Tal vez ese día debió sumarse para siempre al catálogo uniforme del olvido, como tantos otros en la apacible infancia de Emilio. Pero no fue así. Cualquier cosa que hubiesen intentado enseñarle en su tercer grado de primaria no tardaría en desaparecer frente a la magnitud de lo que le estaba por ser revelado. Como era usual, al final de la tarde, su madre Lourdes lo esperó a él y a su hermano Francisco en el portón de la escuela. Al regresar a la casa, correspondía lo de siempre: una ducha, la cena y hacer la tarea. Francisco, siempre más rápido, se metió al baño primero. A Emilio le tocó esperar.
−Ponte a ver televisión mientras –le dijo su mamá desde la cocina. El niño encendió el aparato y cambió canales hasta llegar a algún robot japonés. Lourdes preparaba las arepas para la cena, redondeando con sus manos la masa de harina de maíz. Entre golpes y explosiones revoloteaban los personajes en la pantalla.
−Después de que te bañes y cenes nos ponemos a hacer la caligrafía, ¿oíste? La maestra sigue diciendo que tienes la letra fea.
−Seeeh… –respondió entre dientes Emilio, apartando por un momento la vista, en un instante que le costó el desenlace de la acción. Ya por la casa empezaba a circular el inconfundible aroma de las arepas asándose en el budare. Emilio sintió algo de hambre. Pensó en ir a la cocina y picar algo antes de bañarse.
Y ocurrió. De súbito escuchó en la TV una melodía desconocida, acompañada por las imágenes de un taxi que recorría la ciudad. Algo en esa música fue capturando poco a poco su atención. En ella intuyó el eco de una atmósfera salvaje que entonces no fue capaz de comprender. Se dejó llevar por una anécdota que se le antojaba triste como la ciudad en la que se desarrollaba: esa Caracas del crepúsculo en Plaza Venezuela, cercana en el espacio y en el tiempo, pero lejana en sus significados, poblada de solitarios grises y perdedores heroicos. Sintió empatía por el protagonista de la canción, una instintiva solidaridad por su condición de paria y soñador, que se ve obligado a funcionar dentro de una ciudad-máquina donde todos quieren llegar primero a ninguna parte…
Un día Louis despertó con una preocupación
Y al mirarse al espejo no era el mismo, ya no.
Al oír la última estrofa, un rayo atravesó su conciencia. ¿Cuál era la preocupación de ese tal Louis? ¿Qué cosa monstruosa vio cuando se miró en el espejo? Sintió vértigo. Algo dentro de él parecía haberse roto sin remedio. Aún no podía entenderlo, pero desde ese momento y para siempre quedaría sembrada en su cabeza la semilla de la duda, del absurdo. Ahí nació en él la intuición, y eventual certeza, de que la existencia no era sino una irrefrenable marcha hacia la nada.
−Anda a bañarte, ya tu hermano salió –le dijo su mamá, tendiendo sin saberlo un puente de regreso. Esa tarde Emilio se bañó, cenó su arepa con diablito e hizo las caligrafías. Al día siguiente la maestra le siguió regañando por la letra fea. En la tarde su madre lo recogió en el portón de la escuela junto a su hermano. Al llegar: baño, cena y tarea. Como la mayoría de los niños, siguió queriendo a su mamá, a su papá y a su hermano, con el que, por supuesto, se peleaba de vez en cuando. Sí. Pero en el fondo, después de esa tarde, tampoco fue el mismo. Ya no.