Hace alarde (en su twitter, instagram y telegram) de que su espléndido falo ha sido degustado por miles de féminas. La culpa de su soberbia se la achaca a su madre que lo inscribió en aquel concurso del “Bebé Gerber” que no ganó aunque le aseguró su presencia en cientos de spots publicitarios (“cuñas” se le decía en su Venezuela natal) durante la niñez y adolescencia. Docenas de afiches suyos adornaban las paredes del hogar paterno en Prados del Este. Eso hasta que vendieron aquella espaciosa quinta, típica del saudismo salvaje de la cuarta república, a un bolichico que ahora pisotea la grama japonesa del jardín con su par de Hummers blindados.
Víctor emigró a Los Angeles en el momento más oportuno, justo cuando a los venezolanos aún no se les consideraba una especie invasora y acomodaticia. Sus cursos en el CVA de Las Mercedes valieron la pena, dotándolo de un acento eufónicamente étnico que le proporciona su timbre caraqueño. Si Edgar Ramírez triunfaba en Hollywood a pesar de su pene tamaño promedio y su engorroso parecido a uno de los hijos de Alí Primera (“Cunaviche adentro, con el bicho adentro”, entonaba en la ducha), él, Víctor Fuenmayor Aguirresarrobe, estaba predestinado a conquistar la meca de pornhub, ese disney para adúlteros y housewives cuatroquesos, merced a su falo de treinta centímetros.
El sildenafil de este Narciso caraqueño consiste en admirarse desnudo directamente en el espejo. Desde sus precoces erecciones de perverso polimorfo siempre ha sido así. De haberse dedicado a la política, el buen Victor hubiese opacado incluso la brillantina del adusto doctor Rafael Caldera. Capaz y nos hubiese evitado el bochorno de aquel caprichoso indulto que sumió al país en un eterno episodio de Black Mirror.
Los comienzos resultan arduos y para Víctor también lo fueron. Antes de poder acceder a los castings de la sacrosanta industria del porno, Vic Longhard (su nombre artístico), se vio conminado a pagar peaje en el túnel Boquerón de los shows en vivo y las despedidas de solteras donde obesas de variado calibre babeaban su falo vascocaraqueño. Vic se refugiaba en los vítores mientras fantaseaba que cada una de las pupilas que lo acariciaban eran cámaras hardcore inmortalizando su anatomía.
La carrera erótica de mister Longhard hizo escala en el consorcio de entretenimiento Dancing Bear. Su trabajo precisaba bailar desnudo, adosado a su extremo duro, en eventos de mayor alcurnia aún cuando también debía disparar el morbo de pequeños ejércitos de clítoris vociferantes que reclamaban, al unísono, una espesa eyaculación, ahora sí, en diversos encuadres de cámara, en alta definición, que abarcaba desde el extremely close-up que salpicaba el lente hasta planos medios de apoyo y el consabido plano general indispensable en su misión de proporcionar contexto a la narrativa.
Años después, sin medrar un ápice el ángulo o grosor de sus erecciones, nuestro compatriota logra penetrar el mercado viral de pornhub protagonizando dos o tres vídeos seminales, semanales, que le proporcionan, al fin, confort financiero. Fiel a sí mismo, las paredes de su vasto apartamento en él-éi están forradas de espejos que replican su imagen en tiempo real ensalzando su vigilia. Nada que envidiar, entonces, a Luis Aparicio. El batazo de la suerte que decía el Musiú Lacavalerie: “todos los niños piden a gritos el nuevo calzado Carlitos, Carlitos, Carlitos” (como el Chacal, cloro que sí).