La catirita.

LA CATIRITA
Frank Bonilla

Lo que era para los gringos el Lejano Oeste, era igual La Vega para Caracas; porque además de estar bien en el Oeste, imperaba allí la ley del revólver, tanto de malandros psicópatas como de policías asesinos. Pero fue el lugar en donde nos tocó crecer. Teníamos que vivir en La Vega, aunque nos costara la vida.
Precisamente, yo de vaina no terminé mal, ya que me jugué el pellejo en ese infierno por el amor de una chica: Nancy, una bella catirita que vivía en el bloque 15 y que venía hasta nuestro bloque, el 9, a traerle comida a una tía que vivía en el sexto piso. Nancy siempre me hacía ojitos y me buscaba conversación con una sonrisa, bella sonrisa, así que a la final nos  empatamos. La noche del martes de carnaval nos dimos los primeros besitos, más bien pacatos, pero nos abrazamos fuerte y la sangre se nos encendió. No pasó más nada, pero  probar las gotitas  del amor fue glorioso.
Las siguientes dos semanas se desarrolló nuestro gran amor. Yo iba casi todas las tardes al bloque 15 y esperaba a Nancy en la placita. Cuando ella bajaba, caminábamos a Choper, su perrito, y luego nos sentábamos en el banco más escondido y allí nos besábamos y nos metíamos mano, más o menos hasta las 9 de la noche, hora en que ella subía a su apartamento, con Choper medio aguevoniado de tanto estar echado al lado nuestro y yo eléctrico hasta los cojones de la excitación.
               El domingo pasado, a eso de las 10 de la noche, cuando ya casi llegaba a mi bloque de visitar a Nancy, de súbito apareció de la nada una Kawasaki 750, que se me lanzó encima mientras yo me tiraba como mil peos. La máquina infernal me frenó apenas a un par de pasos, con un horroroso chirrido, sin tocarme, pero dándome la cagada del año. Y no solo eso. La moto la piloteaba un tipo vestido de negro y casco integral que reflejaba lo oscuro de la avenida. Se bajó de un salto, sin decir nada y me agarró por la franela, haciéndola un moño sobre mi pecho, con tanta fuerza que casi me parte el esternón, me sacudió y me lanzó al suelo. Caí de culo y me di un porrazo durísimo en el cráneo. Entré en la fase de pedirle perdón a Dios por todos mis pecados.
No contento con tanta brutalidad, el motorizado me puso la bota en el pecho y sacó una Glock 9 mm de la chaqueta, le quitó el seguro y me pegó el canón en la frente. El frío de la muerte me dio un besito. Las mandíbulas me empezaron a temblar y no podía pedir perdón, decir que no tenía un centavo, lloriquear…
—Así que tú eres el noviecito de Nancy, ¿ah? 
Solo pude balbucear, mientras mi vejiga palpitaba. Además, la bota de aquel demonio me impedía respirar bien. ¿Noviecito de Nancy? ¿Pero qué coño le importaba?
—Te estoy hablando, ¿eres sordo, pendejo?
La voz desde el casco se oía como la de Darth Vader. En eso, el tipo me dio un bofetón que me hizo gritar. Quizás era lo último que gritaría en mi puta vida.
—¡Sí, sí, sí!¡Pero yo no le hecho nada!, ¡lo juro! ¡No la he tocado, lo juro!
Por si acaso era un amante vengativo.
El motorizado retiró la bota, aseguró la Glock y se la puso en la cintura, y con otro manotazo volvió a tomarme por la franela y me caminó hasta un poste, como Gepeto arrecho cargando un Pinocho roto. Me pegó contra el poste, probando nuevamente la calidad de mi cráneo. Alí me entregué, no podía hacer mayor cosa, me apresté a entregarle mi alma al  Altísimo. ¡Qué bolas con las catirita!
—Perdón —dije, como un estúpido. Sin querer, ni pensarlo.
El motorizado misterioso no hizo nada. Me miraba con su faz de cristal pulido, que mostraba mi imagen deformada ¿o era acaso como me había dejado el coño de madre? Me soltó. Yo casi que me resbalo por el poste, desinflándome cual dibujo animado. No lo hice.
Entonces, el motorizado se quitó el casco. Entre brumas pude ir distinguiendo su cara. Rostro cuadrado, melena corta, ojos zumbones y achinados. Cuando descubrí quién era, enfoque de coñazo.  
—¿Sabes quién soy?—me preguntó. Curiosamente, seguía sonando como Darth Vader. Yo, aunque apenas respiraba, pude asentir. Claro que sabía quién era. Todos en La Vega lo conocíamos. Barrabás.
—Entonces grábate esto, muchacho, escúchame bien. ¿Me escuchas?
Barrabás me sacudió y le respondí que si. Era el malandro más arrecho de toda La Vega. Fuerte como un Hulk, cuadrado, cara de lobo. Según decían el apodo le venía por uno de los malos en las películas de Cristo. Barrabás había matado a un tipo, por lo que había pagado 20 meses de cárcel; según, en defensa propia, pero también se decía que le tenía tirria al tipo y un día decidió apretarle las tuercas. Tanto, que se las había machacado.
—Sí, sí… señor, escucho.
—Ok, Nancy es mi hermana y nada malo puede pasarle, ¿ok? Ni lo más mínimo, ¿ok?. Si la caga un pájaro, si la muerde un perro o si un hijo de puta viene a vacilarla, a cogérsela y dejarla preñada, bueno, ese hijo de puta se acaba. Y si a ti se te ocurriese, por equivocación, hacerla sufrir, aunque sea que le pegues la gripe, te quiebro. Te quiebro a ti y a toda tu familia, ¿ok? ¿Me copias?
—Si, si, señor, copiado —dije entrecortadamente. ¡Mierda¡ ¡Nancy era la hermana de Barrabás! ¿Cómo es posible, coño? Nunca se supo de su hermana; bueno, en verdad, de nadie de su familia, pero, ¿cómo era posible que Nancy fuera su hermana? Seguro había vivido encerrada, hasta que se puso sabrosa. ¡Menudo peo!
—Entonces ya sabes, la tratas bien. La cuidas y la respetas. ¿Estamos claros?
—Si, señor —pude decir más tranquilo, ahora que sospechaba que no iba a matarme.
—He hablado —dijo Barrabás y se puso el casco. Dio media vuelta, se subió a la moto y se fue como un trueno. Yo tardé algo en recuperarme, la cabeza confusa, el corazón descompasado. Entonces me di cuenta que me había orinado. Un chorrito pequeño, pero orines al fin y al cabo. ¡El coñísimo de la madre!
¿Qué iba a hacer ahora? No podía dejar a Nancy, pero me daba miedo seguir con ella. ¿Qué era peor? ¡Mierda! ¿Qué voy a hacer? ¡Maldita la hora que me enamoré de esa catirita!
Barrabás es ahora mi mejor pana. Nos hemos ido conociendo bien y no es solo el malandro brutal que uno cree. En la cárcel había completado el bachillerato y le gustaba leer. Me recomendó algunos libros que nunca llegué a leer, pero el pana me los contaba. Incluso, aprendí a montar moto en su Kawasaki. De lo que nunca me habló fue del tipo que había quebrado. Yo tampoco nunca le pregunté.
En cuanto a Nancy, “nuestro gran amor” duró solo dos meses, porque se cansó de mí y se empató con un pana de un gimnasio.  Me preguntaba si acaso Barrabás le hizo el mismo “bautizo” que a mí, pero tampoco quise averiguarlo. Supongo que sí. ¿Por qué no?

(Frank Bonilla es guionista y locutor venezolano. Ganador del premio Emmy y autor de la novela “Jesús de South Beach”. Vive en Miami con su esposa Mary, sus dos Shih Tzu y su gato callejero).

1 comentario

Síguenos en:


Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

Los artículos más visitados: