Siempre Ed comenzaba su soliloquio con el chiste del Mamut. Digo “soliloquio” porque, a pesar de estar rodeado de los vecinos de confianza, Michael y Joan, pareja desde los quince años y vecinos de Ed y Fiona desde los veintitrés, además de estar acompañado por sus hijos, Claudia y Efe Efe el buen Ed solo hablaba consigo mismo. Era una reunión aburrida. Efe Efe cumplía trece años. El estéreo dejó de sonar a las cinco y pico, aún resplandeciente el día, y el pastel de chocolate se repartió frisando las seis. No había mucho para hablar. Solo dos chicos, compañeros de escuela de Efe Efe habían ido a la fiesta. Hablaban entre ellos, jugueteaban, se daban pequeños golpes, y como sus padres los dejaron allí y los recogían a las siete, podían hacer lo que quisieran. Efe Efe apenas cruzó palabras con los niños; se dedicó a tomar un par de fotos con la Polaroid que le regaló su mamá, pero cuando quiso tomarles una a los chicos, estos accedieron, hicieron morisquetas y al sacudir la imagen, ambos chicos mostraron con ira el dedo del medio. Efe Efe guardó la foto en su bolsillo, dejó la cámara sobre su regazo y se entretuvo viendo a su hermana Claudia amarrar con torpeza las trenzas de sus zapatos. Ella es una niña regordeta de unos ocho años y cursa segundo grado; taciturna y atolondrada, según Efe Efe, “mi atolondradita”, como le decía con cariño.
Apartadas de sus esposos, Joan le contó a Fiona la historia de su nuevo jefe, un tipo viejo de escasos cabellos de apellido Tordman, que la coqueteaba sin disimulo en la oficina. La había invitado a tomar una buena botella de vino “caro”. Ella lo rechazó, aunque no le disgusta del todo el juego de seducción.
—Suena a viejo verde —dijo Fiona.
—No, no lo es —replicó Joan—. Me imagino que sólo le hace falta compañía, como a todos.
Al fondo Ed y Michael conversaban sobre el pez que sacó Lucho, primo de Ed. Era un róbalo de casi dos metros, dijo Ed, aguzando a Michael que miraba para otra parte, “mira, mira”, y le mostró la foto que le tomó Efe Efe. Michael vio la cara de idiota de Lucho, con los dientes salidos y esa mirada perdida, o era por la imagen que estaba distorsionada, además pensó en lo estúpido que es asistir a una fiesta de niños sin hijos, que Joan todavía le debe reprochar su negación a procrear, y recordó como un flash violento las palabras de ella: “En cualquier momento me largo”, pero allí estaban, juntos, a pesar de las peleas, los quiebres emocionales y el solemne tedio. “¿Por qué siguen casados?”, se preguntaba por vigésima vez, pero prefirió ver a los chicos comer pastel antes de seguir amargándose. Michael había declinado el ofrecimiento de Fiona, como siempre hace repitiendo ante cada tentativa “los borrachos no comen dulce”. Él cree que Fiona le coqueteaba un poco al decir “quieres un poco querido, anda, solo un poco”. Le echó un vistazo, ella lo miró y sonrío, su esposa estaba de espaldas entretenida hablando del antiguo peluquín que llevaba su jefe; se carcajeaba como una cacatúa de sus propios chistes. Michael siguió tomando su cerveza y miraba todo con aburrimiento, hasta las risas que le sacaba Ed a su hija a punta de cosquillas y hacían revolcar en el suelo a la nena como si fuese epiléptica.
Al término de la fiesta Ed sacó la basura. Cada noche: ocho en punto. Se irrita si Fiona lo retiene para abrir la bolsa nuevamente y meter otros desperdicios. A esa hora llegaba la chica del cuarto piso. Era una joven que no pasaba de los diecinueve años, blanca como la porcelana fina y cabello negro largo. Era delgada y su suéter de cachemira bermejo acentuaba su figura. Ed la miraba subir, ella cordialmente le saludaba “Buenas noches Sr. Bermúdez” sin detenerse. Ed la observaba alelado subir las escaleras —no le importaba fijarse en la tersura de sus nalgas, o la madurez de sus senos, era la armonía de la chica, su belleza lo anestesiaba, porque la vida es bella o es muerte, y la belleza es lo único que se quiere aprehender—, hasta antes de que diera la vuelta y ella se percatara que la observaba.
Esa noche Michael quería hacer el amor. Estaba impaciente, acostado en su cama, pasando los canales sin detenerse en alguno, mientras Joan, indispuesta por el período —que viene siendo, como dijo Ed, la mala temporada de caza— leía una vieja revista de negocios. Ella hablaba de marketing y otras cosas, su deseo de mejorar su posición, “ya son cuarenta años y no tengo nada” rezaba de cuando en cuando. Con el arma cargada y un temporal de mierda, pensó Michael luego de recordar las palabras de Ed, decidió llamar por teléfono a Fiona, solo para escucharla. Su voz era atractiva, candorosa. Se escudaría preguntando por Ed, como siempre hace, aunque no quería saber de él, y detestaba cuando ella le daba el auricular y éste hacía ruidos molestos como de un crío oligofrénico. De igual manera Michael llamó. En efecto, contestó Fiona, como es usual. Su voz, siempre acompañada de una palabra cariñosa, se había vuelto odiosa y algo carrasposa:
—Disculpa, querido, no te reconocí —dijo excusándose al escuchar la voz angulosa y masculina de Michael.
—¿Te sucede algo? —preguntó Michael.
Ella guardó silencio unos segundos o minutos, daba lo mismo, porque el silencio ante el teléfono es infinito: ahora no puedo hablar en este momento, dijo ella. Luego del silencio, preguntó por Joan, Michael le dijo que dormía, aunque estaba en la cama, en pijama, leyendo la estúpida revista de marketing, pensó. Joan detestaba salir en pijama o hablar por teléfono cuando estaba tendida en la cama. “Está viendo tele”, dijo Michael para salir del apuro.
—¿No tienes de esos cigarrillos que tanto me gustan? —preguntó Fiona.
—Claro.
Michael se vistió rápidamente, masculló algo ante el “¿A dónde vas?” de Joan, tomó la caja de cigarros y bajó dos pisos en grandes zancadas. Vio a Fiona fuera del apartamento, observando los carros pasar. Ella llevaba pantaloncillo de florecitas y el cabello ligeramente alborotado. La calle era un concierto disonante de motos, sirenas distantes y cornetas que se mezclan con una música tropical que sale del barrio, mientras las luces titilan desde las casitas arrejuntadas y superpuestas en la serranía. Un infierno urbano.
—Hola —dijo Fiona.
—Hola —saludó Michael.
Sin esperar, sacó dos cigarrillos del empaque, prendió ambos con su boca, como siempre hace y le extendió uno a Fiona. A ella le daba gusto ver eso. Le parecía masculino.
—¿Qué tal tú día? —preguntó ella.
—Una mierda —respondió él.
—Ay, igual a mi día; tengo algo que me atraganta y no sé cómo sacarlo —dijo ella.
Fiona dio dos caladas rápidas al cigarrillo, suspendió el humo hacia arriba como si quisiera formar otra nube argéntea de esas que pasan con una cadencia mesurada. Michael creyó leer la mente de ella: le diría que quería hacer el amor, y a la primera mirada densa, detenida por segundos que le parecieron siglos, la sangre bullendo y la ansiedad erecta, Michael besó a Fiona. Ella lo separó, vio sus ojos inyectados de sangre, su cabello oscuro como una lija grasienta abonada de caspa, y su nariz aguileña colorada, y aunque ella quería contarle lo que descubrió, las polaroid que su hijo toma de su hermana desnuda, llorar un poco mientras acababa el cigarrillo, ella se dejó llevar y sin ton ni son le secundó el beso. Ed, asomado por el ojo mágico de la puerta, vio como Michael y Fiona se fundían torpemente, toqueteándose unos a otros; vio la cabeza de Michael como un balón de fútbol y el cabello ondulado y corto de Fiona de una monstruosidad parda. Ed quiso salir, descubrirles en su imprudencia, “¿desde cuándo me sucede eso?” pensó. Ella lo engañaba después de las nueve, cuando los grillos revolotean por allí; se aprovechaba de mi temor para “salir a fumar”. Michael movió el bombillo que titila del pasillo, se quemó el dedo, “¡coño!”, Fiona lo besó riendo, y al apagarse la luz, ya Ed solo pudo intuir lo que afuera sucedía. Sin una pizca de molestia, Ed fue al cuarto a escribir una carta, los chicos dormían en la litera, se sirvió una taza de café y en la mesa tambaleante de la cocinita, estrecha, de baldosas azules y piso con eyaculaciones negras, tomó la pluma y comenzó a cavilar todo lo que quería decirle a la chica del cuarto piso: comenzaría con el sentido de la belleza, porque la vida es bella o es la pronta muerte y un largo adiós, pensó.
Al día siguiente Joan tuvo una jornada particular en su trabajo. Luego de hacer un par de informes sobre las gestiones del departamento de ventas, porque su jefe, el señor Tordman “confiaba en ella” para esa labor: “no olvides hacer un balance de gastos respecto a los ingresos del último trimestre del año”, dijo, y al presentar todo esto con suma diligencia, informe tras informe finamente detallado, el señor Tordman la “premió” invitándola a cenar. Joan, de falda oscura y blusa ocre, con un pañuelo gris satinado cubriendo su cuello robusto y asomando de cuando en cuando una gargantilla plateada, pensó que no estaba tan elegante para ir a uno de esos restaurantes del este de la capital, de porteros con corbatín y candelabros decimonónicos, esos que el jefe frecuenta con los inversores y tal vez, alguna amante. Joan fue al baño, se pintó los labios carmín, delineó sus ojos como una diosa egipcia y cambió su flequillo por un copete casual, para verse más “atrevida”.
—Acepto, señor Tordman —le dijo tras irrumpir en su oficina.
La cena fue en un pent-house de Las Mercedes. Desde ese piso quince, veía parte de la ciudad agotada de luz e iluminándose lentamente, los carros atestando la Avenida Veracruz, y el Ávila enlutándose. Joan estaba nerviosa. Fue al baño. Luego pensó en llamar a Michael y decirle que llegaría tarde: se las arreglará sin mí, ni me extrañará todo este tiempo, pensó. Luego de una copa de vino blanco, acompañado de Pérez Prado, Billo’s y Wilfrido Vargas, comer una deliciosa merluza, con papas y ensalada de remolacha, “querida, un soufflé de chocolate y aguacate”, dijo él vanagloriándose como un chef parisino, con los ojos empuñados en los muslos desnudos de Joan, en sus labios carnosos y en los senos firmes bajo la blusa. “¿Haces ejercicios?”, pregunta él y ella comiendo suelta una carcajada, tose, toma vino, “y no, que va, el trabajo es el mejor ejercicio”, dice. Joan no dejaba de observa la pronunciada calvicie del jefe, aguantaba la risa al recordar el espantoso peluquín, ya estás borracha, pensó, la mirada acuosa, lasciva, y el juego de sus manos, entrelazándose, los dedos caminando sobre la mesa de mármol, y la manera como sorbía el vino sin dejar de mirarla. De repente sonó Mahler, “acompasemos la noche”, dijo él, los platos con migajas seguían adornando la mesa, y el brillo de afuera se hacía más intenso. “Te deseo tanto”, le dijo el señor Tordman a Joan, agachándose, gateó bajo la mesa y comenzó a besar sus muslos. Joan, al sentir ese cosquilleo rasposo, no paró de reírse, y recordó la vez que Michael, en sus primigenias salidas de muchachos, hizo lo mismo, pero esa vez bajo la sábana de un cuarto de motel de Sabana Grande, a oscuras, y fue tanta la risa de ella que orinó la cama: “Detente, detente, me vas a matar”, dijo ella, estridente, con las manos en la boca, y un hilito de silencio entre los estallidos que parecía dejarle sin aire. El señor Tordman se levantó, sacudió su pantalón elegante y peinó su escaza cabellera abigarrada.
—Bueno, eso fue bastante penoso —dijo con cierto enfado, apretando su corbata cobalto.
—Venga hombre —dijo Joan tranquilizándose, secando las lágrimas de tanta alegría que le hicieron un camino oscuro por las mejillas— ya le compenso.
Joan llenó su copa de vino, se lo tomó de un trago, chorreó adrede su blusa en ambos senos transparentando el sostén de encajes violeta, se acercó a la silla del señor Tordman, se agachó, hurgó en su bragueta y sacó su pene pálido, flácido; lo observó con displacer, lo sacudió un par de veces, el señor Tordman cerró sus ojos recostándose del asiento, gimió y para cuando se elevaba, eyaculó. Tras limpiar sus manos, Joan se sentó a contemplar la ciudad. Lo que restaba de la noche transcurrió con la melancolía del adagietto de la quinta sinfonía de Mahler difuminándose en el ambiente embriagado de silencio, con Joan distorsionando al señor Tordman a través de su copa, y mientras aguardaba que su blusa se secara, pensó: “¿Cómo alguien tan vulgar puede escuchar semejante música?”.
A esa hora de la noche, frisando las ocho, la chica del cuarto piso, de nombre Malena Ortiz, entró a su apartamento y vio una carta en el piso. Rezaba con un pulso nervioso e infantil: “Señorita extraña, esta es mi declaración del mundo”. Malena ingresó a su cuarto de paredes ambarinas, dejó su morral sobre la camita de colcha oscura, sin despegarse de la carta. Su madre, Alba, enfermera, estaría por llegar del hospital con una jaqueca inminente como cada noche de guardia, o dentro de nada repicaría el teléfono para avisarle, huraña, que la señora Medina volvió a enfermar y ella tenía que suplantarla en postoperatorio. Malena iría a la cocina, prepararía una pasta simple, una tortilla con ajo y cebolla, queso blanco rallado como una tenue nevada y con un trozo de pan y Coca cola, cenaría.
Para Malena hubo dos cambios aquella noche: comió sin ver la aburrida programación televisiva, y leyendo las palabras de un ser sin nombre. Ella es una chica de absoluta rutina, los cambios bruscos le creaban pánico y ansiedad, y podía encerrarse horas en su habitación sin ver a nadie, escuchando Britney Spears, Soda Estéreo o Sentimiento Muerto, dependiendo de su ánimo. Tampoco era de tener tantos amigos; compartía con Luisa, una chica timorata y miope, lo bastante tímida para limitarse a escuchar y hacer pocas preguntas, la primera persona que ella conoció en el primer semestre de universidad y la que le bastó para hacerle ocasional compañía.
De la carta ella rescató algunas frases, las cuales escribió en su diario —para guardarlas para sí misma, o poder entablar diálogo con el de la misiva sin remitente—: “¿No has pensado en la extinción de los Mamut?”; unos versos de un poema que escribió en su adolescencia, “duermen las flores en el regazo del sol” y su filosofar sobre la armonía: “la armonía es el principio del mundo (y es nuestra única búsqueda)”.
Al quitarse el suéter de cachemira bermejo, percatándose de su soledad como una paranoica, Malena descubrió un río de ciempiés recorriendo sus antebrazos y muñecas: eran vivas, líneas sangrientas de noches recientes, algunas blancas, camufladas con su palidez, como rasguños torpes por picadas de mosquitos y no como una historia de un aburrimiento, frustración y hastío infinito. Quiso contarle al escritor fantasma esto, pero no dejó indicio alguno de su procedencia, aunque pensó en Michael, su vecino, las miradas que le echa al voltear su esposa, pero no lo creyó tan tonto para escribir cartas anónimas, ¿o sí? También podría ser el señor Bermúdez, pero le espantó esta idea y la desechó pronto. Mientras bullía su cabeza, Malena se desnudó, fue al baño, recorrió el pasillo, y ya de vuelta en su habitación, vio la carta como un ojo que la observaba. Cerró la puerta, apagó la luz, dejó la tele encendida como luz variopinta, intermitente, y acostándose, buscó sobre la mesita de noche el libro Las noches de Laura de Thais Mann-wo, una novelita sobre una chica suicida, y tras oler sus hojas amarillas, sacó de él una hojilla: alguien me deseaba, pensó; haría una carita de felicidad en su muñeca, chorrearía la carta con sangre, la lamería y pensó en escribirle a Michael, pasar la carta por la rendija de su puerta cuando Joan se ausentara, y al esperar su respuesta, volvería a leer esas frases ingeniosas: “¿Conoces el chiste del Mamut? Que a pesar de tener cuatro patas, como el elefante y el tigre, pudo morir antes de la bestia maldita que tiene solamente dos”.