aura sobrenatural. Recuerdo la vez que apunte a mi primer objetivo como integrante de la OAR, de eso hace más de siete años; pero entonces percibí que estaba bajo un halo de misticismo autoimpuesto. Recuerdo aquello a propósito de los entuertos que he tenido con los demás personajes del conglomerado que represento. Estoy a punto de soltar los guantes, de manera que si esto resulta como deseo la cosa puede salir a pedir de boca. Nada más queda que mi hermosa colt me ayude a esquivar las balas como ese semidiós que inspira a los ideólogos a organizar congresos y versar sobre los destinos del mundo en base a la teoría de un orate.

Existen en el mundo de la praxis política los que debemos enfrentar el fuego cruzado como un kamikaze, recitar un par de versículos de la biblia y darle ese toque de inmortalidad a los estatutos del deber ser de un revolucionario. Como lo pudo vivenciar Regis Debray en su novela sobre la guerra de guerrillas en Latinoamérica; nada puede suceder por azar, habrá una acción y una reacción. Y esa reacción es la que se pretende como un chispazo en cadena. Después, el francés de luces (pero no de acción) se metió en un embrollo del que solo lo pudo sacar el fabuloso tío Sam, miserable paradoja que causa pena.

Volviendo sobre lo que debo terminar, este último capítulo de mi vida; puedo sentir que la permanencia en este plano puede o no depender de ello, quien sabe, a lo mejor estoy destinado a otras tierras; quizás termine fumando opio y comiendo ancas de rana en un café de Ámsterdam o participe de una revolución armada en Yemen. Ese perfil del poeta vagabundo, vendedor de esclavos y soldado de la enfermedad que fue Rimbaud apetece a mi destino manifiesto. Hombre de una iluminación que pocos malditos han conseguido, si este tipo fue o no real, en mi opinión su vida supera el pulso de su verso. Por más que medite en ello no puedo prescindir, “Cuídate Angélica” – le suelto así muy quedamente al oído y cierro la puerta para no volver jamás.

Si los lentes no me fallan, y las piernas tampoco reviso el correo que me hizo llegar Alonso la madrugada del martes, embebido de un no sé qué sarcástico:

A partir de hoy, martes xxxx del mes de septiembre del año xxxx, tienes exactamente 21 días para abandonar tu puesto de mando en el brazo teórico del movimiento y volver al ruedo. Desempolva tu mejor arsenal compañero Astor; no vemos un servidor mejor capacitado.

La activación de la operación Punto de Corte inicia hoy, y para el término de la misma la cifra que debemos reconocer en nuestras filas es 1 para la anarquía, -1 para el sistema. Tu valor como miembro es inefable, prácticamente eres el corazón de esta organización y perteneces a la posteridad de antemano.

Te invito a ser inmortal querido amigo.

Atte.

Alonso serial # 00187

Traduciendo todo aquello al cristiano ramplón, debí imaginarme que me estaban invitando a cortarme las pelotas en una misión suicida. Operación que por su complejidad iba a ser delegada al más abnegado (o pendejo) de la OAR. Pero a todas estas, no quería yo dar el gran paso, cubrirme de gloria y desaparecer en una nube de humo al estilo de Michael Jackson en concierto. El hombre malo del relato tocaba fondo, forma y fondo o tumba segura, eso sí.

Aprovechando que mi preparación para todo aquello debía de ser digerido en menos de lo que tardo en saborear un café tinto, me dispuse a desayunar en mi cafetería de confianza. En mi reloj permutaban las agujan en medio de la humedad de la mañana, apenas y defendían las ocho menos cuarto; tiempo suficiente para comer con parsimonia, leer un poco los diarios e ir caminar para despejar la tormenta de ideas que incendiaban mi cabeza. Solicite a la camarera un café grande negro con dos de azúcar, dos sándwich de jamón y queso y un jugo de tres en uno (desayuno de campeones, pensé como un niño bueno).

Los tesoros que se consiguen en mañanas como estas no estaban elaborados para siniestros esperpentos como yo, o así lo dictaba mi conciencia sucia de atrocidades por el mundo del futuro – Debía matar a toda esa gente yo solo, disimular que las reglas estaban de mi lado y volar una bomba a pocos segundos de abandonar el edificio; sé que parecía película de Bruce Willis pero era lo que la organización perseguía, y a eso no podía objetar nada.

La chica guapa de la cafetería coloco mi desayuno en la mesa, me pico el ojo en señal de cariño, luego prosiguió con su faena detrás de la barra. El perímetro que divide esta criatura de mi alma abigarrada es tan grande que podría caber el ego de cualquier político norteamericano y sembrar una colonia de hormigas. Lo curioso, y que escapa a la percepción que tenía hasta entonces del desayuno fue lo siguiente: En uno de mis sándwiches de jamón y queso (que se encontraban tan sabrosos como las nalgas de María Lionza, cabe agregar) estaba bocetada una silueta curiosa, que ni yo hubiera percibido ni por asomo. Era el rostro del cristo, el mismo que se me había hecho un odioso verdugo desde el día que me obligaron a realizar la primera comunión. Y, yo pensé en tono de shock, ¿Estaré sollado del coco o me hicieron mal los diez cigarrillos en ayunas? La expresión en mi cara era un poema del Dadaísmo: expresaba tanto que nadie entendía un carajo.

Ni siquiera pude darle un bocado a aquellos sándwiches sensuales, el cristo develado en forma de quemada sobre el pan me condujo a una encrucijada de la que por ahora me mantengo a salvo, resolviendo mis memorias delante de una soledad que es mi consuelo y refugio.

Escucho las grabaciones de mis viejas ponencias sobre la praxis política, guiado por un fuego interno que daba miedo a cualquiera que se me acercase, sentía que el mundo era un patio de juegos, y yo podía dar rienda suelta a mis fetiches. Pero el silencio, aquel silencio que opera dentro del poema me dio refugio ante las absurdas determinaciones que puede fabricarse el hombre por puro capricho.

…y que algo puede sobrevivir sin lenguaje, la política es un asunto infantil, muy serio para ser verdad.

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