🎼 La caída del pene

A Ernesto López se le cayó el pene en el inodoro. Sucedió una mañana cuando se preparaba para ir al colegio. Todos los días, la madre de Ernesto despertaba a su hijo con el ruido de la licuadora y nuestro héroe abría los ojos desorbitados como si hubiera tenido una pesadilla. Aunque la real y horripilante experiencia ocurriría momentos después.

Apenas puso sus pies descalzos en el suelo, cerró los ojos pensando en lo difícil que iba a ser ese día. Esa misma la tarde, todos los alumnos de quinto año debían presentar la «Prueba de Aptitud Académica», una evaluación de matemática y lenguaje que otorgaba los cupos a las universidades públicas del país, para la cual Ernesto se había preparado durante un semestre con profesores particulares y test modelo, porque aspiraba calificar en su primera opción, la más demandada de todas las carreras: medicina.

Sin embargo, Ernesto no era amante de la medicina. Tampoco había sido un estudiante aplicado, por lo que la situación se presentaba bastante cuesta arriba. Me explico: en la Prueba de Aptitud Académica el rendimiento escolar tenía un peso de 40% sobre el puntaje final. Como el promedio de nuestro héroe había sido regular, debía obtener una excepcional calificación para así optar por su primera opción, la única de las tres alternativas que tenía entre ceja y ceja, la que lo obsesionaba a niveles absurdos de exhaustiva planificación, porque a Ernesto López solo le interesaba compartir clases universitarias con Cecilia Páez, su mejor amiga, la chica más guapa del mundo según él. Y también súper inteligente, porque Cecilia tenía un notable promedio que le aseguraba un puesto en cualquier carrera y universidad del país.

Ernesto miró las uñas de sus pies y notó que habían rebasado el lecho ungueal. El piso estaba frío, producto del aire acondicionado, fundamental para un hogar que se digne a ser clase media y esté ubicado en la costa del Caribe. Levantó los dedos sin despegar la planta de sus pies del suelo, los movió hacia arriba y abajo, en intervalos independientes, como haciendo la secuencia de una onda senoidal. Y eso pensó Ernesto aquel instante: «Es una onda senoidal», pero no supo recordar si lo había visto en el último semestre de estudio o en algún libro de música, de los tantos que acostumbraba a leer antes de dormir. Pensó que sí, pudo haberlo visto en aquella sección sobre el diapasón, y de inmediato arqueó la espalda y estiró los brazos con pereza. Entonces se levantó, caminó al baño y se acomodó frente al váter. Lo demás es historia. El pene de Ernesto se desprendió al bajarse el piyama y se sumergió en el fondo de la taza como si fuera una moneda de pocos centavos o un cepillo de dientes o cualquier objeto que suele caerse en la poceta.

O como uno de esos módulos que se desacoplaban de las naves Apollo y quedaban perdidos en el espacio. Sin dolor, ni espectáculo ni belleza. Nada.

La primera respuesta del organismo de Ernesto fue expulsar un chorrito de pis. Nuestro héroe hubiera deseado que su chorro hubiera tenido forma de arco, con mucha potencia y orine, como los aspersores de los estadios de fútbol. Pero en realidad fue un chorro ridículo, al ras, como cuando intentas pasar café de una taza a otra y el café se derrama por el costado de la taza.

En segundos, Ernesto mojó su escroto, ingle y ropa interior. Pero el orine no se detuvo allí: utilizó su pierna como acueducto bajo su piyama para formar un enorme charco de pis en el suelo.

Fueron momentos difíciles, no se puede negar. La mutilación para cualquier ser humano suele ser un evento traumático. La persona queda incapacitada de realizar tareas que cotidianamente hacía, como andar en bici, restregarse los ojos o levantarse de la cama. Pero aquel incidente tan particular, la caída del pene en un adolescente y en un momento tan crucial de su vida, podía arrastrar la psiquis del individuo a los límites de la locura.

En el caso de nuestro héroe, el shock lo dejó petrificado frente al váter. Lo único que hizo durante varios minutos fue mirar su zona genital, sin pensar en nada. El pubis de Ernesto López parecía un volcán de vello púbico cuyo cráter era el vacío de su pene, un claro de bosque donde se distinguía el huequito de la uretra rebanada. En otra circunstancia, hubiera sido la cirugía perfecta. Era un corte tan limpio, tan preciso, que ni siquiera había brotado una pizca de sangre ni se irritó su piel. Y eso que Ernesto era de ésos que se rascaba un poco el brazo y le salía una erupción.

Las últimas gotas de orine fueron expulsadas como estornudos de tuberculoso. Ernesto, como un autómata, trató de sacudir su pene inexistente. Y fue cuando reparó que su miembro reposaba hundido en el fondo del váter como un submarino abandonado. Lo había negado, o no lo había entendido, porque procesar la caída del pene podía colapsar hasta a la computadora más avanzada. A nadie se le caía el pene sin ningún motivo. Era imposible, fuera de toda lógica o racionalidad. Una cuarta dimensión corporal. Más bien, una negligencia apoteósica en la historia de las estructuras celulares.

La humedad en sus pies lo despertó de su hipnosis involuntaria. Nuestro héroe miró el suelo lleno de orine y trató de levantar las piernas, pero lo que hizo fue dar unos brinquitos que salpicaron más el pis en las losas del baño. Ernesto se llenó de furia. Se miró a sí mismo en tercera persona dando saltos sobre su propio charco de orine y se sintió humillado. No tenía tiempo para estupideces. Tenía ese día un examen muy importante. Debía llevar a cabo acciones rápidas, sin pensar, porque si pensaba, perdía. Y ya había perdido suficiente.

Aquella mañana, el primer gran plan de Ernesto López consistió en recuperar su miembro del lecho marino de la poceta. Pero al intentar arrodillarse, nuestro héroe resbaló sobre su charco de pis y sus manos trataron de apoyarse en el tanque del váter para evitar una peor caída. A continuación, ocurrió lo más duro pero inevitable: su mano cedió en plena acrobacia y terminó por activar el sistema de vaciado. Así, mientras Ernesto golpeaba su cara contra la losa y caía sentado sobre su inmundicia, pudo ver cómo su pene daba vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj y se adentraba en el remolino del inodoro hasta desvanecerse.

—Ernestico, ¿estás listo?

La voz de su mamá lo regresó a las 6:30 de la mañana, veinte minutos para salir al colegio. Ernesto perdió la cuenta del tiempo que había pasado, quizás fueron diez segundos o treinta minutos, igual no importaba, su mamá era muy estricta con la puntualidad y más aquel día, cuando su único hijo presentaba en la tarde la prueba para la cual se había preparado con tanto esfuerzo. «Cierto, hoy es la Prueba de Aptitud Académica», cantó mentalmente nuestro héroe con una melodía punteada por una mandolina. Entonar melodías le ayudaba a tallar mantras en su cerebro y enfocarse en las actividades simples. Así, mientras agregaba una batería a su instrumento de cuerdas, se levantó de un tirón y abrió la ducha. Entonces, aparecieron unos coros que murmuraron «Aptitud, Aptitud», mientras se pasaba el jabón por las axilas y se sumaban unos violines. Sin darse cuenta, entró un riff de guitarra eléctrica y cada punteo le lavaba los dientes, primero los molares, después los colmillos y más tarde los incisivos, todo con «Aptitud, Aptitud», y en medio de los instrumentos se asomaba Cecilia con unos papeles en la mano, probablemente una prueba importante, y le decía a nuestro héroe que que se acercara con el dedo. Entonces, Ernesto quiso acercarse, y mientras lo hacía, nuestro héroe se abotonada la camisa y se amarraba los zapatos, y Cecilia rompía los papeles importantes y le decía que se sentara a su lado. Así, Ernesto se miró al espejo, peinó el cabello y tragó fuerte, nervioso, mientras tomaba la guitarra para hacer un sonido progresivo y escandaloso que estremecieron a su amada.

Pero cuando fue a acomodarse el pene (le gustaba ponerlo hacia arriba dentro de su ropa interior), reparó de nuevo que estaba solo en el baño y que (oh, desgracia) había perdido su genital en la poceta.

La música se apagó y Ernesto entró de nuevo en cólera. Realmente, un frío se apoderó de la boca su esófago como si le hicieran una endoscopia con un bate de béisbol de aluminio. Sus pensamientos se volvieron negros y no encontró un sentido para estar vivo. Total, él ya no tenía pene, era una persona apenada, un «penecefálico», porque imaginó que esa palabra existía. Y era imposible que Cecilia lo quisiera sin pene, no había discusión en ello, ninguna relación lo aguantaría. Porque Ernesto no pensaba en otras mujeres que no fueran Cecilia. Es decir, no es que nunca hubiera visto pornografía ni sintiera atracción por otras, sino que solo se imaginaba un futuro con Cecilia. Estaba seguro de que eventualmente se casarían y tendrían niños, que vivirían en un departamento frente al mar donde pudieran ver los atardeceres los domingos y comer langostinos rebosados en aquel restaurante a la orilla de la playa. Pero sin pene no podrían tener hijos, ni siquiera lograría satisfacerla sexualmente y se frustraría, sentiría celos de todos los demás hombres con penes, por más feos que fueran. Ya la celaba a morir cuando a sus compañeros les tocaba hacer una actividad juntos en Educación Física, explotaba de ira si le sostenían las rodillas cuando hacía abdominales, ni contar cuando una vez la eligieron reina del carnaval y fue al colegio con un vestido corto y todos sus amigos enloquecieron. Ahora, nuestro héroe se había convertido en un pseudo hombre que estaba medio vivo, que medio existía, que se ahogaba de terror en el baño de su casa, solo, sin pene ni futuro.

Y Ernesto se moría de ganas por intimar con Cecilia. Se había hecho la paja demasiadas veces pensando en ella. Elaboraba fantasías idiotas: él la espiaba mientras ella se cambiaba la ropa, la puerta estaba abierta un par de centímetros y él la miraba quitarse la blusa y el bluyín, y ella se daba cuenta cuando ya estaba en ropa interior. Primero, el rostro de ella se ruborizaba, pero luego se relajaba y hasta sonreía. Entonces, se ponía frente a él y lo miraba a los ojos, como diciéndole, «Ahora ve, disfruta». Y ella se desvestía lentamente, primero desabotonaba el brasier de su espalda y para facilitarlo echaba los hombros hacia atrás e inflaba el pecho, luego las tiras del brasier blanco se deslizaban por sus brazos mientras las copas seguían adheridas a sus senos. Entonces, con mucha habilidad, tomaba cada copa con sus manos y, al mismo tiempo que las presionaba contra su cuerpo, las desplazaba hacia su vientre y más abajo, hasta los pantys, donde nuestro héroe eyaculaba en el mejor de los orgasmos.

Una fantasía basura destruida por la ausencia de pene y la inseguridad de un perrito recién nacido cuando lo dejan la primera noche en el patio. Si el coito era la luz, Ernesto era la ausencia de coito. Más bien era toda la oscuridad del infinito espacio exterior donde un pene se aleja del planeta para explorar otros mundos, pero pierde contacto con los científicos en la Tierra. Nuestro héroe no podía dejar de recordar a su miembro dando vueltas en el remolino del váter, adentrándose en el agujero negro inhóspito, como lo eran las aguas negras de su casa. Porque nadie sabía qué pasa con las cosas que se van por el inodoro. De la cloaca municipal quizás terminaban yendo una planta de tratamiento, al río Neverí o al mar, quién sabe.

—¿Por qué tan callado, hijo?

La madre de Ernesto por fin lo sacó de sus pensamientos que se mordían la cola. En ese momento nuestro héroe desayunaba cereal en la cocina, masticaba inconsciente con la cuchara en la boca y la mirada perdida. Eran las 6:51 AM y Ernesto López no dejaba de imaginar su pene desplazándose por las cañerías como una tortuga ninja miniatura y en coma, doblando por los tubos internos de su casa hasta depositarse en las aguas servidas de su calle, las cuales seguramente no eran como la de Nueva York en las películas, donde tortugas ninja de tamaño humano viven a un costado de un río pestilente, en un acueducto gigante en el que cabe un catamarán de esos que iban desde el Paseo Colón hasta la isla El Faro. Seguro que en su ciudad latinoamericana las aguas corrían por tuberías de concreto de un metro de diámetro y eran vertidas en el río Neverí o directo al mar. De hecho, estaba casi convencido de haberlo escuchado de alguien cercano.

—¡Má! —aulló nuestro héroe— La mamá de Ceci hizo las cloacas de nuestro barrio, ¿cierto?

—Sí, Ernestico —respondió su madre, que fregaba los platos y fijaba su vista en la persiana—. Recuerdo que fui varias veces a su remolque para los cierres contables y olía muy mal. ¿Por qué lo preguntas?

«Porque ahora tengo un mejor plan», quiso responder, pero no dijo nada, pero con la emoción de tener una epifanía casi divina, como la primera vez que escuchó una canción de Los Beatles e hizo que se enamorara del rock and roll. El segundo plan de nuestro héroe era mucho más optimista con la vida, más ambicioso y más imposible: recuperar su pene perdido en las cloacas su barrio.

El barrio de Ernesto era un antiguo pueblo pesquero devenido en urbanización de clase media alta. Veinte años antes habían terminado un billonario proyecto petrolero a ochenta kilómetros de distancia y los tecnócratas extranjeros eligieron aquellas tierras pantanosas como lugar de descanso y distracción. Sin embargo, quince años después no se había construido ningún sistema de aguas residuales y el nuevo alcalde recurrió a una vieja amiga para resolver el problema de salubridad, bandera de su reciente campaña electoral. Y esta amiga, la mamá de Cecilia, debía tener en su casa los planos de aquella obra en la cual había trabajado arduamente.

Nuestro héroe bebió su jugo de naranja en cuatro sorbos, dijo un eufórico «¡Chao, Má!» y se esfumó del departamento con un portazo. Bajó los cuatro pisos de su edificio de tres en tres escalones, como si tuviera resortes en sus zapatos, emocionado, eufórico. Ahora una guitarra española jugaba con las cuerdas y un bongo hacía de un bajo corto. Una flauta dulce se añadió y la melodía se transformaba en uno de esos extraños boleros alegres que hasta provocaban bailar, como un mambo lento y sin trombones. Una delicia musical.

Pero al llegar al vestíbulo se encontró con una sorpresa: allí estaba Cecilia, distraída, mirando el aviso de los vecinos morosos.

Se conocían desde quinto grado, cuando él llegó nuevo al colegio y a la ciudad, y ella le prestó los apuntes de su cuaderno cuadriculado. Cecilia enumeraba todas las páginas en la esquina superior derecha y marcaba con resaltador amarillo las anotaciones importantes. A los tres días nuestro héroe le devolvió el cuaderno, pero había enmarcado cada número de página con una flor de color azul. Y en la última hoja, donde ella anotaba los números de teléfonos de sus parientes y amigos, escribió: «Me declaro Ceci-fílico».

Ninguno de los dos comentó nunca aquella prematura revelación amorosa, pero se convirtieron en los mejores amigos que pudieran existir. Ella estaba fuera de su alcance y él estaba consciente de ello. Ella era morena, de pelo castaño oscuro ensortijado y con ojos casi amarillos. Un fenómeno de la belleza y también de la amabilidad. Siempre estudiaban juntos, se tenían confianza para contarse secretos familiares y hasta sus madres se habían hecho amigas. Cecilia con frecuencia se quedaba hasta tarde en casa de Ernesto explicándole los enlaces dobles y triples, o la combinación de cromosomas sexuales; y nuestro héroe hacía su mejor esfuerzo en concentrarse en la pizarra acrílica de su habitación, pero sus ojos se resbalaban a las piernas de Cecilia, o al culo de Cecilia, o a la mano izquierda que ella apoyaba en la pared mientras escribía con la derecha.

—Hola, E —le saludó Cecilia—. Tengo algo que decirte, es muy importante.

Tenía cara de circunstancia, como si algo le incomodara o quisiera hacer una confesión de ésas que toman horas escuchar, como alguna pelea con su mamá porque aún no le compraba la bicicleta para pasear por el cerro El Morro aunque se la había prometido hace tiempo. O algo así. Ernesto no sabía qué hacer. Había salido disparado a la casa de su amiga y ahora la encontraba justo en la puerta de su edificio, pero con un comportamiento ensimismado, confuso. «Lo mío es más importante», pensó él, porque deseaba con muchas ganas tomarla por el brazo e ir a la casa de ella, pero esta vez no para revolcarse como en sus fantasías. Aquella era la única oportunidad para saber hacia dónde se había ido su pene y dónde podía encontrarlo, pero había que actuar rápido, porque cada segundo lo alejaba más de su miembro caído. No había tiempo para dramas ni complicaciones.

—Lo mío es más importante —dijo Ernesto—. Necesito ir a tu casa ahora mismo.

La tomó de la mano y corrieron a casa de Cecilia, tres cuadras más al sur. Ella trató de oponerse al principio, pero al sentir la unión de sus manos, emprendió junto a él la carrera. Seguía extraña y ausente pero dócil y colaborativa. Como si se hubieran cambiado los papeles justo aquel fatídico día de la Prueba de Aptitud Académica.

Correr por las calles de Lechería a las siete de la mañana siempre había sido delicioso. El sol aún no pegaba muy fuerte y la salitre se mezclaba con la humedad, lo que le daba un aroma a arena mojada, como si se estuviera adentro de un castillo de arena en la playa, con las olas asediando las torres dos veces minuto, por lo que había que construir siempre una fosa que sirviera como canal y amortiguara el golpeteo de las olas. Aunque nuestro héroe no estaba disfrutando ese instante, sabía que era un momento crucial en su vida. Y mientras bajaba por la calle los Almedrones y volaba por la plaza donde jugaba a la pelota con sus amigos, su cabeza solo reproducía la escena de las Tortugas Ninja cuando los ninjas adolescentes malos los atacan por sorpresa en la casa de Abril O’Neill. Sonaba un rock estruendoso donde nada importaba y nuestro héroe sabía que era una pelea injusta, ellos eran más ninjas y a Miguel Ángel lo estaban moliendo a golpes en la azotea. Pero quizás después de tantos golpes, encontraría una salida como los quelonios, y eso lo llenaba de esperanza, aun cuando la vida no fuera tan linda como las películas de morrocoyes mutantes.

Llegaron en un santiamén a la casa de Cecilia. Ernesto notó que no había nadie en casa porque no estaba ningún auto estacionado. Abrió la puerta jadeante y pasaron a la sala. En cualquier otra ocasión hubiera sido perfecto para hacer el amor alocadamente en el sofá o sobre la pianola. Pero nuestro héroe no debía desconcentrarse. Aún tenía un último cartucho y tenía que aprovecharlo lo antes posible.

—Ceci, dime rápido —soltó ansioso Ernesto—, ¿dónde guarda tu mamá los planos de sus obras?

—Estás muy extraño, E —dijo Cecilia, un poco asustada—. ¿Por qué no me dices para qué los quieres?

Nuestro héroe sabía que no explicar la situación iba a retrasar más el operativo de búsqueda de su pene. Cecilia probablemente se pondría reacia a decirle dónde estaban los planos y quizás hasta lo corriera de la casa. Él no quería perder la compostura, mucho menos volverse loco con amenazas ni obligarla con un cuchillo. Pero también estaba al tanto de que, si accedía a contarle la historia, de igual manera iba a perder mucho tiempo. Ella primero no entendería y luego él tendría que bajarse los pantalones para demostrar la urgencia de su situación.

Por eso Ernesto decidió cortar por lo sano. Se desabrochó el cinturón negro, se bajó el pantalón azul marino y se subió la camisa beige. Al mismo tiempo, cerró los ojos.

—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó Cecilia como una loca. Su voz era el pánico puro.

Ernesto abrió los ojos. Cecilia daba vueltas en pequeños círculos, muy rápido, y se tapaba los ojos con las manos. Susurraba «Mierda» muy bajo, repetidas veces. Nuestro héroe quiso decirle que no era «Mierda» sino «Pene», o en realidad ausencia de pene. «Penecefalismo», mejor dicho.

—Fue esta mañana —susurró Ernesto calmado—. Fui a orinar y cayó en el váter. Por accidente bajé la palanca y ahora debe estar en las cloacas. Tengo que recuperarlo, sé que puedo, pero necesito los planos de tu mamá. Por favor, dime dónde están.

Cecilia no pudo hablar, pero señaló una habitación con puerta de madera y manilla de acero cromado mientras continuaba con los ojos cerrados. Ernesto entró rápido a la habitación y la examinó. Era una oficina con escritorio, computadora y archivador. Tenía un título de Ingeniero Civil enmarcado en una pared y un pequeño estante con libros académicos. La otra pared estaba forrada de fotos de construcciones emblemáticas como el Empire State, el Canal de Panamá y una panorámica nocturna de Tokyo, ordenadas con el mal gusto de agencia de viajes. Justo bajo la panorámica vio lo que buscaba: los cilindros con los planos de todas las obras de la señora Joana.

Nuestro héroe corrió desesperado a los cilindros y comenzó a ver las etiquetas. Muchos eran de casas particulares de cuando la inmigración petrolera, pavimentación de calles y ornamentación municipal. El más grande era el diseño de una plaza que supuso nunca se llegó a concretar porque no la conocía. Eran en total veintitrés cilindros, pero ninguno tenía como título algo parecido a «Sistema de aguas residuales». Ernesto trató de calmarse y los revisó uno a uno, otra vez. De nuevo. Entró en crisis.

No concebía una vida sin su pene. Sin él, nunca iba a poder amar a una mujer, moriría virgen y solo, seguramente joven. Ernesto no quería eso. Había imaginado tanto. Y despedirse de todos esos sueños le dolía en el estómago, en el corazón. Lo ahogaba. Tenía ganas de golpear algo, de maldecir. Debió haber orinado en la ducha como siempre hacía, no debió haber sido tan idiota y bajar la palanca del váter. Era injusto que le pasará esto a él. No le había hecho nada malo a nadie. En el colegio nunca delató a quienes hacían trampa en los exámenes. Siempre lavaba los platos todas las noches antes de dormir. Cuando podía, telefoneaba a su abuela para preguntarle si necesitaba llevarle algo del mercado. Quizás lo único malo había sido masturbarse tantas veces. Siendo honestos, al principio pensó que tocarse era un acto indecente. Para el púber Ernesto no estaba bien mirar con lujuria a Cecilia. Pero luego soñaba con ella y era peor. Despertaba con el interior mojado casi todas las mañanas y tenía que lavar los interiores y limpiarse. Lavaba los interiores porque le daba vergüenza que su madre los viera mojados. Por eso decidió masturbarse con frecuencia, dos jaladas al día en promedio. Y lo disfrutaba, claro está. ¿Se le pudo haber caído el pene por pajearse tantas veces? ¿Sería la única persona del mundo que se masturbaba tanto? Ahora se sentía culpable y un escalofrío se apoderaba de sus pulmones, de sus manos y piernas. Temblaba como si estuviera desnudo en la Patagonia.

Encontró fuerzas para sacar los planos de los cilindros. Necesitaba verificar que ninguno se hubiera traspapelado. Del frío en el estómago casi le salía humo por la boca. Pensó que la señora Joana pudo haberse confundido e intercambiar planos. Total, equivocarse es una cosa de todos los días.

—No busques más —interrumpió Cecilia el frenesí antiburocrático de Ernesto. Nuestro héroe volteó, vio a su amiga más aplomada y recompuesta—. No creo que los planos de las cloacas estén aquí. Y si estuvieran, tampoco creo que los pudieras entender.

La voz de Cecilia sonaba resolutoria, gris, como cuando un médico da una noticia de fallecimiento a los parientes en el hospital. Hasta para eso servía ella. Se veía triste, dura, sin ánimos de hablar pero con el compromiso de hacerlo. Ernesto dejó el cilindro que tenía en la mano y cayó de rodillas frente a ella. Quería llorar.

—Pero tenemos un chance —prosiguió muy seria—. Todas las cloacas caen en el canal D, sabes, el que está detrás del centro comercial abandonado. Podemos ir a revisar, está solo a unas cuadras de aquí.

Cecilia hablaba en plural. Eso era lo más lindo de todo. Ernesto estaba hundiéndose en la mierda y ella no lo dejaba solo. Le daba una opción más, una casi imposible, pero al fin y al cabo una opción. Y si ella lo acompañaba, él iría hasta el fin del mundo por lograr el objetivo. Estaba dispuesto a todo por ella.

Por supuesto, no encontraron nada. El canal D era un lugar repugnante. Era un brazo del río N que años atrás habían canalizado y donde decidieron verter todos los desechos del barrio de Ernesto. Ahora, la gente había aprovechado la inmundicia del riachuelo para echar bolsas de basura, neumáticos, ropa vieja y algunos electrodomésticos oxidados. El olor a putrefacción era insoportable, a pesar de ser una zona residencial y de haber varios edificios cercanos. Era difícil distinguir el agua gris entre la basura y un extraño moho verde, parecido al musgo, pero más espumoso. Se notaba que no era muy profundo, porque algunas garzas estaban paradas en todo el medio de la canal y el agua apenas les superaba las pantorrillas. Ernesto estaba de pie al borde de la canal. Se tapaba la nariz con el cuello del guardacamisa y miraba confundido hacia las garzas.

—Voy a entrar —dijo resuelto.

—¿Qué vas a hacer, loco? —bufó incrédula Cecilia.

—Que voy a entrar —respondió Ernesto—. No tengo más alternativa. Mi pene debe estar allí, no se ve profundo, así que voy a entrar.

—Estúpido.

—¿Cómo?

—Que eres un gran estúpido —chilló Cecilia—. Es imposible que lo encuentres. Si entras allí te vas a enfermar y será peor. ¡Te puedes morir, gafo!

Ernesto se tapó los oídos, comenzó a respirar fuerte por la nariz, parecía que iba a llorar. No quería escuchar advertencias pesimistas, sólo quería recuperar su pene, porque era posible encontrarlo y no renunciaría. Se quitó los zapatos, el pantalón y las medias. Se dejó los interiores. Había una brisa fría, a pesar del sol de las ocho de la mañana. Se le puso la piel de gallina, aunque presintió que era por su trágico destino en la porquería del canal D. Pero estaba decidido. Tenía que ir por su pene, a cualquier precio. Y si debía morir en la basura aquella era la mejor metáfora para el significado de su propia vida apenada. Además, era un estúpido suicida para Cecilia, el amor de su vida, por quien él haría cualquier cosa. Era un estúpido y un loco, un gafo que no merecía nada.

—¿Y tú crees que esto acaso es vida? —gritó Ernesto, aturdido y demente.

Se lanzó canal adentro, de un golpe, como entra un salvavidas al mar, primero dando saltos para esquivar las olas, aunque estas eran montañas de basura. Tampoco se lanzó al agua como un nadador olímpico, no estaba tan loco. Se detuvo en el medio de la canal y comenzó a tantear con los pies, pero sólo sentía envases de jugo de naranja y restos de papel aluminio y servilletas. Basura y más basura. Si hubiera tortugas en ese lugar seguramente serían mutantes y hasta ninjas. ¿Qué coño comían las garzas en aquella inmundicia?

De pronto, volteó hacia donde estaba Cecilia. Ella seguía allí, en la parte de arriba de la canal, y el sol de las ocho de la mañana salía por su espalda, a contraluz, bordeando su silueta. Se veía hermosa. Tenía los brazos apoyados en sus caderas y la brisa le movía el viento como un súper héroe en un rascacielos, esperando el llamado de la policía. Miró a Ernesto a los ojos y él sintió que le estaba comunicando algo que él no entendía. Entonces, ella comenzó a desvestirse lentamente. Primero, desabotonó la camisa beige y se bajó la falda para quedar en ropa interior. Su brasier era blanco, de poliéster, tipo tenista. Su panty también blanco, de seda, sin costuras. El contraste con su piel morena le daba una sensualidad pura, de modelo de pasarela en una sesión picante. Echó los hombros para atrás y desenganchó el brasier, pero no se lo quitó como en los sueños de Ernesto. Dejó las copas colgando en sus senos y de inmediato prosiguió a bajarse las pantys. Allí ocurrió lo inesperado: su perfecto pubis estaba depilado, limpio, pero lucía una pequeña protuberancia, un diminuto pene que sobresalía unos centímetros por encima del clítoris.

—Esto era lo que quería decirte —remató Cecilia—. Esta mañana cuando fui a orinar me encontré con esto.

Ernesto salió de la canal y se abrazaron con fuerza, con tanta intensidad, que no se despegaron hasta una hora después, cuando ya estaban en la ducha del baño de Cecilia. Y allí, bajo el chorro de agua limpia y con mucho jabón, se besaron por primera vez, apasionados, felices de ser honestos y de quererse, porque él la había querido desde el primer día y ella había aprendido a quererlo con el tiempo. Y para demostrarlo, ella lo echó contra la pared de la ducha y le abrió un poco las piernas. Y entre el humo del agua tibia, Cecilia sacó su lengua, acarició el orificio de la uretra de Ernesto y recorrió cada milímetro del cráter de vello púbico de su amado. Entonces, él agarró el cabello de su amada con fuerza, ella se aferró a las piernas de él y utilizó toda su boca para succionar el genital de nuestro héroe. Él gritó de la emoción, extasiado y libre, satisfecho y en paz consigo mismo. Ella se levantó de nuevo y volvieron a besarse, otra vez se abrazaron con fuerza hasta unir sus genitales, hasta que la protuberancia de Cecilia se mezcló con la uretra de Ernesto y la constante fricción llenó de blanco espeso el pubis de ella y el volcán de él, lujuriosos y cándidos, sin culpas ni ansiedades.

—Me declaro Ernes-fílica —le susurró ella, bajo el agua tibia de la regadera.

A las dos de la tarde, ambos fueron los primeros del colegio sentados en sus pupitres para presentar la Prueba de Aptitud Académica. Esta vez nuestro héroe no sintió ni una pizca de presión por inscribir medicina como primera alternativa. Puso Licenciatura en Música y cada número de página lo enmarcó con una flor azul, como si los pétalos fueran un círculo infinito de ondas senoidales.

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