HABITACIÓN 607

Edificio que se levanta hasta quedar recortado sobre un cielo color plomo. Alrededor, un conjunto de locales bajos, la mayor parte restaurantes y bares. 

Avenida Amazonas, eso dice el correo electrónico con la reserva del hotel. 

Ciudad de Quito. 

El taxi que me trae del aeropuerto ha tardado más de la cuenta, ha tenido que sortear desvíos, meterse por carreteras empinadas que acumulan un avispero de casas sobre sus bordes. 

Hay tramos bloqueados en la autopista. Son las protestas, en estos días hay que inventarse los caminos. 

Eso dice el taxista, mientras espera el cambio de luz del semáforo. 

Desconozco si la zona donde voy a hospedarme es uno de esos puntos de la ciudad que coge candela a medida que avanza el día. 

No quiero preguntar. 

Respiro profundo, trato de identificar el olor ácido de las bombas. Nada huelo, estoy lleno de mocos. 

La vida parece normal, aunque el taxista no ha hecho más que contarme, desde que bajé del avión, una seguidilla de relatos apocalípticos.

La mitad del mundo se ha declarado en extinción. 

Conozco esa sensación. Está viva en mi memoria, en la sangre, en el ADN. Portador de la extinción, eso soy. Aparte de portador, supongo que también soy transmisor. 

Un virus. 

O mejor: un bastardo sin gloria. Lo pienso mientras toco mi frente en busca de un tatuaje, de una cicatriz. Palpo la marca que me otorga un puesto inamovible en este mundo. 

¿El taxista se habrá dado cuenta? 

Continúa su larga disquisición, como si el tanque de gasolina del carro alimentara dos motores. No ha dejado de hablar desde el aeropuerto. La película le parece completamente novedosa, por eso se desparrama en detalles. Queda tan amorfo su relato, que me pierdo y ya no estoy seguro de que sea capaz de reconstruir lo que dice. 

Si supiera. 

Lo oigo explicar cómo hemos llegado hasta donde hemos llegado. El plural, aquí, me parece excesivo, abiertamente populista. No soy Bolívar ni ando en una Campaña Admirable. 

No abriré, por ningún motivo, la boca. Hay temas que me persiguen, que empiezo a prohibirme para no sentir que se instalan de nuevo a mi alrededor. Hay temas que se portan como invasores, como demonios del bosque, cadáveres aparecidos que salen a la luz. 

Aprender a quitarse capas hasta parecer un cocodrilo. Un cocodrilo que viaja para un congreso en Quito. Piel curtida, seca, dura. Desértica. 

Mantener un férreo silencio, esa es la estrategia del cocodrilo.

Bajo la ventanilla, trato de capturar la mayor cantidad de aire posible, después de haber bailado por casi dos horas al borde de precipicios que no tienen fin. 

Estoy mareado, me falta el aire. 

Reviso los bolsillos, palpo la maleta que tengo a mi lado, abro los cierres exteriores. Tengo la sensación de que algo he dejado, no sé qué. 

Más que las protestas, lo que mete miedo en esta ciudad es el mal de altura, me digo, aún con falta de aire. 

***** 

Llegamos. 

Un hombre con traje gris sale a recibirme. Tiene nariz chata y pómulos anchos, como un boxeador; la tez quemada. Se acerca a la puerta trasera del taxi sin dilaciones, a lo suyo. Al abrirla desde afuera, mete los brazos dentro del carro y me quita la maleta de las manos. Después que la tiene consigo, la pone en el piso, levanta la varilla y me dice permítame. 

Permítame. Me quedo pensando en el delay, mientras le pago al taxista la carrera. 

Dicen que la altura del páramo produce estos desfases, ese extraño divorcio entre la acción y la palabra. Todo parece llegar siempre un poco después. 

Permítame. 

Me bajo del carro y miro al boxeador de traje gris llevarse mi maleta a toda prisa, hacia la puerta del hotel. Ésta se descorre automáticamente cuando percibe su cercanía.

Trato de seguirlo, al pasar la puerta de cristal me encuentro el mostrador a mano derecha. Voy directo hacia allá, a pedir mi habitación, con la sensación de que algo he perdido en el camino. 

Gestiono la reserva, el encargado procesa mis datos, solicita mis documentos de identidad. Miro alrededor y no encuentro al hombre de traje gris que se ha quedado con mi maleta. 

Aumenta la sensación de pérdida. Recuerdo que dentro de ella están mi laptop y algunos libros que me servirán para rematar la ponencia que voy a presentar en el Congreso de Antropología Social. 

Me falta poco para cerrar una idea que me resulta interesante, y que llevo semanas trabajando en la universidad. El lenguaje de los imperativos como nuevo modo de comunicación. Órdenes que no están atadas a hechos, órdenes que disparan acciones. 

Mandar, no informar. Un régimen que empieza a ser planetario. 

El encargado del mostrador me pide la tarjeta de crédito y poco después me hace firmar el recibo de pago. Me indica dónde están los ascensores. Me entrega la factura, un sobre blanco y la llave de la habitación. 

607 es su número, está impreso en una chapa de plástico amarilla atada a un anillo de metal. 

La clave del wifi está en el sobre, me dice. Puede conectarse a las dos cuentas del hotel, es indistinto. Cualquier cosa que necesite, nos llama por teléfono a la recepción. Estamos para atenderle. 

Bienvenido. 

Pregunto por el hombre trajeado de gris que tiene mi maleta. 

El encargado mira hacia los lados, igual que yo, que lo imito, y tampoco lo encuentra a la vista. Eleva la voz: ¡Armando! 

Pasan segundos que parecen una eternidad.

¡Armando! 

El encargado ha vuelto a gritar, esta vez lo escuchan tres señoras que están sentadas en un sofá que da hacia una fuente de agua. Ellas también miran hacia los lados, convocadas por el grito del encargado. Buscan a Armando. 

Todos buscamos a Armando. Un operativo desplegado en días de operativo policial. 

Aparece entonces una versión de Armando con piernas ágiles, apresuradas, que buscan llegar al ascensor. Ha salido de un pasillo oculto, imposible de apreciar desde el ángulo en el que estoy parado, frente al mostrador. Trae consigo la maleta. Qué alivio. 

Me dirijo hasta él con celeridad, con alegría, casi con ganas de abrazarlo. 

**** 

Saludo amablemente, frente a las puertas del ascensor. 

Buenas tardes, vamos a la habitación 607. Muestro la chapa amarilla con el número, como quien ofrece su cédula a un policía. 

El hombre de gris pulsa el botón de llamada del ascensor, sin soltar la maleta. El botón enciende un anillo de color rojo sobre la pared, como si fuera la luz de un semáforo. 

El ascensor se abre casi al instante, procedemos a entrar. Yo primero, él después, con la maleta que por nada del mundo quiere soltar. 

Es una cabina estrecha, con espejo de fondo, pero cabemos. Si alguien llevara un perro grande, tendría que subir por las escaleras, no hay espacio en la cabina para nadie más.

Quedamos uno frente al otro. Nuestras imágenes se duplican a un lado, a la misma escala, lo que me hace sentir más acompañado, diluido en una especie de multitud. 

Tengo ojeras, ha sido un viaje largo, pienso, al mirarme en el espejo. 

De dónde viene, pregunta el hombre de gris, una vez que se cierran las puertas. 

Es una pregunta que desde hace algunos años genera en mí una incómoda duda existencial; me hace pensar, unos segundos de más, antes de encontrar la respuesta adecuada. 

Yo también tengo un delay, lo acabo de notar

Respuesta adecuada. Siempre pensé que eso era un axioma, de los pocos que existen en el idioma cotidiano. Ahora la pregunta ¿de dónde eres? abre separaciones, destaza el cuerpo, anuncia abismos insondables. 

Confiesa, anda. 

En tono ripio, como si aún estuviera recorriendo la carretera empinada y quebradiza que me trajo desde el aeropuerto, alcanzo a decir de Venezuela. 

Corrijo de inmediato. La confesión exige una cláusula de excepción: Nací en Venezuela, pero vivo desde hace cuatro años en Guayaquil

La solución, desde luego, no me satisface. 

¡Maldita sea! 

¿Y usted?, pregunto, tratando de disimular el delay. 

De Quito.

Se produce un silencio espeso, silencio de cocodrilo, que dura, al menos, dos pisos. Por un momento me siento en una cabina que se eleva lentamente hacia el espacio sideral. 

Veo de reojo el espejo, me da alivio confirmar que no me rodean demonios o cadáveres aparecidos a plena luz. Después de todo, seguimos aquí, subiendo, a pesar del silencio que somos. 

Puedo contarlos -cada piso que pasa- por la manera como se encienden y apagan, uno a uno, los números en el tablero del ascensor. 

Me interesa su testimonio de lo que está ocurriendo en la ciudad. Al fin y al cabo, el hombre de gris que lleva mi maleta -Armando trabaja en el mismo lugar donde pasaré las próximas noches. 

Cómo va todo, con las protestas. Parece que ha sido fuerte, ¿no? Chuta, dice, duro… 

Espero que termine la idea, pero el hombre de traje gris impone un nuevo silencio. El ascensor ha subido más pisos y debe estar por abrirse. 

Cuando ya nada más espero, el hombre de gris reinicia la conversación, pero buscando otro empalme. 

¿Cómo anda Venezuela? 

Pregunta sin mirarme a los ojos, sin decir nada más de las protestas en Quito. 

Las puertas del ascensor se abren. Hemos llegado, estamos en el piso seis. 

****

Me alegra corroborar, después de todo, que al salir del ascensor no quedamos suspendidos entre meteoritos, gravitando en el espacio exterior. 

¿Te vas a hacer el loco?, ¡responde! 

¿Qué puedo decirle?, alcanzo a decir, sin tener una idea de por dónde comenzar. 

En la misma, y hago un gesto que busca transmitir que la cosa va para largo. 

Por los siglos de los siglos. 

Amén. 

Sé perfectamente a dónde irá esta conversación, así que opto por no decir nada más. 

Silencio de cocodrilo, nunca falla la estrategia. 

Él tampoco dice nada más. Ni de Quito, ni de Venezuela. 

Siento el impulso irrefrenable de sacar una moneda del bolsillo. La busco. Con el dólar entre los dedos, le digo, sin pensarlo dos veces, que lo mejor será que me dé la maleta, yo mismo buscaré mi habitación. 

No me reconozco en lo que acabo de hacer, pero tampoco tengo ganas de indagar en la razón que me ha empujado a suspender el acompañamiento de Armando. 

Mejor dejar las cosas así. La paciencia no es mi fuerte últimamente. ¿Seguro?, pregunta. 

Dubita, no sabe qué decir después de que se ha roto el guión que nos vincula. Me entrega la maleta con cara de no entender nada. Me

agradece la moneda y procede a desaparecerla en uno de los bolsillos de la chaqueta. 

Se da vuelta y vuelve a llamar al ascensor. El color gris del traje, ahora que lo pienso, es el mismo color gris de los ratones. Habría que quejarse, qué mal gusto tienen en este hotel. 

Se enciende el botón en la pared, lo veo, es una esfera de color verde. El hombre espera, mira fíjamente un bicho negro que está pegado en el techo, al lado de una lámpara fluorescente. 

Me siento lento, pesado, como un animal reptando por el pasillo del piso seis. Demasiado oscuro para ser tan temprano. De eso también me voy a quejar cuando me instale en la habitación. 

No dejes pasar, hasta cuándo. 

Camino a tientas, divisando números inscritos sobre las puertas. Trato de dar con la habitación 607. 

El pasillo es largo, cada vez más oscuro. Ha vuelto la sensación de que me falta algo, no sé qué es. Reviso bolsillos, corroboro que llevo conmigo mis documentos, la maleta. También tengo la llave de la habitación, con la chapa amarilla. 

No falta nada. 

¿O sí?, me digo, mientras el silencio del piso seis me va acorralando, me empuja a borrarme en sus tinieblas.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!