Su pizza debe llegar en menos de 25 minutos. Si no, le devolvemos su dinero.
Un slogan publicitario que vende por perspicacia. La margarita es muy popular, sin duda conviene comerla caliente; o eso pensaba John Connor antes de buscar trabajo como delivery. Este adulto contemporáneo, pasadas sus mieles ante el volante anteriormente como un renegado de los combates con el sistema. Presentaba un semblante marchito, ofuscado, gris. Propio de los actores retirados de los cuales ni la academia del séptimo arte recuerda su sonrisa.
Comentaba a sus compañeros de faena que si bien él no era un prospecto como para mostrar lo mejor de la marca “al menos tenía agallas para tomar las riendas de una moto”, y en Caracas esto era una odisea post apocalíptica. A sus 42 años, John Connor dominaba la autopista Prados del Este de cabo a rabo como un salvaje. Las curvas de su motocicleta impactaban contra el asfalto, el silbido del viento se incrustaba en sus oídos, los rayos del sol poniente le cubrían de gloria perdida cuando su rostro barbudo asustaba a los niños en los autos vecinos, sus muecas no eran bien recibidas por estos.
Laborando como un perro, hasta 12 horas diarias. Contando los fines de semana, feriados y hasta horas extras. Es un workaholic que busca en la rutina la manera de borrar sus antecedentes. Lo que antes fue un terremoto de emociones incontrolables, aventuras desarrapadas, viejas proezas mercenarias que le condujeron hacia lugares inhóspitos del planeta en búsqueda de vivencias psicodélicas.
A los 16 años tuvo su primera experiencia con las drogas duras. La elegida para el bautismo fue el ácido. En medio de una rumba del liceo se encomendó a todos los ángeles, arcángeles y la corte malandra si era preciso. Se dominó un viaje trascendental que le hizo replantearse su condición finita en un mundo condenado a la extinción. En efecto, las consecuencias se alargaron poco más de 72 horas, cuando los ojos de este pequeño visionario parecían extraviados en un futuro aterrador.
Allí las maquinas dominaban a la raza humana. Habíamos terminado esclavizados por aquellos seres androides que poseían inteligencia artificial IA. La ciencia y la tecnología le debían una explicación franca a los seres humanos por su error, el de conceder autonomía a su creación. Así como dios se equivocó con el hombre cuando confeccionó ese árbol delicioso que daba frutos de libertad.
Un mundo dominado por la fibra de carbono, los intercambios de números binarios, el éxodo de miles de seres que deambulan por las calles escondidos como ratas porque la IA desarrollo un ejército para exterminar al homo sapiens. Los nuevos jerarcas del planeta tierra podían ensamblarse, regenerarse y consumir energía solar para continuar su conquista civilizatoria androide.
El pequeño John Connor desanimado tuvo que abandonar la escuela. Se inspiró a contar todo aquello a sus padres, quienes lo metieron de inmediato en un sanatorio mental. Desestimaban un ápice de lógica en un relato nefasto, inverosímil y propenso a la esquizofrenia. Con su pobre hijo de neuronas vueltas chicha, la familia Connor emigró a tierras del norte, donde podrían encontrar una cura apropiada. Es que la medicina anglosajona sana o liquida. Descarta las medias tintas.
Nuestro héroe incomprendido siguió con las mismas alucinaciones. Producto, en este caso de sus consumos excesivos de cocaína. Droga perlada, refinada en los mejores laboratorios de Latinoamérica. Y, esto fue lo que lo hizo volver a su terruño. En Venezuela se sentía como pez en el agua. Además, el tráfico en el norte no ofrece el sentido de deporte extremo que se inyecta directo a la vena John en Caracas.
Una serie de oficios frustrados, reestructuración en sus interrelaciones personales más el doblemente peligroso vicio por delante. Terminó en las filas de una empresa de delivery, una potencia a nivel del continente en el rubro. En medio de la pandemia, gracias al impulso de este servicio cobro vida su antigua carrera contra la muerte. Ganando dólares como arroz, las propinas estaban a la orden.
- Aló… si, necesito que lleves unas pizzas familiares a la urbanización las fuentes en el Paraíso – informó su superior.
- Ok, voy chola – respondió John.
La circunstancia pintaba para ganarse una recompensa jugosa. Se trataba de un cliente conocido. Por ende, el que le picara la mano izquierda o que, ayudado por la ficha de ácido que cargaba como reserva, le resolvieran una entrega mágica, sin obstáculos. La revolución ventilaba los glóbulos en su sangre hasta las nubes. En la lengua, la papeleta de ácido apagaba lo evidente, a su vez colocaba en HD el subconsciente; este es el universo interconectado del ser.
A las 9:30 p.m. vencía el plazo para culminar la entrega. En la pizzería habitual (franquicia gringa) se tomaban las recetas con seriedad. Un buen trozo de pizza, cubierto de queso mozzarella, salsa de tomate, orégano… anchoas para los excéntricos, piña para los arriesgados; sumaban un horizonte de sabores bendecidos por los comensales.
Un caballo de carreras en el derbi de Kentucky, con John en la primera línea. Zigzagueante en sus dos ruedas, ignoraba por completo las relucientes luces de los semáforos. Dentro pensaba en los peligros de haberse arrebatado, sin embargo tenía que echarle pierna. Los Pocaterra pagan bien, y hasta le habían regalado un reloj. En el cual, por cierto, marcaban las 9:15 p.m. se hacía difícil sortear la Francisco Fajardo sin caer en las conocidas alcabalas de la cuarentena. Los policías, robocops del matraqueo le daban a la lengua para bajar de la mula a John. No obstante el viaje se puso heavy.
Los dos oficiales que pretendían marear a John con divergencias jurídicas del código de tránsito, se veían extraños. Los ojos rojos chispeantes dentro de unas cavidades de acero recubierto con cierto elemento de titanio. Los brazos como herramientas de tortura culminaban en dedos filosos como cuchillos, y sus armas de reglamento apuntaban a la frente de nuestro héroe, que sudaba frio para variar. Se incrementaba el miedo hacia estos androides asesinos. Ya no hablaban de manera amistosa, un bip, códigos en serie y, proferían un “alto o disparamos”, que sin remedio eran la señal esperada por John para avanzar.
“Yo me largo de aquí” pensó. Debo entregar estas pizzas o sino me matan en el trabajo. “Jodanse, malditos androides. Yo soy John Connor, el tipo que ha vencido a la muerte en viajes interminables en el tiempo”. “Esta entrega la termino porque sí” expuso convencido de su determinación. Un atajo, los policías le seguían detrás en motocicletas que observaba por sus retrovisores. Podían abrir fuego, dejarlo como un colador de espagueti, ni por la dentadura lo reconocerían. “Alto, ciudadano. Detenga la moto, coño” se le oyó decir a uno de los androides; al más peligroso que iba fumando.
- ¡Alto ahí, John Connor! – propuso furioso uno de los oficiales o debería decir robots.
- Ni de vaina – gritó este -, búsquense otro pendejo, yo necesito entregar esta comida. ¡Putas, bruuuujass!
Tres motocicletas se enfilaron por la autopista, cruzando a trocha y moche los autos cuando pocos, a estas horas de la noche circulan. Los bocinazos de los autos que olvidaban en el camino se esfumaban, John sentía ganas de fumar, pero a esa velocidad era difícil; casi una acrobacia suicida. Los androides gemelos en acción disparaban en marcha, sin precipitarse, sin inmutarse en su manejo profesional. John sintió un pellizco en el muslo. En caliente no se registran diferencias corporales, porque todo está saturado por la adrenalina. Se levantó en caballito para goce propio, se sentía pleno de sus facultades. Los androides habían desaparecido, estaba esperando el cambio de un semáforo para acelerar. Se reía como loco, no podía contener la alegría de hallarse libre de sus perseguidores.
Los fantasmas no piden permiso, y así se presentaron de nuevo los mismos androides tras de él. John dejó de creer en su buena suerte, convirtió la entrega a domicilio en un arma. Soltó la carga, el bolso cayó dando vueltas como un dado e impactó a uno de los robots. Colgado de la situación, sin mirar hacia adelante… piso el freno de pronto, sintió la caída que en breve dolería por completo.
Un derrape en un cruce de semáforo, dos carros se besaron al instante. John Connor no calculo las distancias, quedó atrapado bajo la defensa de una camioneta Bronco. Se contó como un rehén en medio del paroxismo de las personas curiosas. Rodeaban al caído en un círculo de terror donde este exclamaba ¡ayuda, ayúdenme! Pero los androides se acercaron a revisar a John. Este no quería despegar la mirada de sus cuerpos mecánicos, embrutecidos por la sangre que nunca entenderían porque brotaba de los hombres. “Ayúdenme, necesito despertar”, reclamaba sin recibir respuesta. Nadie entendía la verdad, pero nuestro héroe sabía que el futuro estaba cerca. Un apuntador señalaba la frente de John, quien solo esperaba el tiro de gracia.