Mi nombre es Nígelher, con la i acentuada y una inflexión como si la jalaran con una cabulla, la cual la hace parecer doble, multiplicarse, o así es como lo pronuncia mamá en ataques de arrechera, hasta que le dije que ahora me llamaba Hene. No prestó mucha atención y siguió nombrándome a su antojo inicial. Antes de ser Hene, me preguntaba cómo lo hubiese pronunciado papá, de estar acá y no en un viaje de tantos años por todo el país -hasta pienso que está perdido y no sabe cómo regresar-. Pero no importa. Lo que viene al caso es que me cansé de repetir mi nombre ante las incapacidades fonéticas de otros: unas veces era “Naigele”, otras “Nigele” y, en la mayoría de los casos, “Nogele”. Así que comencé a presentarme como Hene por doquier, a veces interrumpiendo alguna charla entre parejas o saludando a señoras con sus bebés en brazos, dándole la teta, esperando respuestas agradables o curiosas y, ante la extrañeza de muchos, comencé a preguntarme: ¿El nombre hace a la persona? La abuela llama “calabaza” a todas esas cabezas asomadas en Sabana Grande, deambulando entre los vendedores, doblándose como barajitas para poder transitar, luciendo como un cardumen de sardinas fluyendo en el gran río gris que une a la ciudad. También, la abuela llama “desgraciados” a todos los vendedores que especulan con los precios: se llamen Pepe, Manuel o Leonardo, todos para ella son “desgraciados”. Mi abuela Antonieta vive con nosotros, además de mi pequeño hermano Jon de dos años. La abuela lo cuida durante el día mientras mamá trabaja en el Hospital Universitario. A golpe de las nueve me acerco a la ventana: el caudal de escaleras oscuras, chorreadas aquí, allá, por una luz densa amarilla; una sombra surca el camino abriéndose paso entre la oscuridad, el perro ladra al escuchar la llave penetrando el cerrojo, la sombra irrumpe el umbral, camina hacia nosotros, ¡es mamá! los ojos apagados, el cabello ajustado con su moño azul favorito, el perro ladra que ladra, mueve la cola, le salta, el suéter negro cubriendo su uniforme azul y la abuela dormitando en el mueble frente al televisor; ya los pinchazos de Jon en la planta de los pies, tan duros como piedras, no la sobresalta. Mamá me da un beso, dios te bendiga, dice mientras me estampa el labial carmín en la mejilla; carga a mi hermano, lo abraza, huele e inunda de besitos, cosquillas, él es pura risa, se sienta en el mueble, Jon sobre sus piernas, “mamá, mamá, ya llegué”, desiste de llamar a la abuela, y al cabo de cinco minutos la vieja se despierta, coge el hilo de la telenovela mientras mamá recoge la cocina, hace el tetero de Jon, y la abuela la observa hasta que se le hace nítida: la ve como si estuviera todo el día con nosotros.
Cada martes en la mañana el hermano Tom -que no es su nombre, pero todos le dicen hermano Tom porque se parece a Tom el heladero de la calle cinco- trae frascos de leche, vendiéndolo a lo largo y ancho del cerro y en los bloques de abajo. Él trabaja en una empresa láctea en las adyacencias a la capital. El lote que le regalan al mes lo vende en su día libre. Pues, el hermano Tom ve a mamá como si se le apareciera un ángel: antes de tocar la puerta se peina el afro con la mano, se arregla el cuello y pliega la camisa blanca arremangada que le baila como una milonga, y se cerciora de que no queden restos de cebolla en su aliento.
—¡Buen día, señora Rodríguez! —dice él modulando la voz hasta la exageración; yo que lo conozco, no habla así con los demás, al menos no al cobrarle la leche a los hijos de Rita la manquita—. ¿Quiere los dos frascos hoy?
—¡Buen día, hermano Tom! —responde mamá algo huraña por madrugar, cosa que detesta, y él, que odia que lo llamen así como al gordo de allá abajo, lo acepta de los labios de mamá porque debe sonarle a los aleluyas de la iglesia—. Sí, deme dos, por favor.
Al entregarle los frascos, sin dejar de mirarle el peinado, los labios, ojos de profunda negritud y su cuerpo tan bonito y altivo, le dice que lo pague sin apuro: “Si quiere la próxima semana”. Mamá sonríe y eso es oro para él.
—¡Feliz mañana, señora Rodríguez! ¡Hasta el martes!
—¡Gracias! ¡Hasta el martes! —responde mamá cerrando la puerta.
Él la contempla un rato más, subiendo un par de escaleras y asomándose por la ventana hasta que ella se hace sombra, y cuando me ve asomado a un costado vuelve su cara de perro rabioso, se da la vuelta y termina de subir refunfuñando hasta la casa del viejo Maqueda.
Luego del colegio, de las aburridas clases de Historia del profesor Aguirre, de la señora Julieta y sus regaños por no leer lo asignado en Castellano, hablando hasta por los codos y el salón hecho un nido de aburrimiento, perdidos, escuchando nombres sin saber quiénes eran los Poe, Quiroga o García Márquez. Al término de matemáticas con el simpático profesor Adrián, que también da inglés, el mister-math-easy —como copiaba en la pizarra con orgullo, aunque le llamábamos mistermátisi—, rapeando entre multiplicaciones, Jim, Jeremías y yo nos colamos detrás del árbol de la cantina donde los chicos de quinto y sexto se besuquean, y que nosotros, los de cuarto grado, le tenemos una disputa por el territorio. Llegábamos, allí, cuando teníamos suerte y estaba desolado para charlar y ver las selectas revistas que Jeremías encuentra bajo el colchón de su papá: hoy toca una Playboy. Jim se inmuta, oh, mira esto, dice Jeremías empuñando con la mirada los senos de una rubia bronceada. A veces Jim toma la revista, va donde Arty, sentado, solo, con los ojos chiquiticos por sus grandes anteojos desorbitados en un mundo que no entiende: Arty, mira esto, le dice, Jim pasa las páginas con violencia, ¿por qué lo hace? pregunto, no sé, dice Jeremías encaramado en el árbol, si vas con la señora Suárez te llenaré esa panza de pasas, dice Jim y vuelve con la revista enrollada en una mano como su padrastro lleva la Gaceta Hípica, el pecho inflado y la cara colorada de rabia; toma, la lanza a mis pies, ya me cansé, dice, y desde acá su gran cabezota es una calabaza cubriendo el sol con prodigalidad.
Después del colegio, voy a casa sin entrar. Me asomo por la ventana, me golpea el olor a guiso y humedad, la fritura de las caraotas de la noche, la abuela hablando con Jon o hablando sola, que vendría siendo lo mismo. Frisaban las doce; a la una comenzaba la función en el teatro Star. Para costear la entrada -como ya no podía colearme, porque Irving, el chamo de la taquilla, me tenía pillado-, comencé a venderle al señor Will mi frasco de leche y ya rezaba sin dificultad “Jon lo rompió”, cuando mamá preguntaba por el otro envase perdido. En menos de quince minutos, la abuela apaga la cocina, lleva a Jon a tomar tetero y a dormir la siesta, y ella se queda guindada viendo el noticiero. En ese instante saco del bolso el bambú con la cabuya en la punta para jalar la manilla de la puerta desde la ventana, con cuidado, paciencia, uy, el viejo Maqueda había asomado su cabezota peluda, no me vio, y al yo entrar, dejar la puerta entreabierta, sacar la leche de la nevera, salir a hurtadillas y cerrar, ya veía a esas grandes actrices enamorándose de los chicos rudos, y yo queriendo ser Rambo o Terminator.
El señor Will vive en el bloque cinco, frente a la quebrada llena de desperdicios oliendo de cabo a rabo a cigarrillos, mierda y orín de gatos callejeros. El señor Will vive solo, en el primer apartamento del primer piso, pegadito a las escaleras que de día eran tan oscuras como de noche. Él me recibe los miércoles -como cuando lo visitaba con mamá, que para ese entonces eran amigos y mamá no trabajaba en el hospital, fumaba sin parar y colgaba su impenitente genio temperamental-, en bata de baño, con la prominente panza velluda descubierta, siempre esperando a alguien, no sé a quién: hola chamín, pasa.
Al entrar, el aroma de afuera estaba impregnado dentro. La sala sólo estaba ocupada por un gran mueble pardo, sucio, un televisor en blanco y negro en el suelo, suspendido por dos ladrillos y unas cuantas revistas, y al fondo un tocadiscos que todavía funciona cubierto por discos empolvados de Eddie Palmieri, Serenata Guayanesa, Celia Cruz y Marvin Gaye.
—Guarda la leche en la nevera —dice con su voz cansada y soltando el humo del cigarrillo—. Y ven por tu plata.
La cocina es tan mugrosa como la sala: el fregadero atestado de platos, vasos, ollas vomitando hilitos sueltos de pasta, sin mesa y la alacena carcomida por ratas salvajes. En la nevera, cervezas Polar, huevos, queso y una torta de chocolate mohoso. Entre todo eso, la leche sería lo más puro.
—Toma, querido —dice recostado extendiéndome un par de billetes con su mano derecha, una pierna sobre el brazo del mueble, y el cigarrillo en su otra mano a la altura de su cabeza, tiñendo de blanco sus pelos ensortijados—. ¿Qué haces con estos míseros bolos? ¿Comprar metras?
Por mi expresión supo que había dicho una tontería.
—No andas por ahí oliendo pega, ¿no? —repuso levantando las cejas parduzcas, femeninas, mientras me observaba de pies a cabeza.
—Nada que ver —dije ofendido, y luego de una pausa que debió considerar como la estructuración de una mentira, dije—: Voy al teatro Star.
—Ah, bueno, eso es otra cosa; allí pasé parte de mi adolescencia —dijo de un modo ensoñador, mientras la bata descubría su muslo velludo—. Vivía en Casalta, me escapaba del liceo todas las tardes, pasaba rapidito por la recauchadora donde trabajaba papá, si me veía a esa hora deambulando me arrastraba a correazos a la casa; sin una puya me subía a las busetas y los choferes gritaban: este carajito del demonio. Me vi todas las películas de Cantinflas, John Wayne y me enamoré de María Félix. ¡Eso sí era un mujerón! Pero estás muy chico para saber quién fue; pregúntale a tu abuelo, papá o tío mayor. A los chicos, hoy en día, les gusta más los disparos, explosiones y todo ese zafarrancho pirotécnico.
—Yo vi “Doña Bárbara” —dije para interrumpirlo— hace un par de meses. En verdad, me aburrió a morir. No me gustan mucho las películas en blanco y negro. Tampoco la señora me pareció tan bonita.
El señor Will se carcajeó. Tal vez la gracia fue por mi insolencia o mi inocencia, o una mezcla de ambas. Para borrar su risa, le pregunté si tenía hijos, dijo que no. “Ni esposa, ni loro, ni perro que me ladre”. Aplastó lo que quedaba de cigarrillo, prendió otro y la sonrisa se apesadumbró. El sol se colaba por la ventanita desnuda y dibujaba las rejas en el suelo; quise saber la hora, pero no había reloj en las paredes ni en su brazo. Debe importarle poco el tiempo. Por eso espera tanto, pensé.
—¿A quién espera, señor Will? —pregunté sin titubear.
Volteando a mirarme, sin pestañear, dar una calada, retener el humo y soltarlo hacia su cuerpo, dijo:
—A quien venga, mijo. La vida es una espera, Nígelher.
Me sorprendió escuchar mi nombre enterito. “Nígelher”. Sonaba bien.
—Ahora me llamo Hene.
—Tu nombre es Nígelher, y es digno llevar un sólo nombre. Sin adornos. Como debemos llevar la vida —dijo el señor Will con su aire de solemnidad.
Salí de allí sin darle mucha vuelta al asunto. Dos señores borrachos, barbudos, con cachuchas de béisbol se balanceaban en el pasillo, pidieron que los ayudara a bajar, seguí de largo y ellos soltaron lisuras que no entendí. ¡Pendejos! Eso no aminoró mi humor, y así crucé media ciudad hasta Capitolio para ver la película: proyectaban “El Gran Escape” con un rubio que se las da de malo y de aspecto simpático. Al regresar a casa, luego de dormitar un buen tramo de la historia y despertarme en la escena final con el protagonista cruzando un campo en moto, silbé la canción en el cuarto luego del castigo de la abuela por perderme todo el día. ¡Exageraba! Capaz olvidé decirle a Vitico que no pasara por la casa, como todas las tardes, o fue él el que olvidó que, si no escucha el repique de metras en el perol retumbando la ventana de su cuarto, no debía ir a buscarme. Ni cené, solo comí una galleta baboseada que me trajo Jon al cuarto. Me sentí preso, como el rubio que se las da de malo. De lo que resta de noche, antes de la paliza de mamá, me vi escapando en una moto, por los Llanos o los Andes, tal vez pasar por Falcón y sus dunas, o buscar a papá, perdido en alguna isla o selva humedecida por el Orinoco. O puede que él esté silbando su escape, como yo, o como el rubio que se las da de malo.