En estos días lluviosos los zamuros, en el caballete de los viejos
caserones, parecen melancólicos paraguas mal cerrados. Esta mañana es íntima y triste como esas gafas verdes que dejan los abuelos muertos en el fondo astringente de una antigua caja de tabacos.
La lluvia, una lluvia menuda -como un fumigador de barbería- ha varado a los zamuros en el lomo de esta vieja casa, como si fuera la rada tenebrosa para estos viejos navíos del aire.
He aquí que sugieren sombrías estampas: con sus alicaídas capas como echadas al desgaire, con sus gorros inquisitoriales, como si fueran a presidir una sangrienta sesión del Santo Oficio. Le imprimen al ambiente lechoso de esta mañana, un aire vago de exhibición de agencia funeraria.
Venían de lejos, con tristísimo volar y su tren de aterrizaje recogido
y se fueron ritualmente anclando en el lomo de la vieja casona:
uno después de otro, como unos oscuros y tristes académicos
que ocuparan sus sillones numerados vestidos de frac y un poco cabizbajos por una sorda tos, como un martillazo sobre un yunque de esponjas.
No hay espectáculo más siniestro -que estremezca más- que contemplar a un zamuro cuando, a toscas zancadas, arrastra un ala inválida -como una bandera pirata a media asta y entre gritos de muchachos callejeros-. Determinados raspasuelos, adictos al sombrío deporte de abatir zamuros, saben alcanzarlos con los guijarros de sus certeras hondas. Silba la piedra y mortalmente los alcanza: pierden la estabilidad hermosa y serena de su vuelo y caen al suelo, incondicionalmente, incendiándose al instante como si fueran aviones abatidos.
La muerte debe ser un zamuro invalido que nos llega, sonando su muleta reumática con una invitación de ultratumba cuidadosamente oculta debajo del ala, diciéndonos un reticente “gus-gus”.
Yo he visto en la torva mirada de ciertos zamuros de confianza, un brillo siniestro de apetito y gula exacerbada cuando miran al gordozuelo y tierno burriquito, que lleva por el prado aquel trotar como de tamborileo nervioso de unos dedos en el verde tapete de un billar. Piensan – en mentales insalivaciones – en las suaves chuletas de sus costillares, en sus profundos esfínteres, en sus fibrosos tejidos, en sus viscosos músculos, en sus tiernos epitelios, en sus distensos tendones, en sus enormes posibilidades de un monstruoso bistec.
Rígidamente vestidos de frac, están como en plan de entierro. La naturaleza -tan previsiva- los ha vestido de negro para que lleven eterno luto por las victimas que se engullen con sus picos cirujanos.
Parecen invitación de pésame que circulan profusamente por el cielo. Un festín de zamuros es algo ritual: al que tiene mayores horas de vuelo, le toca la primera cuchillada del siniestro banquete, en el verde mantel de la sabana.
Una vez bien comidos, con el palillo entre la boca, discurren sobre antiguas y lejanas mortecinas que comieron en mejores ocasiones: cuando la peste una vez amarilla y trágica, cortó vidas en aquel pueblo innominado, un día de torvas referencias.
Publicado originalmente en:
La Quincena Literaria
El Tamborcillo de La Farándula
Nª29 – El Tocuyo: 1ª de Junio de 1949
Año II – Mes XXIII
Directores: Roberto Montesinos
F. Peraza Yepes.