Estas palabras nos han sacado de muchos apuros en aquellos momentos en que la continencia verbal se apodera de nosotros y estamos en trance de visitas.
Cuando se está de visita, en la ríspida compañía de personas aburridas, esta frase —¡pero qué calor!— viene a romper el silencio cuajado que se suscita en ciertas reuniones, cuando se agota el tema de la gripe o, cuando la señora de estampa histórica, ha terminado el relato de cómo consiguió cocinera, y piensa repetirlo por tercera vez para imprimirle amenidad al ambiente con la variedad.
Es aquella una frase sacramental que inicia un nuevo lapso de fastidio, abriendo halagüeñas perspectivas en los cielos de las sorpresas literarias. Pero esta frase para que alcance altas jerarquías de salvadora penicilina, hay que emitirla siempre caracterizándose un poco. Hay personas que parecen haber seguido un cursillo de capacitación, para pronunciarla con el debido acento. Muchos deben a ella su fama de ingeniosos en el círculo de sus amistades, donde disfrutan de los dividendos literarios de su hallazgo.
El visitante —que está como en una isla rodeada de silencio por todas partes— se saca el pañuelo con cierto aire de filosófica preocupación y se enjuga ese sudor que suele invadirnos en ciertos apuros sociales. Inmediatamente —¡Oh maravilla!— dice la frase ritual: la frase precisa y esperada: ¡pero qué calor ..!
Aquellas palabras tan sencillas, de mágicos efectos como el ábrete sésamo, tienen el don de fertilizar las mentes más entecas. En el prensado silencio, aquellas palabras fueron como la lluvia pródiga que hizo florecer el yermo de los tópicos afines.
Generalmente quien toma la iniciativa en estos casos, abriendo el grifo de la elocuencia, viene a ser la persona más importante de la concurrencia: es decir, la más gorda. (Las personas demasiado gordas, se creen más importantes que los demás debido a la dificultad que oponen al ponerse de pie una vez que están sentadas: como van en su auxilio las sobrinas se imaginan que son un Obispo en Misa Pontifical).
Estas personas gordas —que suelen llamarse Ruperta— se creen en el deber de darse por aludidas e intervienen con bizarría: Y eso que ayer hacía más calor. Y se quedan en silencio, como abismadas de sus propias palabras.
Por lo regular, estas personas pomposamente gordas son dueñas de varias niñas que, en calidad de hijas suyas, constituyen el negocito y la atracción de la casa. Son matrimoniables y, según la dueña del negocio, toda su gracia se la deben a que han sido conservadas en el formol de las virtudes domésticas. El tema del calor acaba con esta frase que tiene sabor de epilogo trágico:
—¡Este calor es insoportable! por lo visto para algo sirven los cambios de temperatura: alguien decía que si no fuera por los cambios climatéricos, habría personas condenadas a la mudez absoluta.
Publicado por primera vez en:
La Quincena Literaria
Nº 29 – El Tamborcillo de La Farándula-
Año II – Mes XXIII
Directores: Roberto Montesinos
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