Esa boda de Lucinda y Matías fue el evento del barrio. Mira la foto, dice Griselda, mira la sonrisa de ella, tan bella con su vestido blanco y los pelos ensortijados, un afro pardo con destellos dorados, los ojitos hecho agua, y él con su copete prieto y los ojos clavados en la cámara y los labios rojísimos por los restos de la pintura labial. Él se ve triste, pensó Manuelito, observando el gran cuadro con la pareja dentro de un carro blanco y una que otra cara asomándose por las ventanillas. Ese quien es, preguntó, me parece Ricardo, sí, dijo ella aguzando sus ojos miopes, verdecitos, acercándose para contemplar aquella mirada extraña, contemplativa, guapo, dijo Manuelito, sí, es él, Ricardo Matos.
Manuelito se percató del problema de la televisión, aunque era una excusa para ver a Natalia, la hija de ella: no es la pantalla, señora Griselda, es un transistor. Se paró del suelo, levantó la pesada caja negra, buscó los tornillos y los colocaba uno a uno sobre el destornillador, sí, una taza me parece bien, respondió alto para que lo escuchara abajo; silbaba una vieja cumbia de desamor y miraba desde el postigo abierto los techos rojos, sucios, acribillados por el sol, y un gatico era un punto negro deambulando a lo lejos. Al volver Griselda con dos tazas de peltre, escupiendo humo, le preguntó a Manuelito por Joaquín Peña, no lo conozco, así, asado, no, pensé que era tu vecino, dijo, y continúo con el hilo de la conversación como si no se hubiese interrumpido: esa noche la banda parecía la propia Billo’s, y quien andaba fuera escuchando los ecos de la rumba, creía eso. El mito todavía corre por ahí. Ella tomó la taza, la sopló, los hilos de calor se suspendían, y Manuelito al primer sorbo comenzó a sudar; afuera hervía, las nubes se habían desperdigados para ahuyentarse detrás de la ladera, y adentro, en ese cuartucho sin ventilación, se sentían los embates secundarios de esas sacudidas del sol: pues bien, a golpe de la madrugada, luego del vals con los novios y sus padres, la banda tocó Si la quiero tanto, un bolero viejísimo que, como muchos sabíamos, era la canción preferida de Lucinda y Ricardo Matos, su primer novio.
Al segundo sorbo Manuelito sintió que el cuerpo se aclimató, mientras escudriñaba el cuarto: un colchón recostado de la pared sin frisar, un armario lleno de calcomanías de fútbol, Platini, Pelé, Maradona, y luego se detuvo en los dientecitos de Griselda, su pelo enmarañado, apenas plomizo, las raíces pálidas, dos cascadas de arrugas cruzando sus mejillas y dos pepitas doradas reluciendo en sus orejas: ellos fueron novios desde los quince y diecisiete, chamitos, ella buena moza, flaquita, altiva, parecía flotar al caminar y él un gamberro a lo Dean, el pelo engominado y la franela blanca arremangada enseñando los bíceps bronceados. Justo en ese momento Manuelito recordó la historia, pensó, esto es una telenovela cualquiera: ella no quería nada con él, le parecía guapo pero engreído, los padres alejando al Ricardo de su buena hija y él taquiti-taquiti, con la insistencia, eres hermosa mi amor, vámonos juntos, lejos de todo esto que no nos deja ser felices, hasta que en una salida riesgosa, a escondida de los padres y una amiga de alcahueta, el galán le plantó un beso y ella cayó rendida ante sus brazos. No se crea usted, dice Griselda como si hubiese escuchado sus pensamientos, él no era tan malo, le gustaba fumar y la pachanga, además de mujeriego, sí, eso no hay que negarlo, pero no le dio mala vida a su mamá como Agustín, su hermano mayor, ¿ese que le dio a la caña hasta que se murió ahogado en la playa?, el mismo, dijo ella como cantando bingo.
Ambos terminaron el café, ¿Otra tacita? dijo ella, y tras la afirmación del chico fue a la cocinita bajando las escaleras y cruzando el pasillo. Desde allí le gritó por el precio del trans-no-sé-qué-cosa, no es tan caro, le gritó él revisando su peinado en el espejo empañado del armario; revisó los cajones, nada, buscó un periódico para limpiar el espejo, no había papel, igual no se veía tan mal, sacudió el pantalón pardo y planchó con sus palmas la franela de rayas olivas. Le llegó un olor leve a gas y al volver Griselda, haciendo maromas con las tazas cargadas y dos rodajas de pan, se sintió abrumado, el entusiasmo se había ido, las tardes hacen eso de Manuelito, un chico apesadumbrado y algunas noches pueden hacerlo miserable. No dijo nada. Ella comió en silencio, y al último trozo de pan húmedo, sin terminar de masticar, tomó el resto del tinto: ay, qué sabrosura.
Unas nubes sepultaban exiguamente al sol, y los rayos se colaban por entre sus vientres argénteos. La bata de Griselda se abría y cerraba al hablar, un muslo pálido y borroneado de estrías se asoma, Manuelito sube la cabeza imantado por la taza, sorbe la última gota de tinto, sacude sus manos y presta atención a lo que ella dice: para ese entonces éramos amigas; andábamos de arriba abajo, estudiando juntas desde el tercer año, aunque en esos días de liceo, hace uff, no nos tratábamos por alguna tontería, después por cuestiones del destino nos hicimos uña y carne. Ella tenía diecisiete y yo dieciséis. Ella seguía igual, linda, cara lisa, suave, ni un grano, bien maquillada hasta para ir al abasto, y los pelos como una Ángel de Charlie, y no se crea usted, yo no me quedaba atrás, mijo, has visto a Natalia, mi hija, y Manuelito se espabiló, veía los labios rosaditos, los ojos le brillaban, culazo, el pelo larguísimo cuadrando su espalda interrumpida por caderas sinuosas y las piernas fuertes, macizas, un mar de leche con algunas islitas de pecas y lunares: no, no la he visto.
Manuelito volvió al postigo, intentaba atisbar la hora, frisaban las tres y cuarto, pensó, el sol volvía a empolvar todo a su paso, y las nubes plomizas se fugaron a la torre azul de la montaña. Griselda le preguntó si andaba preocupado, pero Manuelito andaba de cabeza en sus pensamientos: Natalia llegaría en media hora, entraría oliendo a rosas, con su falda oscura, sus medias largas ocultando su palidez, la camisa beige con la insignia del liceo cubriendo un corazón exultante, cabalgando pasión, y los ojitos huidizos, hermosos, de misteriosa negritud, saludaría a su mamá, iría a su cuarto, se cambiaría, ay, lo que daría por verla; en ese instante le diría a la señora Griselda que huele a gas, puede ser una fuga, usted sabe cómo es eso, uy sí, mijo, peligrosísimo, tocaría la bombona, fría, botando espuma, la salvaría de una explosión, ay mi dios, te lo agradezco, mijo, menos mal que estabas aquí, a su orden, suegra. ¿Qué le sucede, muchacho? Preguntó nuevamente Griselda, nada, nada, me preguntaba qué sucedió con Lucinda y Ricardo, dijo él mientras se sentaba en el taburete. Ay, si supieras, dijo ella, y se agrandaron sus ojos verdecitos, colocó las tazas en el suelo, plegó la bata y se reclinó en el taburete chirriante.
Esa tarde Lucinda me vio en la calle, iba manejando el auto de su papá, un Ford viejo rojo careado, y bajando la ventanilla, móntate Grise, así me llamaba, andaba azorada y ante mi preguntadera, móntate mujer, coño, dijo, abrió la puerta y dimos la vuelta, se comió la luz, los carros y buses pasándonos por un lado, nos vas a matar, dije asustada, las cornetas, el quítate carajo de ella, y subimos la empinada hacia Marina Grande, la fila de edificios, todo tan bonito y cuidado, un auto gris adelante y descendimos de un guamazo hasta Playa Verde; aceleró por la vía principal y nos detuvimos frente a un hotelucho como una churuata, al lado una licorería y al frente el mar: qué hacemos aquí, espera Grise, ve para allá. El auto gris se había estacionado, y del mismo emergieron el Ricardo y una señora, me reservo su nombre, pero era la mamá de Lolis, amiga nuestra del liceo. Para ese entonces el Ricardo se había dejado el bigote, parecía otro hombre, un artista con la camisa abierta, brotando pelos ensortijados, los pantalones pegados a sus piernas largas y el copete inmóvil por tanta laca. Lucinda era puro llanto, eso es un jujú, querida, él te ama, ella se deshacía en lagrimas, ni con la muerte del papá lloró tanto, lo anterior se lo dije sin haber estado enamorada, una tontería, uno siempre comprende todo tarde, pensé en el bolero, su tema, lo bailaban hasta en funerales, ta ta ta ta ra rá, a ella le brillaban los ojitos cuando lo escuchaba, y luego de romper, decirle infinidad de cosas, cachetearlo, arrojarle el anillo en la cara (que parecía caro y no valía un bolívar), y al escuchar en algún lado esa trompeta rota, preámbulo del vozarrón de Santos, esa mujer se volvía nada, hasta creemos que la Lolis, que vivió en medio de nuestras casas, colocaba el picó a toda mecha para molestarla.
De hace cuánto es esa foto, dijo Manuelito, levantándose, apoyarse sobre la mesita con par de ceniceros atestados de colillas, arrastrar el polvillo, se sacude, unos treinta años, dice ella, juega con la cuchara dentro de la taza, el tintineo invade el cuartucho y antes de que él cambiara su expresión de cansancio y dijera algo, suena el portazo abajo, un cuchicheo a lo lejos, vente, dice una voz femenina, unas risas y las pisadas acompasadas en los escalones, aproximándose.
—Mamá —dijo Natalita, asomándose al cuarto sin puerta—; Ricardo, pasa, pasa.
—Buenas tardes, señora —dijo el chico, alto, buenmozo, con las manos atrás, las desanuda y da un apretón de manos a Griselda y saludó a lo lejos a Manuelito.
Griselda suelta una sola carcajada, se abochorna, peina con sus manos los pelos sueltos y arregla la bata: es un gusto, querido, y le da un beso.