Aun para el menos perceptivo, no resulta difícil dilucidar cuando aquello está por suceder.
Suele suceder en este orden: primero, el aire se carga de electricidad, se me pone la piel de gallina y se me erizan los pelos; acto seguido, un dedo de hielo sube por mi columna vertebral, lo que me obliga a arrebujarme en la manta escocesa. Luego, los cristales de la ventana se vuelven opacos, y la luz interior adquiere una calidad de tamizado, como si mirara las cosas a través de un finísimo papel de seda. Todas las superficies reflectantes se vuelven iridiscentes, hasta el punto que se hace incómodo mirarlas, y como invariable nota final, el perro baboso del apartamento 4-A comienza a aullar, lastimero.
Nunca, pero nunca, falla.
Esperé, expectante, dos o tres minutos y en vista de que no acaecía nada, regresé a la mesa de trabajo. Ya frente a mi vieja Olivetti, introduje otra hoja blanca en el carro. Mis enemigos me critican por empeñarme en emplear esa antigualla, a lo que yo replico que el repiqueteo de los martillos sobre el papel me resulta estimulante; y también, que es una manera de conservar la tradición artesanal de la literatura. ¡Hasta he considerado la opción de regresar a la escritura a mano, pero con mi letra sospecho que acabaría por resultar en una gran pérdida de tiempo!
En el aire, prosiguen las notas de la sinfonía número treinta y siete de Mozart, emitidas desde el equipo Sakura de alta fidelidad. Por supuesto, estoy al tanto de que no existe tal cosa como una sinfonía treinta y siete de Mozart: algún personaje mezquino descubrió hace tiempo que era en realidad obra de Michael Haydn, el hermano bobo de Franz Joseph, y desde ese momento dejó de ser hermosa, y su audición culpable y desaconsejada.
Tecleo un poco, pero no alcanzo a enfrascarme en el texto (voy por el capítulo XLIX de mi Apología, obra de altos vuelos, destinada a acallar las voces de mis crapulosos detractores) cuando un acorde del allegro con fuoco queda en distorsionado suspenso, transmutándose en un ulular terebrante a medio camino entre la sirena de una ambulancia y el bramido de un toro de lidia. El aire vibra, como en una fata morgana, y un penetrante olor a ozono satura el ambiente. Acto seguido, contemplo con horror como a un par de metros de la mesa de trabajo, y justo encima de mi exquisita alfombra de Shîråz, comienza a coagularse una niebla luminiscente en una sucesión de esferas tornasoladas, que al cabo de unos pocos segundos coalescen en un ser alto, descoyuntado y de aspecto repelente.
Debo aclarar que no es la primera ocasión en que recibo una visita de esta índole, y de ahí que mi falta de sorpresa no tenga por qué ser causa de alarma en el lector. Es más, en cierta ocasión llegué incluso a sospechar que una imprudencia de mi parte con uno de esos forasteros indeseados bien pudo haber estado a punto de precipitar el Armagedón, una conflagración cósmica. Hará ya algún tiempo, el llorado profesor Moret me explicó, con exuberancia de gráficos, flechas, conjuntos, intersecciones y nomogramas, que existen puntos del espaciotiempo en los que éste se pliega sobre sí mismo, haciéndolos ventajosos para los viajes intertemporales. No comprendí casi nada, pero me quedé con la idea de que puede pasar, y que el apartamento que rento se ubica en una de esas intersecciones prodigiosas. Por lo que pudiera suceder, tanteé bajo el escritorio hasta que mis dedos dieron con la barra de fierro de tres cuartos de pulgada que mantengo siempre al alcance de la mano, por si se me hace necesario emplear un argumento contundente con alguna de esas visitas.
Ya referí que lo que había surgido de la niebla plateada era una criatura muy alta, de no menos de dos metros de estatura, y, por lo demás, bastante repulsiva. A esto sin duda contribuía el hedor que exudaba, propio de una pescadería cuyo género no estuviera muy fresco. Quitando estos detalles, remedaba de modo muy poco satisfactorio un matachín del siglo XVI o XVII: jubón, herreruelo, gorguera de lechuguilla y greguescos; el efecto se perdía al haber asociado a estas prendas unas botas desmesuradas, anacrónicas, que le llegaban por encima de las rodillas, y, sobre todo, por el tricornio que llevaba en la cabeza.
¡Un tricornio! De haber usado un fedora o un bombín, el resultado no hubiera sido menos patético.
Hasta donde podía observar, no llevaba consigo la espada ropera de rigor, sino un espadón de claras reminiscencias manchúes, aunque no podía descartar que bajo aquellos ropajes ridículos ocultara algún arma más útil y manejable. Eso sí, me irritó en particular el efecto que las absurdas y pesadísimas botas pudieran tener sobre mi alfombra. ¡Maldito!
—¡Ejem! —intenté llamar su atención.
Levantó el rostro y me miró. Tal y como me lo esperaba, llevaba bigote y perilla. Su piel era mucilaginosa y pálida, de una tonalidad entre amarilla y gris, y tenía los ojos muy separados, negros y sin escleras. La nariz era roma, aplastada; las orejas, muy delicadas y traslúcidas, parecían talladas en alabastro. Los dedos de las manos, que para mi sorpresa sumaban solo cinco, adolecían de exceso de coyunturas.
Aquella cosa abrió la boca y emitió unos roncos gruñidos, en los que creí discernir algunas palabras en una suerte de alemán gutural, o acaso un inglés muy rústico.
—No entiendo ni jota de lo que dice —le respondí—. ¿Puedo ayudarlo en algo?
Esta vez me contestó en una jerigonza con reminiscencias a italiano. Ante mi expresión de extrañeza, guardó silencio unos segundos (sus ojos bailotearon un instante de aquí para allá, como buscando algo) y luego, por fin, dijo algo inteligible:
—¡Vive dios! ¿Es voacé un fiel súbdito de nuestro sinior don Philipe? —su voz resultaba silbante e impostada.
Pues, acabáramos.
—¡Ejem! No, para nada. ¿A qué Felipe se refiere?
Esta vez fue él quien se quedó en babia.
—Perdonadme, voacé, pero ¿qué año desde la incarnación de Jesucristo es este en que parlamos? —dijo por fin.
Ya me esperaba esa pregunta, pues resultaba evidente que alguien se encontraba allí muy fuera de lugar.
—Ya que lo quiere saber, este es el año 2023 de la Era Común, tercero o cuarto de la Gran Pandemia. ¿Será usted por casualidad un viajero del tiempo? ¿Y tendrá algún inconveniente de apartarse de mi alfombra? Es que la acaban de lavar, y eso me costó un ojo de la cara. Es de Shîråz, auténtica…
Que lo enfrentara de una manera tan directa lo hizo cortarse, pero no se movió ni un paso del sitio.
—¿Cómo os arriesgáis a una deducción tan osada?
—¡Hombre! Algo tendrá que ver que apareció del aire en medio de mi apartamento, y que ahora está maltratando con sus tacones mi finísimo tapete…
—¡Ug! Parece que es evidente para vos…
—¿De qué año viene? —lo interrumpí.
—Pues mi honra me obliga a hablaros con la mano en el pecho. Mi hogar está a muchos milenios, en el año de nostro senior de 14 345…
¡Nada menos! Siendo del año 14 345, bien podíamos considerarnos casi contemporáneos. Aunque su historia no me cuadraba del todo. ¿Y por qué esa peste infecta a pescado?
—Pues son muchos milenios. ¿Y qué se le ha perdido aquí? ¿Es usted un científico? ¿Acaso una especie de historiador? ¿Un arqueólogo, quizás?
—Me honra voacé con esos honorables títulos. En realidad, soy un simple mercader.
—¿Mercader? ¿Mercader de qué? ¿Con qué comercia? ¿Y por qué el disfraz?
Creo que lo del “disfraz” lo ofendió.
—Debéis saber que los de mi gremio nos aderezamos de acuerdo a la época a la que habemus de dirigirnos. Asimismo, aprendemos la lingua vulgar que hemos de emplear. Si ahora me encuentro en vuesa época, es debido a incertidumbres propias del proceso… En cuanto a lo que comerciamos, habéis de saber qué cosas nimias, pero de un grandísimo valor: olíbano, mirra, nux moscata, azafrán, taaffeíta de Dodoma, pimienta de Alepo, ámbar de Lusacia, cuerno de unicornio, perlas de Taprobana…
—¿No existen esas cosas en el futuro? Me parece en verdad muy poco creíble.
Creo que, de haber sido capaz de ruborizarse, lo hubiera hecho.
—Debo deciros que la mía es una época de muy avanzada tecnología, pero recia y espartana en lo que a lujos se refiere…
Por supuesto. Igual, ya me urgía quitarme de encima esa visita imprevista. Charlar con entes del futuro termina por resultar agotador, sobre todo si se dedican a mentir. ¿Quién, o qué, sería en realidad mi indeseado huésped? ¿Un espía del porvenir? ¿Un saboteador? ¿Un sicario? ¿Un fugitivo? No podía descartar, así como así, que algún genocida del futuro pretendiera hallar refugio en los tiempos “de nuestro señor don Philipe”. O, al revés, bien podría ser que un asesino del mañana fuera enviado al pasado para cambiar la historia. ¿Demasiado cinematográfico, quizá?
—Bueno, la verdad no es mi idea retenerlo aquí sin necesidad. No quisiera que por mi culpa en el año catorce mil y pico colapsara el mercado de apéndices de unicornio. ¿Hay algo en mi mano que pueda contribuir a ayudarlo a seguir su viaje?
—No deseo ser causa de disconformidad para voacé. Necesito de vuesa buena voluntad por unos brevísimos minutos, que es lo que tarda el sistema en recargarse.
—¿Cómo lo hace?
—Habéis de saber que sería muy esforzado de explicar…
—Bueno, será. ¿Puedo contribuir en algo para que esté cómodo, mientras tanto? ¿Acaso le apetece sentarse? ¿Un aperitivo? ¿Un buen vino de Falerno?
—No, sentarme no me apetece. Pero podéis alcanzarme un cántaro con agua, pues desfallezco de sed, y os quedaría eternamente agradecido…
Sin quitarle un ojo de encima, me llegué al fregadero y directo del grifo llené hasta dos tercios una gran lata vacía de raviolis que había quedado por allí. En todo ese tiempo, aquel maldito extraño no hizo el menor intento de moverse de mi alfombra.
Le ofrecí el agua, la olisqueo (las ventanas de su nariz se dilataron de un modo grotesco) y la rechazó con expresión de asco.
—Espero, mi señor, que no os lo toméis a mal, pero esta bebida carece de los principios minerales adecuados…
Sin una palabra, recuperé la lata, y de regreso en la cocina disolví en el agua dos cucharadas soperas de sal.
—¡Ah! Sois magnífico. Esto ya es otra cosa —se relamió.
Me di cuenta de que en mi ausencia había estado manipulando una especie de esfera achatada, del tamaño de una naranja, sacada de entre sus ropajes y que parecía tallada en un cristal azul traslúcido.
—¿Qué aparato es ese?
—Os diré solo que es un cronopio portátil. Fija la partida y la llegada en el tiempo.
—¡Qué interesante! Pero no veo que tenga controles.
—Claro que ha de tenerlos. Por favor, ¿seríais tan amable de sostenerlo un momento, mientras bebo del cántaro?
Agarró la lata con ambas manos y hundió la cara en ella, ávido. El ruido que hizo al sorber el agua resultó tan repugnante que preferí desviar la mirada.
Tampoco es que me interesara: mi atención se concentró en el cronopio. Al tocarlo, su superficie refulgió. Por fortuna, se me da cierta familiaridad instintiva con los aparatos electrónicos: pasé la mano por sobre la parte superior, y sentí un escozor no del todo desagradable en la yema de los dedos. Me había fijado en el modo en que mi huésped maniobraba con el aparato: al rozarla en cierto punto, apareció una línea amarilla. Desplace con rapidez el dedo contra las agujas del reloj y vi que la línea viraba a un tono verdoso, luego azulado, y por fin, violeta.
El extraño terminó de sorber y dejo caer la lata sin ninguna ceremonia, salpicando de agua sucia piso y tapete.
—¡Ah! Os lo agradezco en el alma: estoy como nuevo. Pero ha llegado el momento de dejaros.
Tomó el aparato con ambas manos y casi enseguida vi que reaparecían las esferas tornasoladas, que al cabo de unos segundos se disolvían en la niebla iridiscente. Sentí otra ver el olor a ozono, acompañado ahora también de tufo a quemado; la temperatura del apartamento disminuyó al punto de que incluso se formaron cristales de hielo en las ventanas. El perro de mi vecina comenzó a aullar desesperado, y con los dientes castañeteándome corrí a envolverme en la manta que había dejado en mi sillón.
Otra cosa que recordaba de las lecciones del profesor Moret sobre los viajes temporales es que distintos tipos de materia tienen diferentes inercias a la hora de moverse adelante y atrás en el tiempo. La verdad, no tengo ni idea de la explicación de porque ocurre esto (si la conocía, la he olvidado), pero es un hecho indudable. Pude comprobarlo en vivo al presenciar la partida de mi huésped: desaparecieron primero las vestimentas, incluyendo el absurdo tricornio, luego, las botas y el espadón; enseguida el verdadero disfraz, aquel que le daba la apariencia casi humana, y por último el cuerpo del ser, una suerte de molusco dodecápodo, una pesadilla viscosa llena de tentáculos, ventosas, ojos y apéndices córneos.
Tal como me lo temía, descubrí, con desazón e ira, que sus malditas botas no solo habían maltratado, sino también quemado la superficie de mi hermosa alfombra de Shîråz, tal cual si un potente corrosivo se hubiera vertido sobre ella. El tacón de la de la derecha quedó grabado hasta en sus más minuciosos detalles. Me alegré de haber manipulado su aborrecible aparato, y deseé de corazón que el engendro hubiera ido a parar por lo menos hasta la era de la extinción pérmico-triásica.
Me quedaba claro que ese día, con la excitación y la furia que me arrebataban, era inútil pretender seguir escribiendo. Arranqué del carro la hoja con apenas cinco líneas mecanografiadas, y haciéndola una bola, la arrojé a la papelera. Luego, para relajarme, me preparé un whiskey on the rocks, me repantigué en la butaca y encendí el televisor.
Apareció en la pantalla el gran Giorgio Tsoukalos, con su peculiar peinado. Disertaba con amplios gestos acerca del misterio de una huella fosilizada de un tacón, sobre la que anidaban unos trilobites. Al mirar con más detalle, me di cuenta de que era exacta a la que estropeaba mi alfombra.