Solía ir cada mañana, cuando todavía la neblina del amanecer arropaba las calles de La Suiza y muy pronto la niebla desgarrada iba descubriendo aquella casa de ensueño al fondo de la vereda selvática. Allí me entregaba a enseñanzas. Él nos recibía con su sonrisa beatífica a cuatro o cinco discípulos −no éramos más los madrugadores− y cada sesión se iniciaba con sus palabras o sus silencios. Pasábamos enseguida a los estiramientos, las distensiones, los movimientos corporales, en medio de la quietud de los alrededores, del rumor de la montaña que nos revelaba el revés del mundo que nunca escuchamos, el testimonio vivo de lo que cada uno de nosotros, siempre perturbados por nuestra algarabía interior, solíamos perder. Y por fin accedíamos nuestros cuerpos: nuestros músculos comenzaban su trabajo en concierto y terminábamos siendo como un solo cuerpo y un solo espíritu unificados por las enseñanzas del maestro. El mundo se detenía para mí y, en aquella inopinada pausa espiritual, también se ponían en receso mis variopintas miserias.
Siempre ingresé a la espiritualidad cruzando las puertas que me indicaron −condolidas o indignadas− mis parejas de turno. Cada crisis era la evidencia de que mi vida necesitaba una guía y yo, culpable por vocación y naturaleza, me entregaba con fervor al psicoanálisis, a la hidroterapia, a la bioenergética, o a cualquier otra disciplina que señalara mi ocasional mentora sentimental. Cada puerta, tengo que decir, había conducido a una oportunidad, a un renacimiento, al vestíbulo de una epifanía.
El ingreso a la cofradía del maestro fue también producto de un impulso propio: de ese espíritu de autocrítica y superación con el que siempre he querido equilibrar las flaquezas de mi carácter. Al principio, mi iniciación en el yoga con un maestro de la India había constituido una experiencia más, la novedad de un hombre rechoncho y barbado que, en deficiente español, intentaba explicar las posturas del Hatha Yoga y los ritmos universales de la respiración. Pero con el tiempo y la natural maduración que suelen caracterizar las relaciones prósperas, aquella sesiones se fueron convirtiendo en mi tabla de salvación. El maestro era sabio. Y era ubicuo. Y sobre todo se había ido convirtiendo en una oportunidad que se plantaba frente a mí con los brazos abiertos porque yo estaba sumido en una de esas crisis a las que nos condena a los hombres de Occidente el sistema decimal: un matrimonio derrotado, la incertidumbre que genera en cada uno de nosotros la irrupción de un nuevo punto de inflexión etario, el yugo de la costumbre… Dicho de otro modo: había cumplido cincuenta años y no veía ninguna luz. Y, si bien, las sesiones con el maestro no iluminaban mis miserias en toda su considerable extensión, al menos me prodigaban la lumbre y la calidez que otorga una flama cercana: el maestro me salvaba de mí mismo y cada batalla que perdía en la intemperie de los días, era resarcida en el recinto de aquella sala de la Suiza rodeada de ventanales abiertos a la bruma, al bosque y a otra vida: a la vida entre paréntesis que me prodigaba cada mañana mi maestro de la India.
Por dos largos años se extendió aquella rutina: apenas me levantaba en mi apartamento cercano a la Suiza y apuraba una taza de té endulzado con miel, liaba la manta de los encuentros, me encaminaba a la Suiza exhalando el aire renovador de la montaña hasta los senderos boscosos que conducían a la casa del maestro y concluía el comienzo de mis días flotando en la incorporeidad de mí mismo, acogido por las melodiosas percusiones de la tabla hindú con las que el maestro coronaba cada una de las sesiones.
A veces yo llegaba temprano y el maestro me dedicaba alguna charla íntima y yo, solo o con quien me acompañara en calidad de discípulo prematuro, lo escuchaba hablar de las enseñanzas del maestro Osho, o de las reflexiones que derivaban de su observación de los árboles floridos del entorno o de los recuerdos tempranos de su iniciación, en cuyo caso se extendía, con alabanzas, refiriendo anécdotas de su mentor, con absoluta reverencia. No pocas veces posponía algunos minutos el inicio de la sesión colectiva para darnos consejos sobre la mejor alimentación del alma, del cuerpo y del espíritu, para luego descender, con acogedora sonrisa, hasta el tema de nuestra cotidianidad patria: la realidad financiera y política que fustigaba los cuerpos mortales de los venezolanos de aquel momento. Y yo sentía que era más que amor lo que me prodigaba mi existencia a través de la figura oportuna de mi maestro.
Hasta aquel día de tantos. El día en el que el maestro prolongó su clase para hablar de la condición humana. De la mente humana, del dolor humano y del placer. Aquella vez habló particularmente del placer. Y del éxtasis. No sé por qué habló tan largamente del éxtasis frente a tres o cuatro de nosotros, sus discípulos. Por qué se extendió con tanto entusiasmo hablando sobre el éxtasis. Sobre las variantes del éxtasis. Sobre el éxtasis de la juventud. Sobre lo caótico, lo inconmensurable del éxtasis humano. No sé si mi memoria me engaña, pero comparó la irracionalidad, la totalidad, la inefabilidad del éxtasis de los seres humanos utilizando la metáfora del orgasmo. Y dio ejemplos del éxtasis. Como el éxtasis de un joven que participaba en un grupo armado en la India. Un grupo que ejecutaba acciones terroristas. Un grupo armado de derecha, creo haberle oído decir. Un grupo de jóvenes que llevaba a cabo acciones programadas contra blancos civiles. Y él era una de esos jóvenes que empuñaba una ametralladora. Que disparaba en medio de una confusión. En el éxtasis de las balas. En el éxtasis de la sangre, en medio de los de cuerpos destrozados por las granadas que habían dado inicio a la operación, en medio del estertor de los cuerpos de las mujeres y de los niños. En medio del éxtasis humano que reflejaba su cara todavía en éxtasis hablándonos del éxtasis. No recuerdo mucho más de lo que dijo. Solo que yo recogí mi mat como todas las mañanas. Que la enrollé como cada día de la sesión. Que atravesé cuidando no molestar a mis compañeros discípulos que todavía escuchaban al maestro. Que salí de la casona de La Suiza, como tantos otros días. Y que esa fue la última vez que vi a mi maestro.