(impa)ciencia
Francesca Spirou
Inglés. Here I am y me siento. Noventa minutos seguidos en que jugamos a ser bilingües o, de hecho, angloparlantes, unilingües, porque la profesora se ha propuesto, desde el primer día de clases, no pronunciar una sola palabra en spanish. English spoken, escribió en la pizarrra con sus grandes trazos estirados que me recuerdan las pinturas de El Greco y abajo firmó Teacher Emma Sánchez, que no pega con nada, ¿no? Digo, ni el teacher con el Sánchez, ni el Emma con el apellido. Y lo de estudiar inglés está bien, porque es el idioma universal de los negocios, las comunicaciones, la tecnología y la computación, incluso con tanta tradición de fast food en nuestro país, uno se las arregla para entenderse con el cheeseburger, el regular size y demás, pero ¿para qué francés y con esa pronunciación de barrio chino que tiene el profesor? Con saber decir croissant y ou est pour manger ya es más que suficiente. Además, esos giros tan rebuscados para preguntar, en vez de hacerlo directamente y decir, por ejemplo, ¿quieres ir al cine conmigo? No, qué va, los franchutes esos (que acaban de perder el mundial de fútbol y casi tumban la torre Eiffel de la arrechera), pues ellos preguntarían algo así como ¿es que usted querría ir al cine conmigo? ¡La misma vaina, si se quiere, pero con más palabras y torciendo la boca para sacar esa pronunciación tan rara como si estuvieran haciendo gárgaras todo el tiempo con las erres y las eses finales que no se pronuncian y entonces ¿para qué? Con ver una que otra película en el festival de cine francés que hacen todos los años, ya está bueno ya.
Lo que pasa es que nunca basta. Jamás es suficiente y nos exigen estudiar también lenguas muertas. Así como lo oyen, lenguas muertas, fallecidas y enterradas bajo el peso de los siglos. Y no me refiero al fenicio ni al arameo, por suerte, sino a la lata del latín y a la eufonía del griego, con aceitunas negras y queso feta para mí, por favor. Y de verdad, no estoy vacilando, ¿alguien podría explicarme si tiene algún sentido que en pleno tercer milenio se nos obligue a estudiar Latín y el alfabeto griego por aquello de la etimología de las palabras y tal y qué sé yo? Yo, la verdad, que me metí en humanidades huyéndole a física, química y biología, porque mira que de las matemáticas no pude librarme. Okey, yo sé que, en teoría, las matemáticas deberían interesarme por mi afición a la música, pero ni yo mismo me lo creo. La trigonometría es una ladilla. ¿A qué viene eso de sumar letras con números o calcular el coseno de equis? A mis los únicos senos y cosenos que me interesan son los de los especimenes femeninos que estudian conmigo y que veo saltar y bambolearse en las clases de educación física o en los partidos de volibol y los de las quirurgizadas que inundan la ciudad con sus prótesis mamarias que amenazan con explotar y envenenarme con silicona… ¡muerte tan dulce que sería! ¿no?
Pero, en fin, que tengo que calarme este par de años de humanidades que recién empiezan, armado con mi celular que me rescata del aburrimiento, la desesperación y el hastío que me asaltan durante cada puto segundo que estoy metido en clases. Francesca y yo nos la pasamos comunicándonos todo el tiempo, ella con el cel escondido en la falda anticlímax de su uniforme del colegio de monjas. Las monjorras, las mienta ella. Esos tristes e infelices pingüinos blanquinegros, atrapados en este clima tropical con sus vestimentas cromofóbicas. Por lo menos yo no estudio en un colegio de curas y el rigor entonces disminuye, aunque las monjas son medio pendejas y Francesca se las ingenia para burlar sus restricciones. Yo estoy convencido de que las tipas de los colegios privados son peores que las de los públicos. Tienen más recursos para la rumba y la jodienda.
Y como la intención es pasarla lo mejor posible, “que te sea leve”, me desea siempre Francesca, pues dejamos la cámara digital prendida en el baño de las criaturas con tetas. El placer voyeur que nos dimos fue supremo. Ninguno de nosotros nos podíamos imaginar la tremenda entrepierna que se gasta Noelia, la nerd de la clase, a quien ahora (ad)miramos como destino turístico: esa Cueva del Guácharo que salvaguardan sus pantaletas blancas de algodón 100%, soñando con ese viaje al centro de la tierra, relación de causa y efecto, consecuencia directa de nuestro erotismo sobrecargado y bizarro, alimentado por tantos videos en abierta sintonía con nuestras hormonas, feromonas y toda la carga evolutiva revuelta. Agítese antes de usar, advierte la etiqueta del envase, y eso, precisamente, hacemos.
Llegó la hora de Elvira. Enrique Elvira, el asesino de Ciencias Sociales, con su ingrata presencia salpicada de halitosis y dermatitis seborreica. Elvira y su paredón pedagógico que consiste en exámenes sin previo aviso. El profe dispara a matar con sus famosas preguntas de doble filo y selección múltiple donde las malas (y las que se dejan sin responder) anulan a las buenas. Ojo por ojo, pues. Hijoepútamo que es, pero contrarrestamos la masacre firmando los exámenes con nombres de personajes: Estela McCartney, Bill Gates, Britney Spears, Los Amigos Invisibles, Jerry Seinfeld, Jennifer Aniston, Benicio Del Toro, Las Chicas Superpoderosas, Fujimori, Bill Clinton y Mónica Legüinsky, La Puta Eléctrica, J. K. Rowling, Austin Powers, Tiger Woods, Bart Simpson, Marilyn Manson. Ya nos imaginamos la represalia con discurso del director incluido, pero habrá valido la pena sólo por incrementar la escamación de su piel y el ardor de las úlceras de Elvira. Este tipo no aguanta el año entero con nosotros. Somos demasiado para él y su crueldad legendaria hace tiempo que sobra en el liceo.
En el extremo opuesto está el barbudo de literatura, con una actitud saludable y relajada hacia sus alumnos, quejándose de que nuestra generación no pinta graffitis sino que manda e-mails. Cansado de intentar que leamos a Hermann Hesse (estoy convencido de que el lobo estepario es él), diserta sobre Francisco Massiani , su Piedra de mar y la Caracas perdida en esas páginas. Gracias a él, conocí el poema “La Derrota” de Rafael Cadenas, que me marcó por un tiempo; los versos del Chino Valera Mora con su cojonudísimo “amanecí de bala”; los títulos tremendistas de Argenis Rodríguez que terminó ahorcándose en el cuarto de un sórdida pensión caraqueña; las intensas “Crónicas de motel” de Sam Shepard (que, nos cuenta el profesor, un locutor de Radiodifusora Venezuela leía con música de Eric Clapton, logrando que sus oyentes se interesaran en la literatura, aunque les entrara no por los ojos, pero sí por todo el medio de las orejas, al mejor estilo Van Gogh). Nos habla también del cine nacional, de “La oveja negra”, de “Compañero Augusto”, que termina con el protagonista vomitando sobre el capó de su Mercedes Benz. Se salta el programa oficial del ministerio de educación y ni se molesta en mandarnos a leer libros que no vamos a abrir. Cerca de los exámenes trimestrales nos reparte unas guías breves y puntuales, elaboradas por él, donde sintetiza de manera clara y sencilla los puntos fundamentales. Todos tienen su materia pasada, a menos que alguien sea excesivamente bruto, desagradable o no enmiende su ortografía, cuestión de honor para este salvavidas al que recurrimos ante cualquier inquietud o duda, sin importar que vaya más allá de lo estrictamente académico. La suya es la única clase que atiendo (hasta apagamos los celulares), ya que funciona como una terapia reconciliadora con el mundo. De allí, cuatro horas a la semana, salimos dóciles, pacificados, deseando en secreto la continuación de esta clase que justifica en gran medida el maldito salón de espera que constituye el tiempo que falta para salir de bachillerato.
En computación lo que hacemos es chatear como locos. La profesora ya ni se inmuta, dejándonos tranquilos y ella misma aprovecha para navegar en internet y quien sabe si hasta entra en un chat-room adoptando su identidad secreta (muy distinta a su vida y apariencia desteñida) y así pasa media mañana, asesinando el tiempo, sin matarse para nada a cambio del escaso sueldo que le pagan. En todo caso, ella pertenece al género benigno de los profesores indiferentes que ni te ayudan ni te hacen caso ni te molestan. Una vez leí una frase que me gustó por lapidaria: “la educación está a cargo de incompetentes que intentan explicar lo incomprensible a un colectivo de ignorantes”. Analfabetos orgánicos, como descalifica mi viejo a los gringos. Insensatos, como le gritaba mi abuelo a todo el mundo desde la majestad de su balcón, mostrando su pijama desabotonado y su sonrisa desdentada.
Lo que sí me tiene verde es el consabido discursito de los dieciocho. Menos mal que los condones son de venta libre, todavía, pero para todo lo demás estamos restringidos. Y qué bolas tiene el papá o el profesor de uno, diciéndonos que no fumemos, cuando el tipo tiene los dedos y los dientes amarillos de nicotina y casi enciende humo tras otro. ¿Y cuando se trata del sexo? Te amenazan con que “no preñes a la carajita”, “cuidado donde lo metes” y “ponte preservativo”. Mi viejo me regala por lo menos una docena a la semana. De marcas, colores y texturas diferentes. En eso es bien creativo. Me imagino que él mismo los usa fuera de casa, ya que vive y que trabajando horas extras. Y él de adicto al trabajo no tiene un pelo. Mención aparte para el alcohol en un país donde hay más licorerías o agencias de lotería que escuelas y gran parte de los impuestos sale de la industria tabacalera y etílica. Y para evitar el tema de las drogas, los adultos te miran alarmados y te dicen “¡ya bastante información tienes tú sobre eso!, ¡tú no necesitas esa vaina, eso es para los cobardes, los pobres diablos y los pendejos!”. En el lenguaje de los adultos, por aparentes razones de buenos modales, impera la ambigüedad, la evasión y los eufemismos para referirse a las drogas como “eso”. ¿Ese peso?
Los mayores lo resuelven todo con un “espera”. Es su excusa favorita: “espera”. Y el sermón se complementa con “ya vas a llegar”, “¿cuál es la impaciencia?” y, lo peor de todo, esa frasecita sacada del refranero popular: “primero fue sábado que domingo”. Esa “cita” parece que la inventó un expresidente copeyano que se atragantaba con torontos que le obstruyeron el flujo sanguíneo al cerebro.
Espera a cumplir dieciocho, te dicen, que entonces puedes votar y sacarte la licencia de manejar y tener acceso a todo lo que ahora tienes prohibido. Cumplir dieciocho es conseguir una especie de licencia para matar(te): puedes fumar, puedes emborracharte, puedes manejar, puedes ir preso, te puedes casar, te puedes endeudar legalmente, puedes apostar y dejarte el sueldo en el casino, te puedes enrolar en la policía, en una empresa de vigilancia privada o en el ejército. Te conviertes en persona, en ciudadano, en supuesto dueño de tu destino. Como si antes no fueras nadie o casi. Hasta los dieciocho es un ensayo general, una pasantía por la vida, un curso largo e intensivo para amaestrarte y graduarte de ser humano. Ya vas a dejar de ser buensalvaje, ya vas a evolucionar de renacuajo, larva, batracio, protozoario para convertirte en un prospecto. ¿De qué? ¡Quién sabe! ¿Quién quiere ser millonario? ¡Ahora y aquí, que levante la mano el que sepa lo que quiere y que apueste por eso para el resto, sin aviso, sin protesta y sin enmienda!
Ah, porque esa es otra enseñanza incunable de nuestra más añeja y sabihonda tradición oral. ¿Adivinaron cuál? ¡Esa misma: “hoy es el primer día del resto de tu existencia”! Tremenda sentencia. La cosa suena profunda. Impacta. Bueno, yo ahorita vine a descubrir que ese epitafio lo vienen usando desde tiempos inmemoriales para cagar a la gente, para que se hagan encima y mojen sus ropas, para vender pañales de incontinencia. Esas palabritas las repiten en cursillos de cristiandad para promover el temor a dios (pero se han puesto a pensar ustedes qué clase de dios pusilánime tiene necesidad de que unos pobres pendejos mortales y terrenales como nosotros le cojan miedo); para difundir el miedo al desempleo en las convenciones de ventas; para masificar la gratitud y la proliferación de expectativas malsanas y sin fundamento en cada insensato que se gradúa de cualquier cosa: desde bachillerato, cosmetología cósmica, corte y costura, implantación de uñas acrílicas, autoestima o conversando con los ángeles, los extraterrestres y los muertos (que nos es lo mismo, pero es igual, recuerden que hay otros mundos, pero están en éste, en el este, en el este, no importa lo que nos cueste).
Y un buen día, sin apenas darte cuenta, pasaste cuarto y quinto año de bachillerato, cumpliste dieciocho y lo que te cae encima es una sarta de responsabilidades arrechas. Ahora te dicen que eres mayor. Mayor que tus hermanos y tienes que cuidarlos (después de habértelos calado durante una eternidad). Mayor de edad y tienes que ponerte a producir, pues ya no puedes seguir perdiendo el tiempo. Ya tienes dieciocho y los pelos de la barba y el bigote te salen más duros y ásperos y con mayor frecuencia y tienes que decidir si te los afeitas o si te los dejas. Y el acné sigue adornándote la cara y así tantas otras cosas que mejor no cuentas.
Yo lo único que tengo claro es que continúo con Francesca. Que conservo a la mayoría de mis amigos y conozco otros nuevos. Que me sigue gustando escuchar y tratar de hacer música. Que persigo cada vez más películas europeas, asiáticas y australianas, evitando en la medida de lo posible lo bobalicón y predecible del cine made in hollywood. Que mostramos la cédula cagados de la risa en los moteles y a los fiscales de tránsito o cuando compramos cerveza. Que tener dieciocho es como portar una patente de corso, un permiso de vida para que, en cierta medida, te dejen más tranquilo y se metan algo menos contigo y con tus decisiones y divagaciones y ensueños.
Que lo que venga es bienvenido. Que me siento listo y dispuesto a afrontarlo. Que Francesca y yo nos queremos. Que nos quitamos los piercings y que los tatuajes quedarán como un recuerdo. Que somos una tribu. ¿Cuál? ¡No sabemos! Que nos imaginamos que en la historia de la humanidad esto ha sucedido tantas veces que ya el planeta ni se da cuenta: gente y más gente tratando de encontrar su lugar y su camino y su manera en la vida, enredado en la red, cada uno con su nickname, y protagonizando su propia historia.
Que dieciocho es el doble de nueve, cuando eras un niño, y la mitad de 36, cuando seguramente ya tendrás tus chamos y estarás viviendo otro rollo, en otra época, porque todo se mueve muy rápido y eso es lo interesante. Y te acordarás de lo que piensas ahora y te reirás de ti, dibujando entre tus primeras arrugas una sonrisa amable, tarareando esas canciones por las que hoy deliras, sintiéndote viajar en la propia máquina del tiempo (si es que no la han inventado) e intentarás no pronunciar tú mismo aquello de “espera” o “ya vas a llegar” ni “¿cuál es la (impa)ciencia?”.
Nota del editor:
Apartando ternura y nostalgia, lo magistral y perverso de este relato está en que Francesca Spirou se incluye como personaje, mientras se inventa al narrador, logrando un relato lúdico que replica a Pirandello.