Pasaba cada tanto tiempo. Casi siempre los viernes. Casi siempre luego de la una. Casi siempre en un momento cercano, antes o después, de que algo saliera mal o de que el vacío arañase más fuerte en ese lugar bajo las costillas donde Sofía pensaba que estaba el alma. Por esos años todos terminaban en el Daiquirí, esa casona vieja en cuyos pasillos el humo del cigarrillo casi se podía materializar por su densidad y donde las cubetas que mezclaban todo lo que había en la barra pasaban de mano en mano. Ahí, hablando con amigos, haciendo equilibrismo en el baño o coqueteando con alguien con quien sabía que no pasaría absolutamente nada, solo por aburrimiento, Sofía escuchaba cuando comenzaban a arrastrarse los primeros acordes con la clave de fondo e, inmediatamente, interrumpia lo que estaba diciendo, detenía a quien tuviese al frente como un fiscal de tránsito un lunes al mediodía y salía caminando muy rápido, con su trago sobre la cabeza para evitar derramarlo, a encontrar a Efraín. Jugaba, ella sola, consigo misma, a batir su propio récord: encontrarlo antes de que suene la primera trompeta (segundo 17), encontrarlo antes del primer cambio de compás (segundo 25); tomar su mano antes de que entrase la voz de Willie Colón (segundo 39) aun se anotaba como una victoria. En cualquier caso, nunca luego del corazón tan vagabundo (segundo 58).
Luego el ritual. La mirada cómplice de Efráin, la de desconcierto de aquella con quien estaba y a la que luego le tendría que explicar muchas cosas que no siempre encontraban oídos comprensivos, y directo al centro de la pista, al patio central de aquella casona en la que ella misma se encargaba de empujar a quien hiciera falta para tener suficiente espacio, adherirse muy bien a su cuerpo, mirarse a los ojos y durante aquellos 6:36, cantarse el uno al otro la canción. Habían cogido unas cuantas veces, primero al conocerse y luego por razones que casi nunca eran las correctas, pero aquella canción y aquel momento no se trataba de coger. Era, y eso no estuvo claro para Sofía sino mucho tiempo después, como escapar del miedo. No de un miedo en específico, sino de todos los miedos juntos, los pasados, los actuales y los futuros. Saber que no solo había algo que podía hacer perfectamente cada vez, sino que tenía la posibilidad de hacerlo con alguien más, de entenderse a la perfección con Willy, con Doris, con Encarnación, con Sandy, con Nancy, con el mismísimo Yomo Toro y, por supuesto, con Efraín, todos juntos en esos 6:36, cada quien haciendo su parte desde el principio hasta el fin. Nunca supo, nunca quiso preguntar, lo que significaba aquello para Efraín. Tal vez para él sí tenía que ver con coger y por eso lo hacía, tal vez lo veía como el capricho de una niña que jugaba a llamar la atención —¿en parte lo era?—, aunque alguna vez le dijo que aquel ritual —Efraín fue quien utilizó esa palabra la primera vez y ella se la apropió—, que aquel ritual le traía suerte. Lo dijo con esas palabras y sin más explicaciones, lo dijo justo cuando comenzaba el ritmo vertiginoso de Calle luna, calle sol mientras se separaban en mitad de la pista, una noche de febrero en la que llovía tanto que las goteras hacían pensar que estaban bailando en la calle: —tu ritual siempre me trae suerte, chaparrita— Eso dijo luego de darse la vuelta y caminar con la espalda encorvada hasta su acompañante de esa noche que furiosa aplastaba un cigarro contra la mesa de madera en la que se apoyaba sin quitarle los ojos de encima a Sofía, a Sofi, a la chaparrita, a la niña que esquivaba al vacío bailando salsa.