Tenía un problema con las manos. No me salían tan bien como quería. Con las de mamá pasaba lo mismo: aquí está cocinando asado, aunque parece un pollo o un pavo lo que mete en el horno. Tampoco su nariz está tan lograda; se ve achatada, como hueca, con dos grandes fosas como túneles. No es que tenga un problema, toda ella está bien, de pies a cabeza, con su melena oscura envuelta en un paño, su vestido malva de flores disecadas, y su robustez que no he aplanado, como le hubiera encantado. Puede que no tenga tanto talento como pensaba, me repetía. Mira Louis, le digo para salir del sopor: acá juegan bingo. Él es muy detallista. Es el primero en observar lo que dibujo. Hoy está absorto; mira mucho por la ventana el trajinar de las nubes plomizas encontrándose, formando una gran masa que cubre el cielo azulito. Debe estar aburrido como un tonto. Sin que me escuchara, proseguí: éste es papá, aunque parece mi tío Arnoldo, el cual veo en diciembre; pero, no es, no tiene su chaqueta parda degastada, con los codos roídos como si jugase metras con ella. Ah, dijo Louis. Quise preguntarle qué sucedía, pero me quedé callada viendo los costados de la mesa achatados, y en el dibujo están tan puntiagudos, un peligro, Huguito podría machacarse el ojo, pensé. Martha, dijo Louis, ¿recuerdas dónde queda la casota Anaya, en la calle 10? No, dije, no la he visto antes. Sí, claro, solo no recuerdas bien, dijo él. La vez que mi papá compró el ludo en los chinos de la calle 8, dimos la vuelta y bajamos un par de calles, mamá no se sentía bien y paramos en la farmacia del señor rarito, de calva y sin una oreja, Van Gogh, dijiste sin chistar, tal vez nos escuchó, claro, por el oído que le queda; recuerdo que te pregunté quién era ese y me enseñaste el dibujo en tu libreta de un tipo pelirrojo. Sí, claro, respondí, pero no recuerdo la casota. La vimos al pasar, papá se equivocó, siguió bajando y luego tomó un atajo hasta unas colinas con muchas casas grandes, lujosas, algunas abandonadas, luego descendimos y nos dejó en el bulevar, bueno, la gran casa amarilla ruinosa de tejas y verja verde, esa, Anaya.
—Bueno, ya volveremos —sentenció ante mi poco discernimiento sobre el lugar; me devolvió el dibujo, y siguió el rumbo de las nubes.
—Papá está pálido —le dije para animarlo—; y Huguito parecía feliz, el más feliz de todos.
Comenzó a garuar cuando llegamos a casa de Louis. Mamá me había dado lata, que si salía sin comer, llévate el suéter, dijo, va a llover, lo sé mamá, dije enojada, siempre era lo mismo. No le importaba darme lata aunque Louis viviera en el bloque contiguo al de nosotros, el A, aunque esté al sur, como si la B estuviese en el oeste de la A, alfabéticamente hablando, y no seguir esa progresión, ese carril de la cartilla; estas son tonterías que voy hilvanando de vez en cuando, como cuando veo a los gaticos vagabundos poblar la zanja que se abre como un río de cemento: juegan, pelean, defienden su territorio, casi una imitación de los zánganos, (como dice mamá) que se paran en la esquina, fumando cigarrillos o tabacos, tomando ron o anís, y los ojos a los lados (como camaleones) escurridos en la vía, carros, motos en su vaivén mundano, además de las chicas que se contonean, mami que rica, sueltan a la primera, y sus rostros nublados por la cortina de humo, y Sissy, mi Sissy, reuniendo algunos bolos para comprar mota, fumar con ellos, coger con ellos, y luego subir al bloque, último piso (uno más que el de nosotros), discutir con su mamá, (como de costumbre), y dormir hasta la tarde siguiente viendo las estrellas en la oscuridad de su habitación.
Sissy (su nombre verdadero es Susana) y yo fuimos amigas hasta hace un año. Nos gustaba, en las tardes, pintarrajearnos con el maquillaje de mamá, sombras, delineador, púrpura o azul en los párpados, labios bermejos fuego o carmesí pálido, ¡Qué linda!, decía ella, ay no, parecemos perras de la Baralt, le decía al verme al espejo, y nos carcajeábamos. Escribíamos tonterías en el espejo, lo inundábamos de labios como corazones, ella rayaba mi cuaderno con “Louis y Martha”, alrededor de corazones hinchados en bolígrafo rojo y remarcados en negro; hacíamos té negro, a las cinco, como la tradición foránea, con crema por favor, decía ella con tono afectado, sí madame, contestaba con suma cortesía, y vertía la leche para el tetero de Huguito. Una noche, Sissy me confesó que Jordan Gúzman, uno de los “zánganos” de la esquina, le escribía notas, carticas que ella fue acumulando por meses, desde las más escuetas, de cien palabras y cincuenta errores, “hamor”, “mi bida”, hasta las más sueltas, como trazos de un Manet, esmeradas, con imágenes más poderosas, como la de “eres la espuma de mis noches” con fecha del cinco de marzo. Cuando salíamos al abasto, él estaba afuera como una veleta imantada que volteaba en dirección a ella; él no decía nada, ni me veía, era completamente invisible para él: sus ojos pardos se posaban sobre el cabello largo color mene, ojos achinados y oscuros, labios rosas, senos de cereza, cadera de pera y las nalgas suntuosas de Sissy. Ella se tongoneaba, pasaba a su lado, casi rozándolo, bajaba la mirada, miraba de reojo, trataba de no reírse por el embeleso de él, y cuando cruzábamos el puente y pedíamos oreos y coca cola, fíjate como me ve, decía, cómo te va a ver, respondía, con ojos de marrano. Pero no, en realidad no era solo lascivia lo que exultaban sus ojos: era deseo y una suave ternura que trasciende la prontitud de la carne.
Una tarde calurosa volvimos a la esquina. El sol era implacable, Sissy sudaba a mares y un bigotito de sudor se formaba sobre sus labios, e hilitos de cabello se pegaban a su frente. Yo no quería despegarme del ventilador del cuarto, con mi bloc, mis lápices y un libro con la copia del retrato de Ginevra de Benci que Sissy confundió consigo, por el rostro ovalado, convexo, y pálido, además de la mirada perdida que la caracterizaba. Necesito que vengas conmigo, dijo; si mi mamá me ve hablando con él, sola, me desguaza. Se le ocurrió la idea de bajar a León, el perrito de mamá, el cual paseaba papá cada noche al llegar del trabajo. Me asomé al cuarto, mamá dormía viendo la telenovela; era el día del cierre de la tienda, donde vendían perfumes y joyas. En la televisión, una mujer cacheteaba a otra, a lo mejor por un hombre de pecho descubierto, definido, y dientes perfectos; la boca de mamá se abría y cerraba lentamente, sus dedos se entrelazaban sobre su barriga, y la medalla de la virgen de Coromoto subía y bajaba al ritmo de su respiración; lamenté no estar sola para dibujarla.
Dimos un paseo que no esperaba. Sissy intentó cargar a León, pero ladraba mucho, hasta mordió su brazo. Yo lo llevo, dije, con su cadena, a rastras o era León quien me llevaba a mí. ¿Cómo me veo?, preguntó Sissy nerviosa, y antes de salir se plantó en el espejo: sus párpados eran canela, sus mejillas tomaron un color rosáceo, suave, y sus labios quedaron como ciruelas recién lavadas. Al encontrarnos con Jordan Gúzman, con su típica franela de baloncesto (únicamente Bulls, número 23) y sus Nike o Air One, nos propuso ir a la cancha, a un par de minutos en auto, allá, señaló, en el cerro Santa Ana, el cual custodia al sur los bloques donde vivimos. Sissy, Sissy, la llamé cuando Jordan fue a buscar a Jony Lucas, su amigo, un tipo raquítico de ojos hundidos, irascibles, con un cráter en su frente, impronta de la rubeola. Sissy, ay, respondió ella con un seco alarido a mi pellizco en su antebrazo. Esto ya lo tenías planeado, ¿verdad?, dije algo molesta, me devuelvo al apartamento, no, no dijo Sissy dando saltitos detrás de mí, quédate, anda, te prometo que nos quedamos media hora, ¡y ya!, sentenció.
Esa fue la primera vez que viajé en moto. Jordan Guzmán y Sissy fueron en una moto grande, aurinegra, mientras que me tocó, como preví, abrazar la parrillera de la moto azul cromado de Jony Lucas, mientras sostenía a León, despavorido con las orejitas en el aire. El ascenso no me causó tanto temor como el descenso, agárrate de mí, insistía Jony Lucas; la vía era de tierra con baches del tamaño de ratas gigantes, cada curva me mareaba, y aunque debo decir que Jony Lucas condujo con habilidad y prudencia al esquivar vehículos, jeeps, otras motocicletas, no dejé de verme por un segundo descuartizada por una llanta a sesenta kilómetros por hora o imaginar a León aplastado por un camión y mamá llorando como una magdalena. Delante de nosotros iba Sissy, su cabello se mecía al viento, se elevaba como la ola que se quiebra en el malecón. Ella era feliz.
Cada vez que veía a Jordan, sus ojos hundidos, su afro cuidado, recién cortado y su sonrisa de dientes limpios, estallando por doquier, pensaba en eso de “espuma de mis noches”. Al llegar a la cancha, comenzaron a jugar básquet, él y Jony Lucas, con una pelota que le pidieron a un niño. Lanzaban al aro, encestaban poco, uno de cada cinco tiros, Jony Lucas quería driblar pero el chico sin camisa y descalzo adivinó la jugada y le quitó el balón. Sabían que los veíamos hacer el ridículo, aunque Sissy estaba alelada viendo las piernas y nalgas de Jordan; eran unos firifiritos, unas canillas oscuras moteadas de vellos, bamboleando un short negro largo. Jordan volvió a arrebatarle la pelota al chico, con violencia, “becerro, dame mi vaina” gritó el chico ofuscado, y solo pensé que eso sería un buen dibujo: el chico con la mano levantada en el medio de la cancha, la bemba abierta, bañado por el sol y Jordan suspendido, con las piernas abiertas y con una mano intentando clavar la pelota. Todo pasó muy rápido: Jordan Guzmán no llegó al aro, la lanzó como pudo dando un salto leve, la pelota acarició los bordes metálicos y entró. “Buena, el mío”, dijo Jony Lucas.
Sissy y Jordan se sentaron en una esquina de la cancha y yo tuve que entretener a Jony Lucas o él a mí, mientras escuchábamos los ladridos de León. ¿Me odia?, dijo. Al cabo de un rato, calmado León, de él verme los pechos, o la sombra proyectada por la división que se nota en mi camisa blanca cuello en v, la misma mirada de Louis cuando estábamos en su cuarto, yo tumbada en su cama dibujando La Victoria de Samotracia o lo que podía hacer con ella, y él sentado a mí lado, hablando de su tío Miguel, el de los llanos, el que caza lapas y chigüires con carabina; vi a Jony Lucas como una garza, con su cuello largo, su cuerpo escuálido, algo pálido, mejillas hundidas y el cráter en su frente. Sissy se besaba con Jordan, dos palabras, un chiste, risitas y listo: eso resume todo el trabajo previo de “espuma de mis noches”. Jony hablaba de las motos, las diferencias entre la suya y la de su amigo, luego vio a una morena alta, en falda, que se tongoneaba detrás de las rejas y su cabello, una masa oscura, abundante, se resistía a la gravedad, y tras él seguirla con la mirada, hasta que se esfumó en la ladera, entre el monte y los ranchos coloridos que se agrupan entre las vías y el barranco, mojó sus labios y de sopetón: ¿tienes novio? Terminé la frase: una chica tan linda sin novio, ¡bah!, y él: ¿quién dijo que eres linda? Louis, ¿crees que soy linda?, le pregunté una vez que hacía sudoku de pie, como le gusta; el cabello pardo le caía a los ojos y sus pestañas arropaban sus ojos avellana. Para ese entonces, agilizaba mis trazos. Sí, sí, dijo sin mirarme. Escribió un tres en la última casilla. ¡Listo!
En ese momento pensé en la resolución de La Victoria de Samotracia: tendría el rostro lindo, delicado y afeminado de Louis, los ojos achinados de Sissy y el cabello corto, ensortijado de Jony Lucas. ¿Te puedo dibujar?, le dije interrumpiendo su monólogo sobre su accidente, dejando al descubierto los dos ciempiés sobresaliendo de sus rodillas, sí, porque no, dijo extrañado. Como no tenía hoja ni lápiz, accedí ir a su casa, acompañados de Sissy y Jordan y León. Claro, claro, vamos dijeron ambos al unísono con los ojos pelados, brillantes y el rostro sonrosado de Sissy, y el perro se levantó, se espulgó y sacudió con la lengua asomada.
Al llegar a una casita de dos pisos sin frisar, desnuda con escupitajos de cemento sobre las estrías de los bloques, nos recibió un perrito feo y sucio que se abalanzó sobre León. Chu, chu, lo espantó Jony Lucas. En un par de casas se escuchaba Gualberto Ibarreto, en otra El General, y adentro, un mueble bonito, azul, grande, nos recibía, como en el fondo un par de cuadro con vívidos colores y marcos dorados: una niña pálida, de pelo oscuro, tocando un mirlo muerto, y el otro, dos muchachas, una rubia de vestido blanco sentada sobre un taburete tocando el piano, mientras la otra, más grande, de cabello pardo, observaba las notas de la partitura. Me quedé un rato pensando si era Debussy lo que vomitaría ese piano, y así, se transpuso en mi cabeza la bulla de afuera con las voces del “Claro de luna”.
—Hey, hey —me decía Jony Lucas— te pregunté si quieres agua.
— Sí, por favor —respondí.
¿Qué te sucede?, me preguntó Sissy pegada a mi oreja, sentada a mi lado izquierdo, en el mueble azul, tomando agua y echando una mirada a mi espalda, para lanzarle un beso a Jordan, sentado a mi lado derecho.
—Toma —dijo Jony Lucas, extendiéndome un vaso transparentando agua.
—Gracias —dije, mientras volvía a escrudiñar el lugar: frente a nosotros la cocina, al lado un baño con una cortina como puerta, y en esta salita, cuyo centro era una mesita de madera con una figura de elefante y dos ceniceros vacíos; Jony Lucas fue a un cuarto, y al regresar me extendió papel y lápiz— ¿Te dibujo acá?
—¿Por qué lo vas a dibujar? —preguntó Jordan riendo— si es tan feo que ni su mae lo quiere.
—Mejor vamos a mi cuarto —dijo Jony Lucas— Para no escuchar la voz del modelo Calvin Klein.
Sissy y Jordan se rieron como dos mentecatos. Eran tal para cual. Los dejamos solos en el mueble, toma a León y dale agua, le dije, el perro le salto como una rana, ella silbó tonterías y lisuras, Jordan riéndose y picándome el ojo: no vayas a hacer algo malo.
Adentro, lo primero que me impactó fue un cuadro desvencijado; era el cuerpo de una mujer morena, ladeada, mostraba un busto exiguo tapado por un vestido rojo chillón y su rostro era blanco, como si fuese lavado con lejía. Jony Lucas se sentó en una camita chirriante, pobremente iluminada hasta que corrí la cortina, y Jony Lucas cerró los ojos por el impacto del sol.
—¿Así? —dije cerrando a medias la cortina.
—Sí, un poco mejor —dijo.
—¿Quién es esa mujer? — le pregunté mientras me sentaba en el suelo, al percatarme que no había asiento, solo una petaca y peinadora con figuritas de porcelana.
—Era mi abuela —dijo huraño.
Mientras comenzaba a plasmarlo en el papel, me vi con varios problemas: el rostro de Jony Lucas me aburrió a los primeros trazos, los borrones, ya va, le dije, él estaba quieto, con falsa paciencia, mirando hacia la ventana, como Louis, cuando intenté dibujarlo y se hastió de mi lentitud. El cuadro de la abuela sin rostro claro me sedujo. Una ceja se espolvoreaba entre esa blancura del tiempo, y un ojito, el derecho, estaba borrado por completo; la nariz asomaba una fosa y de los labios solo quedaba la reminiscencia; ¿tendría el cabello abundante? ¿Lacio o pasudo? Parece una maraña de pelos lo que tenía la abuela.
—¿Dormía acá?
—Sí —respondió él—. Yo dormía con ella.
Comencé a olvidarme de Jony Lucas, sus desvelos en la madrugada mientras la abuela esperaba a su hijo, Jaime, mientras trastabillaba en su retorno a casa. Me gustaba dormir con ella, dijo él, pero mi tío me decía mariquito, niñito de la abuela y me pegaba, dijo, entre una sonrisa que se desdibujaba. Luego, como si sollozaba, me preguntó si quería ser su novia. No respondí, y por mi cara de pocos amigos al escuchar eso, el tema murió allí.
Al volver a la camita chirriante de colcha opaca, imaginé a la abuela con esa mirada férrea como la de él, regañando los berrinches y gimoteos del niño Jony Lucas. “Acuéstate a dormir”, le diría.
—Ah —dije, respondiendo como Louis a algo dicho; Jony Lucas estaba en silencio, poblando su entrecejo de arrugas, y como si hubiese sido Louis, recordé la casa Anaya, la que tanto le gusta a él, seguro me pedirá que sea su novia allí, o si no, ¿por qué tanta insistencia con que vea esa casa?.
—¿Qué? —preguntó Jony Lucas.
—No, nada… recordé algo.
Terminé el dibujo de Jony Lucas, aunque en realidad era de su abuela o lo que creía que era ella. Seguí los trazos olvidados por el tiempo en ese cuadro, rellenando sus ojos duros y negros, aunados de tanta tristeza, como los de él, y unos labios potentes despertaban el furor y la calma del destierro de la memoria.
—¿Listo? —preguntó él relajándose de la postura erguida que mantuvo.
—Sí, pero no me gustó —respondí mientras rompía el papel en cinco partes, compactándola en una bola blanca. Tal vez, era el mejor dibujo que había hecho.