LAPSO

Les contaré, a la manera que pueda, como fue que dejé de sonreír por un lapso. Estaba en tercer grado de primaria. Fui al colegio “Juan Bautista” como mis amigos Osorio, Márquez y Gaitán, los cuales todavía frecuento en el bar de la esquina. Esos días colegiales eran felices. No había dicha mayor que ir a clases, no a aprender, sino a jugar pelota de goma en el recreo con mis amigos, a comer las obleas del señor Jesús que comprábamos a la salida, a atrapar lagartijas que se escabullían por la placita, espiar a las niñas, entre otras cosas. Mamá siempre me buscaba a las doce del mediodía en religiosa puntualidad. A esa hora, el timbre nos despertaba del letargo de alguna materia, matemáticas o tal vez inglés, me aburrían a morir y como Lucho pensaba que era, no innecesario aprender inglés, sino muy desprovisto de realidad. Así nos las pasábamos, entre juegos y exploraciones, una constante aventura que terminaba cada tarde con el estruendo del timbre, el cual nos desperezaba, recogíamos nuestros libros y lápices para salir corriendo a esperar que Don Chuo abriera el portón. Como les dije, era feliz. Y ustedes se preguntaran, ¿por qué dejé de reír por tanto tiempo? Siempre lo hice y lo hacía hasta que llegó Laura a nuestro salón. Era la nueva. Como toda novedad era el objeto de atención. Se decían cosas de ella que no pude confirmar: viene de Caracas, su papá es astrónomo (y yo imaginaba a Walter Mercado), en su casa hay dos perros grandísimos, entre otras cosas. Lo que sí sabía es que no era cualquier chica: era la niña más hermosa que había visto en mi vida. Su cabello lacio, brilloso y oscuro, danzaban sobre sus hombros. Sus aretes dorados resplandecían como sus ojos ambarinos. Su piel blanquísima la asemejaba con la tiza, como una vez dijo Osorio. Él la llamaba “Tiza Lau” y aún no lo recuerda. Bueno, ya han pasado un par de décadas. En ese semestre que duró en la escuela, no pude ocultar mi deslumbramiento por ella. Estaba loco por esa niña. Al principio no me acerqué a decirle algo, como Gaitán y otro muchacho, par de zamuros, los cuales de sopetón recibieron la absoluta y completa ignorancia. Allí supe que no sería fácil abordarla. Calculaba mis opciones: compuse un poema, a lápiz y con colores azules, como las cintas que a veces llevaba en su cabello. También, le escribí una canción, el cual agradezco no haberle entregado en un arrebato impulsivo de valentía. ¡Los valientes son egocéntricos con suerte! No recuerdo bien la letra, bastante lastimosa y copia vulgar de canciones de Juan Gabriel, Emmanuel, Camilo Sesto y Roberto Carlos, un mix abigarrado de todo lo que escuchaba mamá en el picó. La abordé en un recreo, creo que fue un martes, luego de la clase de inglés. Ella ya había hecho amigas en el salón, y una de ellas también era mi amiga, o eso creía, Graciela, la frentona y por eso se burlaban de ella. Yo la defendí varias veces, casi hasta los golpes, y por eso nos hicimos amigos. Por la cercanía que teníamos, esa mañana le pregunté a Graciela si le podía dar por mí un regalo a Laura. Le iba a comprar un chocolate en la cantina. Había reunido tres días para eso. Hasta hice sobre tareas en la casa para justificar un aumento repentino. Graciela aceptó, fui a comprar un chocolate Cri Cri con los cien bolos, justicos, lo que tenía ese día encima, y había aumentado a ciento cincuenta. La odiosa dueña de la cantina se hizo la sorda ante mis suplicas, hasta le iba a dejar un carrito a su hijo Miguel, compañero del salón, aunque odioso igual que ella, como aval de que pagaría los otros cincuenta bolívares al día siguiente. “¡No!” fue todo lo que dijo la vieja. Te dejo las revistas de Condorito. “No chamo, deja la ladilla”. Había otro chocolate más barato, para mí era chocolate al fin, hasta el de locha me gustaba. Pero, quería lucirme con Laura. Compré el de cien bolos y salí corriendo donde Graciela. La llamé a un lado y se lo di. Me alejé acelerado, cosa que siempre despierta dudas y risas, aunque no me importó. Solo quería ver su reacción desde un lugar lejano y privilegiado. Laura aceptó el chocolate, pero unas palabras llegaron a mi corazón tan fulminante como una bala: “Este chocolate daña los dientes. Se me van a poner como los suyos”, dijo riendo. Se carcajeó con otra niña, Virginia, y Graciela también rió, tímidamente, pero lo hizo. No era consciente de que mis dientes eran malos. Estaban choretos, los delanteros prominentes, y algunos estaban muy amarillos. No lo había notado antes hasta esa vez. Cuando lo hice, ante uno de los espejos resplandecientes de la sala, me fijé que, ahora, el reflejo mostraba otra cosa: mis palabras eran las de Laura. Sin pensarlo dos veces, le pedí a papá, cuando llegó del trabajo, que me llevara a un odontólogo:

—No, es muy caro —dijo.

—Habrá que ir al ambulatorio —dijo mamá mientras servía la comida.

—Yo no tengo tiempo para eso —respondió papá, arrellanándose en el mueble mientras recibía el plato con una arepa, jamón y queso.

No había derecho a réplica. Un tema estaba finiquitado cuando se servía la comida y si lo retomabas al termino de la misma, cuando papá y mamá fumaban y tomaban café, estabas advertido que la rebeldía podría ser aplacada con cholazos o correazos. ¡La democracia termina en tiranía! Un día de clases de matemáticas le dije a la profesora Millán que me sentía mal. Ella me llevó a Dirección. Llamaron a mamá, pero lo que yo sabía es que a esa hora de la mañana, las diez y treinta, mamá habla por teléfono con su amiga Luisa, la secretaria, por media hora o más. Luisa la llama desde su trabajo, en ausencia de su jefe y habla más que una lora. “Nadie contesta en casa, Julián”, dijo la directora. Volvió a intentar. Lo hizo tres veces sin respuesta. Yo vivía relativamente cerca del colegio. Podía caminar unas cinco cuadras y llegaba a casa. La directora no quería arriesgarse a dejar salir solo a un niño con “fiebre”. Era jueves. Mamá los jueves se escondía de la señora Martínez, mamá de Julio, una señora bastante fastidiosa que hablaba el doble de Luisa, la secretaria, pero de cosas sin importancia para mi mamá, sea lo que esto signifique.  Ese era el único día que la mamá de Julio lo iba a buscar. “Los jueves mi mamá está ocupada”, le dije a la directora. “Ni puede venir a buscarme”, recalqué. La directora me miraba fijamente; dubitativa. Don Chuo, el del portón, acababa de entrar a la oficina. “Chuo, tú que tienes mil ojos, ¿los jueves ves a la señora Iglesias?”, preguntó entrecruzando sus brazos y con la cabeza altiva, como siempre hacía cuando dudaba. “No recuerdo. Creo no verla ni por asomo los jueves ni viernes”, respondió. En esto se equivocaba. Mamá si era visible los viernes. Al menos lo era para mí y algunos lambiscones que le decían cosas al pasar. Ambos decidieron intentar llamar nuevamente. Pasaron quince minutos. Sabía que mamá estaba hablando con la mujer lora. “Está repicando”, dijo la directora. Sudé la “fiebre” que tenía de un guamazo o que aseveraba tener. Mi plan, mi plan ideal, se había dañado, pensé. Pero el teléfono repicó y repicó y mamá no atendió. ¡La suerte estaba de mi lado! Al fin: me dejaron salir, solo, no sin antes recibir una retahíla de cosas que no debía hacer (las lecciones que los adultos, como si vivieran una segunda niñez, dicen solemnemente). Don Chuo abrió el portón; era extraño que se abriera tan temprano, y se percató de que cogiera el camino correcto. Tomé el rumbo hacia mi casa con parsimonia, como un enfermo lo hace, y cuando perdí de vista ese gran bigote y calva pareja de Chuo, me quedé detrás de un muro un par de minutos hasta que volviera a cerrar. Él tenía la costumbre de abrir, fumar un cigarro y cerrar. Lo hacía en la mañana al recibirnos y en la tarde al salir. ¡Había alterado su orden! Ese día fumaría tres cigarros. Sin moros en la costa bajé nuevamente, pasé por la escuela y corrí unos metros hasta perderla de vista. Fui hacia el hospital, aunque llamarlo hospital es ser generoso. En realidad era un ambulatorio, gris, de paredes careadas, y siempre que pasábamos había un señor con una manguera limpiando la sangre de la entrada. Entré, pero una enfermera me increpó al pisar la entrada. Era gorda, grande, más alta que papá. Su uniforme blanco lucía desteñido. “Niño… niño… No puedes estar aquí”, dijo. “¿A quién buscas?”, preguntó con su dedo índice apuntando mi mentón. ¡Odio que hagan eso! Le dije que mi mamá buscaba al doctor tal, que no existía y ella lo supo. Inventé una historia sobre la enfermedad de mi madre, la cual funcionó. La enfermera me llevó con un doctor alto, canoso, espigado y de cara cadavérica (Los médicos no suelen ser la mayor inspiración en salud). Me dijo su nombre, pero no lo recuerdo; preguntó sobre mi madre, donde vivía, cosas que inventé, para luego darme una charla sobre cómo serle útil a mamá: “Yo a tu edad vi como murió una vecina. Me espantó. No quería que mi madre muriera. Ni mi perrito Laucho, ni mi abuela. Visitaba al Dr. Lameda, que era mi vecino, y lo veía curar a sus pacientes”, dijo con voz amable, pedagógica. Luego de esto siguió dándome nombres de lugares y personas que no conocía, para rematar como se había hecho médico. Y aunque no parecía odontólogo, aproveché la oportunidad y le pregunté por mis dientes. Se calló y echó un vistazo. Abrí la boca tanto que me dolieron los cachetes. Puso una paleta sobre mi lengua e iluminó con su linterna. “Tienes una… dos… tres… cuatro caries”, dijo. “Debes cepillarte luego de cada comida”, advirtió como lo hacen en la propaganda de Colgate, para continuar: “Acá no hay odontólogos. Es una pena. Pero conozco uno que no es tan caro”. Anotó el nombre y su número telefónico, lo llamaron para una emergencia, era un baleado, lo metieron a las carreras a Emergencias y cerraron la puerta. Al salir, solo vi un aséptico charco de sangre. 

En casa, esperé a que mamá se durmiera viendo su telenovela para llamar al odontólogo. Su nombre era Julián, como el mío. Eso tenía que ser una premonición, pensé. Lo llamé. Mamá roncaba mientras una mujer se cacheteaba con otra en la televisión. No respondieron. Debía ser por la hora, una y media aseguraba el reloj del pajarito. Volví a intentarlo. Nada. Me dije que a la tercera sí atenderían. Tampoco. Rabioso, fui a la nevera a tomar más jugo de tomatico. Dejé lo suficiente para papá en la cena. No me quería alejar del teléfono para volver a intentarlo y aprovechar la siesta de mamá. Dejó de roncar. ¡Peligro! Cuando deja de roncar hay dos opciones: o entra en un sueño profundo o, lo que en la mayoría de los casos sucede, se despierta de golpe por cualquier ruido. Mientras me siento a revisar un álbum de barajitas, Zidane, Lizarazu, Ronaldo, Roberto Carlos, suena el teléfono. Mamá se despierta con violencia y se levanta a tomar el auricular.

—Aló… ¿Quién habla? No, no los he llamado… Ya va… Julián —grita mamá mientras tapa el auricular con su pecho—. ¿Llamaste al consultorio del doctor García?

Estaba alterada. Vio el papel en mi mano, se disculpó, colgó dando las buenas tardes y me arrebató el número que me había dado el doctor en el hospital. Lo leyó. “¿De dónde sacaste esto?”, me dijo al verlo. No respondí. Lo guardó en el bolsillo de su vestido y me cacheteo. La televisión era más mágica que la vida real, pensé y me encerré en mi cuarto: me faltan cinco barajitas de Brasil. Mañana se las pediré a Osorio, o las intercambio por lagartijas con Gaitán.

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