AMOR SIN SEXO

Durante el sexo con Darlene perdí el deseo. Estuve minutos enteros intentando  recuperar la erección para no hacerle semejante desplante. Lo intenté todo: el pensar en  una mujer que sí te caliente, en tu ex; escuchar en la mente los gemidos de aquella  mujer que te volvía loco, incluso intenté imaginar que estaba con mi actriz porno  favorita. En última instancia no me quedó de otra que estirar mis piernas tanto cuanto  podía, estremecerme, fingir que ya había acabado y quitarme el condón antes de que  notara su falta de contenido. 

Le dije que iría al baño y me fui a fumar. Pensé que quizá los cigarros eran los  causantes de aquella repentina impotencia. Conocí a Darlene porque Héctor me la  presentó en la fiesta de su graduación: ambos, a partir de ahí, oficialmente se convertían  en ingenieros. Me llamó la atención que ella no hablaba, que era muy tímida y que, pese  a estar en la fiesta de su graduación, iba poco arreglada. Parecerá extraño pero, justo  aquella sencillez en el vestir fue lo que me atrajo; aunado, dicho sea de paso, a los ojos  inocentes y sonrisa fingida de la que era dueña. 

Resultó ser una mujer encantadora, mejor persona que yo. Inteligente,  trabajadora, estudiosa y tranquila. Eso de los desórdenes rumberos no iba con Darlene:  prefería estar en su casa, ir al parque, o comerse un helado en el boulevard. Tan  diferente a mí, que casi tuve impulsos instantáneos de casarme con esa mujer. Yo, no  sin poca vergüenza lo digo ahora, he sido, al menos desde entrada la adultez, un  pequeño vagabundo; o un artista, como quieran llamarlo. Digamos que un fracasado de  las artes plásticas. No es de sorprender que mi mejor escultura la haya vendido por  veinte dólares a una señora que lo que quería era acostarse conmigo; cosa a la que no  me negué. Aquellos veinte dólares constituían toda la fortuna que con mi arte había  conseguido. Y se fueron en un par de botellas de ron y otro par de cajas de cigarros. 

No hace falta mencionar en este punto que a mí sí me gustaban las rumbas, y que  estaba en todas siempre que mi resistencia lo permitía. Además, ahí siempre conseguía  quien me brindara; buenos amigos igual de perdidos que yo pero, por lo menos, con  padres que tenían plata, y que los mantenían aun cuando ya todos eran unos viejos  mayores de treinta, incluyéndome. Siendo sincero, siempre tuve ganas de ser gigoló. Aquello no se veía de mayor complicación; acostarse con cuantas viejas quisiera y,  además, ganar plata. Y lo intenté, claro que lo hice. Pero aparte de aquella vieja que me  compró mi escultura, no logré seducir a ninguna otra. 

A decir verdad, perdí mi orgullo de posible prostituto por el fracaso con Darlene.  Estando en el baño pensé que era culpa del día, de los trajines, y de que yo ya estaba  perdiendo la fuerza. En fin, de que la próxima vez sí lo disfrutaría y sería inolvidable  para ambos. No fue así. Tanto la segunda, la tercera y todas las demás veces ocurrían  cosas parecidas. Claro, sí tenía eyaculaciones, pero todas forzadas, ninguna placentera.  Yo, justo cuando notaba que iba perdiendo el deseo, me forzaba en terminar. Resultaba  más difícil fingir cuando dejamos de usar condón. 

Habíamos ya comenzado a vivir juntos. Ella me lo propuso al estar al tanto de  todos mis fracasos. Una mujer maravillosa, si se me permite decirlo. El problema, según  me fui dando cuenta, radicaba en su falta de chispa sexual. Carecía por completo de  picardía y sensualidad. Y eso que su cuerpo siempre fue magnífico. Su mayor atractivo,  en definitiva, era la ternura. Solo por eso estuve dispuesto a ser yo quien mandara en el 

sexo, quien la moviera a ella de un lado para otro cuando quería una posición distinta,  cual si fuera una muñeca de trapos: jamás tenía iniciativa. Solo le gustaba estar  acostada, en la completa sumisión, sin hacer apenas un ruido, mientras yo la poseía. Después que quedaba satisfecha, yo me iba al baño a masturbarme y a fumar. 

No se ha de pensar, en lo absoluto, que Darlene actuaba así porque no quisiera el  sexo. Claro que lo quería. Si hasta era ella quien casi siempre me lo proponía con  palabras, pues, como es de esperarse, yo ya había perdido toda iniciativa y me excusaba  con mi arte para no tener otro episodio sexual fallido. Ahí, si se observa bien, está  resumido todo cuando he dicho: me pedía el sexo con palabras. Aun cuando el sexo,  según mi concepción, tiene que surgir de la pasión, de las señas, de las miradas, o de  cualquier otra forma de lenguaje corporal que pueda resultar excitante. El sexo no se  pide de esa manera, tiene que surgir del silencio, de la provocación y la curiosidad. 

A pesar de todo decidí casarme con ella. Ella me amaba, y yo también la amaba  a ella. A excepción, claro está, del ámbito sexual. Ahí no sabía qué sentía por ella. Por  mucho tiempo hice el intento de mejorar. Una vez le propuse intentar cosas nuevas; tal  vez que ella me provocara bailando, moviéndose sexi; o que hiciéramos juegos de roles  para avivar la pasión. A todo siempre recibí una negativa: entre las excusas estaba: que  le daba pena o que eso no le gustaba. Entonces seguíamos con lo mismo, ella acostada,  con el cuerpo flojo, y yo, cambiándola de posición a peso muerto, con los ojos cerrados  mientras pensaba en un buen video porno y fingía escuchar gemidos. 

Una vez que salí a tomar con Marco no pude más y tuve que desahogarme. 

—¿Quieres saber algo de lo que me he dado cuenta, amigo mío? —Le dije, ya pasado de tragos. 

—Si es una estupidez, no me digas. Anda, mejor pásame un cigarro. 

—Es de mujeres, Marco, escúchame. Si te das cuenta, las mujeres más  inteligentes y tiernas, esas con las que sí provoca casarse por su bondad y amabilidad;  no transmiten deseo sexual. Por lo menos a mí. 

—Qué dices, mi esposa es todo eso y es una diosa en el sexo. 

—Pues te felicito. A mí sí me pasa con mi esposa. 

—Coño, ¿Y cómo haces? 

—Unas veces solo me masturbo, y en otras necesito conseguirme una prostituta. —Verga. 

—Sí, sé que es malo. Sabes, yo con Darlene soy feliz y la amo mucho. Es solo  en el sexo, en eso estamos mal. 

—Tú lo que estás es borracho. Debe haber alguna forma de solucionar eso.  Búscala, y listo. 

—No, ya lo he intentado todo. 

Esa noche, después que me despedí de Marco, y después que, a petición de  Darlene, tuvimos sexo, comprendí que al final esta vida no está tan lejos de la que antes  quería, pues, en cierto modo, ya soy un gigoló. Un artista fracasado y gigoló.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!