🪲BICHO

Domingo

A pesar de nuestro malentendido inicial, el bichito resulto ser de lo más simpático.

Casi como por casualidad lo vi trepando penosamente por la pared, apenas una manchita difusa que subía por las losetas color aguamarina, en ese par de segundos en que por azar separé la vista de la página que estaba leyendo mientras me encontraba sentado en el trono en una tarea más bien intima. Tenía entre las manos un añoso ejemplar de Popular Mechanics, que desde tiempos inmemoriales vegetaba en la cesta de mimbre ubicada junto al lavamanos, mezclada con ediciones no menos descabaladas de ¡Hola!, Cosmopolitan, Muy interesante y Buen Hogar

O tal vez no fue el puro azar: quizás una minúscula perturbación en el borde de mi campo visual provocó que separara los ojos de la línea que estaban siguiendo, y fue entonces cuando lo vi: torpe, absurdo, lento, inepto, siguiendo la raya blanca del carateado, un paso a la vez, algo a la izquierda del dispensador de papel higiénico. 

Era un bichejo muy chico, más o menos del tamaño de un grano de arroz, triangular, áptero y de un tono amarillo dorado; sus patitas daban la impresión de estar rematadas por unas manos muy pequeñas, aunque no logré discernir si tenía ojos o antenas. Supuse que pretendía llegar hasta el nicho que contiene al calefón, muy arriba en la pared, pegado al techo.

Casi con indiferencia, sin el menor atisbo de saña, extendí la mano con la revista, y la usé para barrer las losetas. La sabandija se soltó y se despeñó al suelo sin ruido, aterrizando panza arriba casi entre mis pies. Lo miré agitar en vano sus patitas al aire, una docena o más, que parecían radiar de un único punto en el centro de su abdomen.

Sentí muchísima lástima por él. Me tentó liberarlo de su miseria, y con la intención de aplastarlo alcé mi pesada bota, aunque enseguida lo pensé mejor y opté por hacer un apretado rollo con la revista en mi puño. Ya estaba a punto de dejar caer mi improvisado garrote sobre aquella infeliz criatura cuando algo (no llegué a entender muy bien qué) me detuvo. En lugar de abatirlo con fuerza mortal lo acerqué con delicadeza al revuelo de extremidades articuladas, que lograron engancharse en el borde de una página que sobresalía; con ese apoyo, el animalillo pudo enderezarse por fin. Retomó sin prisa su ruta: primero por las baldosas del suelo y luego por la pared. Lo dejé seguir en paz. Hipnotizado, miré como ascendía milímetro a milímetro hasta llegar a las cansadas al borde del hueco del calefón, para desaparecer tras él.

De este embeleso me sacaron los golpes en la puerta del baño. Era, por supuesto, mi esposa, que aporreaba la hoja al que tiempo que preguntaba, sospecho que, sin pizca de ironía, si por fin me había muerto.

Lunes – noche

Hoy lo he vuelto a ver. Esta vez, reflejado en el espejo mientras me cepillaba los dientes. 

Mirarse al espejo mientras se realiza la higiene dental es muy mala idea. Primero, por lo inútil; segundo, debido a que la superficie de vidrio termina agobiada de puntitos de espuma que a los espíritus débiles les ocasiona una penosa sensación de abandono y suciedad. Y pretender eliminarlos luego pasando la toalla solo contribuye a extender el cáncer.

Igual, no puedo evitarlo.

Emergió de una rendija que la desidia del carpintero dejó entre el marco de la puerta del armario de las toallas y la pared. Parsimonioso, circunspecto, lo vi recorrer las losetas justo hasta el punto donde lo descubrí por primera vez, para enseguida torcer allí en ángulo recto y dirigirse de nuevo al nicho.

Pero no fue igual.

A llegar a un par metros de altura lo vi detenerse, e iniciar un extravagante baile, trazando sobre la cerámica lo que parecían ser figuras de ochos, como en alguna parte había leído que hacen las abejas para orientar a sus compañeras. Solo que aquel bicho no era una abeja, y por lo que sabía, no existían compañeros a los cuales orientar. Contemple embobado sus evoluciones, cada vez más veloces, hasta que estas cesaron de golpe. Luego, retomó con calma su ruta acostumbrada.

 Domingo – madrugada

El miércoles en la tarde (o quizás fue el jueves), alcancé a vislumbrarlo apenas durante un par de segundos; el resto de la semana no volví a verlo. Me quedó la impresión de que había crecido, aunque lo fugaz de la observación me vedó entrar en detalles.

Llegué a temer incluso que se hubiera muerto, o quizás emigrado a alguno de los demás apartamentos. Eso cabía dentro de lo posible, pues desconocía sus hábitos.

La cuestión es que me había preparado para ese siguiente encuentro. Hurgando en un cajón atestado de minucias inútiles (cables, cargadores de celular, monedas, llaves huérfanas, bolígrafos sin repuesto, abrecartas, cartuchos de impresora gastados), di con un vidrio de aumento, que ya ni recordaba poseer. Eso sí, solo la lente, sin soporte ni mango, que se me habrían extraviado quien sabe cuándo. A pesar de tener un borde desportillado y un par de ralladuras, daba una imagen bastante buena, de unos diez aumentos quizás.  Sin pensarlo dos veces, me la eche al bolsillo de la bata, para tenerla a la mano y preparada. 

En la madrugada del sábado para el domingo me despertó una brusca urgencia de orinar. La causa era patente: por descuido, la ventana del dormitorio había quedado entreabierta, afuera el tiempo era desapacible, frío y con rachas de lluvia, y Martha me había despojado de mi parte del edredón, arrebujándose en él hasta transformarse en una suerte de bulto informe. Solo la perseverancia de su respiración silbante me convenció de que aún seguía con vida.

Tiritando, me eché sobre los hombros el pesado albornoz. 

En el corredor sufrí una alucinación, pues por un instante creí vislumbrar una raya de luz por debajo de la puerta del baño; en cualquier caso y por imposible que fuera, desapareció enseguida. Al entrar al baño tuve la impresión de que se encontraba más oscuro que de costumbre, a pesar de que el alto ventanuco se encontraba (¡también!) abierto. Lo usual era que el alumbrado de la calle mitigara las tinieblas.

Por fortuna, la magia de la luz eléctrica disipó esta desazón.

Mientras vaciaba ruidosamente la vejiga, lo vi aparecer, esta vez en un lugar insólito: directo frente a mí y desde la derecha, saliendo de detrás del gabinete del baño. Hasta ese momento jamás lo había visto en esa pared, siempre en la que en ese momento estaba a mis espaldas. 

Con su habitual mesura lo miré desfilar por los azulejos, siguiendo, como era habitual, la línea del carateado. Se detuvo justo a la altura de mis ojos. 

Noté en ese instante el peso en el bolsillo derecho de la bata, y al meter la mano, mis dedos dieron con el vidrio de aumento.

Por supuesto, yo ya sabía que se encontraba allí.

Examiné largo rato al bichejo con la lupa. Este, por su parte, me dejó hacer y mantuvo una considerada inmovilidad, trastornada apenas por uno que otro movimiento espasmódico de sus muchas antenas.

Lo primero que descubrí fue que ya era indudable que había crecido: si al principio su tamaño equivalía al de un grano de arroz, ahora resultaba algo menos corpulento que la uña de mi meñique. Ni aún con la lente logré contar sus patas, todas ellas terminadas en cuatro o cinco garfios, o sus ojos: de estos podía tener cien, o ninguno. Al magnificar la imagen su cuerpo triangular ya no era de un dorado uniforme, sino que más bien parecía estar revestido de sutiles escamas tornasoladas. Las antenas, plumosas, sobresalían por todo el borde y no alcance a determinar si tenía alguna cabeza discernible. 

Sobre el retrete, bien al alcance de mi mano, había un frasco de aspirina infantil. Tomo una diaria, cuando me acuerdo y si es que me acuerdo, para beneficio de mi aparato circulatorio: es algo que me recomendó mi internista, un vejete imbécil apellidado Lombroso. Debía estar casi vacío, y me vi tentado a emplearlo para capturar a mi huésped.

¿Y por qué no? Así tendría la oportunidad de estudiarlo a placer más tarde.

Ya extendía la mano libre hacia el frasco cuando noté que el bicho había comenzado a ondular todas sus antenas al unísono. Ignoro porqué, pero me paralicé: lo vi girar 180 grados sobre sí mismo, y luego regresar impasible y paso a paso por donde había venido.

—¿Qué haces tú levantado? ¿Y esa lupa? ¿A qué se supone que estás jugando? —oí a mis espaldas aquella voz familiar, somnolienta y resentida.

—Nada. Solo vine a orinar —le contesté, mientras tornaba a deslizar con disimulo el vidrio de aumento en el bolsillo.

—De verdad eres un bruto desconsiderado. Hiciste tanto ruido al pararte que me despertaste. Llevas metido aquí una hora completa. 

Martes

El día ha resultado complicado.

El ascensor se encontraba averiado, y tuve que emplear las escaleras. Puede no parecer un gran inconveniente en esta época de fitness y juventud perpetua, pero lo es cuando vienes cargando una caja con las compras, entre las que se cuentan dos botellas de aceite de canola de a litro, un garrafón de cloro de limpiar y una lata grande de leche en polvo.

Me consolé pensado que eran apenas tres pisos. A dieciocho escalones por piso, resultan apenas cincuenta y seis escalones.

¡Uf! Claro que no. Son cincuenta y cuatro. Pero tanto da: igual tengo que pararme en el descansillo entre el primer y segundo piso, y dejar la maldita caja en el suelo para recuperar el aliento. La pausa, con las manos apoyadas en las rodillas y los pulmones a punto de estallar, me da oportunidad de ponerme al corriente del insuficiente grado de mantenimiento del linóleo, saturado de chicles pisoteados, escupitajos sanguinolentos y quemaduras de cigarrillo. También, de darme por enterado de una conmoción proveniente del piso dos. 

Una voz muy alterada de mujer y los chillidos desesperados de un chiquillo.

Recupero mi caja y salvo los escalones restantes, picado por la curiosidad, a pesar de que mi respiración aún no se recobra por completo.

Como era de esperarse, me encuentro con la vecina del apartamento 2-C (justo el que queda debajo del mío), quien batalla con su retoño, un robusto niñato de cuatro años recién cumplidos, aunque aparenta mucha más edad. Este emite gritos desgarradores, mientras rueda por el suelo o intenta arrebatarle de las manos a su madre una caja de zapatos que esta mantiene en lo alto, fuera de su alcance.

—¿Te das cuenta, Fernando de Jesús? ¿No te da pena? —Lo reta su madre, al reparar en mi presencia—. El señor está viendo el escándalo que estas armando. ¿No te da pena portarte como un bebé pequeño?

Al parecer, esta admonición dio resultado, pues el crio calló al punto, y sentándose en el suelo comenzó a hurgarse la nariz con expresión muy seria.

—¿Algún problema, vecina? —le sonreí, procurando que no se me notara demasiado la falta de resuello e intentado en vano esconder la barriga.

Mi vecina del segundo es una morena esplendida, de ojos negrísimos, con hoyuelos en las mejillas, caderas amplias y tetas inmensas, de esas que hacen difícil concentrarse en su cara cuando lleva alguna prenda escotada (por fortuna, ese no era el caso en ese instante). Su esposo es contable, o quizás odontólogo, un ente siempre de traje, petiso, mohíno, demacrado y algo ridículo, aficionado hasta el fanatismo por la filatelia y al art pompier.  Se mudaron al edificio hará unos seis meses, poco más o menos.

—¿Qué le cuento? Todo este escándalo es debido a que se murió Casilda, la tortuguita de Fernandito…

—¡Qué terrible! ¿Y cómo ocurrió eso? —finjo compadecerme

En el acto, el crio comenzó a berrear de nuevo. 

—La verdad, no tengo ni idea. Ayer estaba bien, e incluso le habíamos comprado un pote nuevo de alimento y hoy, al ir a darle de comer me la encontré así.

—Sería que el alimento vino en mal estado. Debería reclamar en la tienda. A veces…

—La verdad es que no creo que fuera por eso. Si quiere, véala usted. Mi idea era buscar un lugar donde enterrarla, porque me da cosita echarla por el bajante…

—¡No quiero que botes a Casilda! —chilló el mocoso—. ¡A lo mejor papá puede curarla!

—Sí, claro, bebé, como no… Sobre todo, él, que ni se habrá enterado de que la tienes… Pero mire, mire usted como ha quedado la pobrecita…

Destapó la caja y eché un cauto vistazo. La verdad, aquello no resultaba algo muy agradable de ver. La mascota de Fernandito, que en vida debió ser un ejemplar de respetable tamaño de galápago de Florida, parecía encontrarse en algún punto equidistante entre la momificación, la disolución y la carbonización, si eso fuera posible. Parecía que le hubieran succionado la vida, dejando más o menos intacto el carapacho correoso. Su color era el de los mohos ponzoñosos, el color de los cadáveres en la tumba, y provocaba la insufrible sensación de que bastaría un soplido o rozarla apenas con el dedo para que se desmoronara por completo. 

Al menos, no olía a nada, o yo no alcance a discernirlo.

—¡Dios! Que terrible… —me apené, algo asqueado—. No es que sepa mucho de eso, pero he leído que a veces esos animalitos se infectan por hongos… 

—Será así, a lo mejor…

—¿Dónde solían tenerla?

—En el baño. ¿Usted cree que esa tenga alguna relación? ¿Quizás por la humedad?

No parecía muy lógico que a una tortuga le molestara la humedad, pero preferí no confesar mi completa ignorancia al respecto, y los miré alejarse escaleras abajo.

Un piso más: ya falta poco.

Deje la caja de las compras sobre la mesa de la cocina, y estaba en trance de terminar de recuperar el aliento, apoyado en el respaldo de una de las sillas y absorto en el retumbar sordo de mi corazón, cuando aquellos ruidos me advirtieron de que algo inaudito estaba sucediendo en el baño: oír como mi esposa maldecía y un aerosol silbando me hicieron temer lo peor.

Aterrorizado, me asomé por la puerta, y la vi con medio cuerpo metido dentro del armario de las toallas. El aire apestaba a Shelltox. Todas las toallas, así como una variedad de productos de baño, cachivaches surtidos y medicamentos caducados yacían dispersos por todo el suelo.

Justo al lado de la entrada del cuarto de baño tenemos una estantería o rinconera en la que con el paso de los años se han ido acumulando objetos disimiles y vagamente decorativos: figuritas de porcelana, chucherías de plata, una campanilla de bronce, ceniceros, cajitas decoradas. En el cuarto anaquel, contando desde abajo, hay una gran piedra de cuarzo rosa, nada bonita, translúcida, angulosa, tosca y de casi un kilo de peso. Como por voluntad propia, mis dedos se cerraron sobre ella.

—¿Qué se supone que estás haciendo? ¿Ocurre algo? —le pregunté, procurando dulcificar la agitación que sentía. 

No debe haberme sentido llegar, pues se sobresaltó: vi emerger de las profundidades del armario su rostro, cárdeno por la indignación. En la mano tenía la lata amarilla y roja.

—¿Apareciste por fin? ¿Dónde te habías metido?

—Me demoré debido a que había cola para pagar en la tienda.

—Sí, claro, como de costumbre. Y entretanto, yo tengo que arreglar todos tus desastres.

—No sé a qué te refieres.

—Tienes este maldito armario lleno de bichos. 

Me di cuenta de que mi mano izquierda apretaba la roca de cuarzo hasta casi hacerme daño: los filos de la piedra comenzaban a lacerarme la piel.

—¿Bichos? ¿A qué te refieres? No he visto nada…

—Sí, claro, como de costumbre. ¡Qué caradura eres! ¡Mira!

Se hizo a un lado para permitirme ver. Había vaciado por completo el armario, y las repisas y también las paredes chorreaban de insecticida.

—No veo nada.

—Hazte el ciego ahora. ¡Mira! ¡Ahí! —y señaló un punto en una de los ángulos superiores.

Disimulando el pedrusco a mis espaldas, entré al cuarto de baño. Entonces lo vi; aquello que señalaba mi querida esposa era una alineación de cinco pequeñas esferas tornasoladas poco más o menos del tamaño de guisantes, pegadas entre sí. Una, la última a la izquierda, estaba rota y vacía; las demás parecían estarse disolviendo por efecto del tóxico. 

—Te juro que no tengo idea de lo que es eso. ¿Viste alguna cosa más? —le respondí, con una horrible esperanza.

—¿Y de verdad esta mierda te parece poco? —me replicó, sarcástica—. Seguro es carcoma, o comején, o quien sabe qué. Pronto no tendremos muebles, pero ¡a ti que te importa! Sigue siendo feliz…

Logré regresar el cuarzo a su anaquel sin que ella lo notara. 

Algo más tarde, cuando me encontraba dedicado a eliminar con un paño húmedo, entre toses y estornudos, el exceso de insecticida del mueble (no se había conformado con vaciar una sola lata. ¡Se había gastado dos!), así como los restos de aquellos extraños huevecillos, lo vi aparecer. Salió del nicho del calefón, pero en esta oportunidad se mantuvo muy cerca del techo, como si sospechara algo, o como si me estudiara. 

Me asombró lo mucho que había crecido: ya era casi del tamaño de mi pulgar.

Viernes

El cuarto de baño ya no es un lugar seguro. Los dos lo hemos comprendido.

He vuelto a estudiarlo con el lente de aumento: él no pone problemas por eso. Creo que he logrado descubrir cuáles son sus ojos: tiene unos quince, brillantes como pequeñas gemas de amatista, a cada lado del cuerpo. Este, por su parte, ha adoptado una apariencia aceitosa y flexible de ébano, y bajo la piel brillante se alcanza a percibir la contracción de los pequeños músculos. Las antenas, por su lado, parecen estar en regresión. Como dato estrafalario, no parece proyectar sombra, como si fuera traslucido o como si su materia se difuminara sin un límite preciso.

Ignoro si Martha ya sabe que se encuentra aquí. Supongo que no, aunque esta mañana, durante el desayuno, me ha gritado que me estoy volviendo loco. Luego, se ha ido a la calle, hecha un basilisco.

Estúpida.

Tenemos tres cuartos en el apartamento: la habitación principal, donde ese encuentra nuestra cama matrimonial, una habitación “de huéspedes”, que yo empleo cada vez con más frecuencia por las noches, y un cuarto que a la fuerza se ha ido convirtiendo en trastero. Es una recamara pequeña, que quizás fue imaginada como cuarto para el servicio, con su medio baño. Solo que ya nadie suele disponer de un servicio de ese tipo, con delantal, uniforme y que duerma “adentro”. Bueno, eso ya solo se ve en las telenovelas mexicanas del canal 227. Tampoco es que sea tan pequeña: en los edificios antiguos no solían ser mezquinos con el espacio. Allí han ido a parar cajones, cachivaches, maletas, aparatos y muebles que ya no tienen uso, pero que los que no nos resignamos a deshacernos. 

Bien apiladas todas esas cosas contra una de las paredes, e incluso dentro del medio baño, queda libre un espacio respetable. Aquí solo se entra a barrer cada semestre, y si la llave se “extravía”, quizás incluso menos.

Aprovechando que ella había salido, me decidí a hacer la mudanza. Me costó un poco dar con la llave (no recordaba que se encontraba dentro de un búcaro en la cocina), pero luego todo fue sobre ruedas. 

La ventana del cuarto de servicio da a la misma fachada que el ventanuco del baño principal. La dejé entornada, aun a riesgo de que entre agua si llueve.

Lunes

La tensión ha cedido un poco. Como paso mucho menos tiempo en el cuarto de baño, ralean las oportunidades para quejas y recriminaciones. El domingo resultó casi un remanso de paz, comparado con el infierno en que se habían convertido los últimos días de la semana pasada.

He optado por la siguiente estrategia: hacia las once de la noche, como demostración de buena voluntad y de propósito de enmienda le ofrezco a Martha una infusión de tila, en la que antes he disuelto el contenido de una cápsula de Seconal. Como era previsible, ella se queja de cierto regusto amargo en la bebida, pero entonces le retruco que en lugar de endulzarla con azúcar he utilizado Stevia, lo que conjura todas sus objeciones. 

El Seconal me lo han vendido en una farmacia un poco alejada de la zona donde vivimos, y en la que un modesto soborno al dependiente ha relegado la exigencia de receta médica. Lo he convencido aduciendo además un insomnio indoblegable. 

Solo me queda esperar a que el narcótico haga efecto. Cuando escucho sus ronquidos me apresuro a buscar la llave de la habitación del cuarto de servicio, que ahora se encuentra oculta sobre la repisa superior de la rinconera, detrás del cristal de cuarzo.

Jueves

Como el ascensor sigue averiado, continúo empleando la escalera, lo que de alguna manera ha fomentado el diálogo con los vecinos. No mucho, pero sin duda más que en la cabina del ascensor, donde basta si acaso un seco “buenos días” antes de adoptar un aire de estudiada circunspección. Eso resulta muy complicado cuando se suda y resopla a pie durante varios pisos.

Por supuesto, hay gente a la que uno prefiere encontrarse, y gente a la que no.

Al bajar esta mañana, antes de las ocho, me crucé en el descanso del primer piso con el hijo de la loca de los gatos que habita en el pent-house del quinto. Esto es literal: la vieja vive en un apartamento con docenas de gatos, una muchedumbre de gatos. Me abstengo de subir al piso cuatro para eludir el olor a zoológico que irradia desde su cubil. La vieja es un ser esponjoso, avaro, fofo, blanco como la masa cruda, repugnante como un sapo, con la cabellera canosa teñida de rojo violento y aliento agresivo a nicotina. Es la dueña de cinco o seis departamentos en el edificio, y no ha renunciado a la expectativa de apoderarse de unos cuantos más. Su hijo ni siquiera vive en el edificio, y la visita lo menos que puede; es todo lo contrario a su madre: un lechuguino petulante, guapo, afectado, de cabello rizado, que siempre viste chupa de cuero y lleva colgando del codo izquierdo el casco de motorista. Trabaja, hasta donde sé, de psiquiatra en el Universitario.  

Cada vez que me lo encuentro tiene por habito tratarme con dudosa familiaridad, como si me conociera de antiguo, y lo cierto es que me extrañó que se apareciera tan temprano por el edificio.

—¿Algún problema con su madre? —fingí interesarme, tras el intercambio de saludos de rigor.

—Psssss… Ya sabe cómo es esto. Me llamó trastornada a las seis de la mañana por no sé qué de uno de sus malditos gatos. Será alguna tontería, pero preferí resolver antes de entrar a la consulta para evitar interrupciones.

—¿No le dijo que era?

—No me lo aclaró. Pero esos animales de mierda ya se están volviendo una pesadilla. 

—Debe ser muy duro…

—Si usted tuviera idea…

Preferí no dejarlo seguir adelante: lo corté procurando resultar lo más cordial posible, pues ya maliciaba que pretendía prolongar la conversación para diferir su encuentro con la vieja.

Como por casualidad al salir de la planta baja me tropecé con otro personaje relacionado con ese esperpento: el conserje del edificio. Este era hechura de ella, y actuaba como su sicario, espía y delator, todo en uno. Es el guardián de las más mínimas infracciones, el que denuncia y persigue los desafueros microscópicos cometidos en áreas públicas. Yo, y todos los demás propietarios (salvo su valedora), lo detestamos, y desesperamos por encontrar la manera de echarlo. Bajito, al punto de resultar casi un enano, de piernas torcidas, hombros y brazos de luchador, nariz aguileña, mata de pelo negro frondosísimo y voz aflautada de niña, parecía encontrarse muy atareado registrando escrupulosamente, escoba en mano, los maceteros y los contenedores de la basura.

Manuel Quispe, se llama.

A pesar de mi esfuerzo, no alcancé a pasar desapercibido.

—¿Algún problema, señor Manuel? —le contesté.

Me miró como sospechando que yo supiera algo, sujetando con marcialidad el palo de la escoba ante el pecho, como si presentara el fusil.

—¿…no lo ha visto usted entonces?

Ver, ¿qué?

Al final creí entenderle que se encontraba desaparecido uno de los gatos de la señora. ¿Uno? ¿Cuál? Pues su favorito, Gaspar, el persa azul. ¿Qué si yo lo conozco? Pues he visto más de una vez en las escaleras un gato así, muy grande, de pelo largo oscuro, de morro aplastado, pero hoy, lo que se dice hoy, no. Tampoco sabía que se llamara Gaspar. Por lo visto el felino tiene tendencia a escaparse.

Eso no me extraña para nada. Yo también huiría de esa bruja en cuanto fuera posible.

Resultó que el pobre hombre llevaba buscando al maldito gato, sudando la gota gorda, nada menos que desde las cinco de la madrugada. Ya había revisado el apartamento de la vieja, todos los bajantes de la basura, la terraza, el estacionamiento, la azotea, los maleteros, la caseta de las herramientas. Solo le faltaba empezar a tocar puerta por puerta, para comprobar si alguien lo había visto, o si había optado por alojarse con alguno de los vecinos.

—Bueno, ya lleva algo adelantado —le repliqué—. En el 3-C, no está, se lo puedo jurar.

Me miró con expresión inescrutable.

Sábado (madrugada)

No deja de ser agradable quedarse sentado así, en el piso helado, en medio de la oscuridad, con la espalda apoyada contra la hoja de la puerta. Podría hacerlo durante horas, horas infinitas.

La verdad es que no está tan oscuro: distingo frente a mí, en lo alto, el cuadrado turbio de la ventana. 

Nunca sé por dónde aparecerá, pero siempre termina por hacerlo. Veo el sutil titilar de sus ojos, siempre según un patrón distinto y al parecer azaroso, y alcanzo quizás a vislumbrar la curva quebrada de su dorso. Los últimos días presiento incluso que intenta comunicarse conmigo, ya sea produciendo un zumbido bajo, o quizás por medio de tenues señales olfativas.

Debe ser eso: emite un aroma muy tenue, mezcla discordante de almizcle, ozono y bergamota.

Los pasos en el corredor no llegan a perturbarme. Los he escuchado pasar frente a la puerta contra la que descansa mi cabeza tres o cuatro veces, sin llegar a detenerse frente a ella. Al principio eran torpes y dubitativos, luego nerviosos, ahora evocan pánico.

Todo indica que está noche no ha funcionado bien el Seconal. Ya me había parecido que el polvillo no había quedado bien disuelto, quizás debido a que el agua se encontraba demasiado caliente; un descuido inexcusable de mi parte. También es cierto que no alcanzó a ingerir la taza entera, y eso es algo que debí habérmelo esperado, pues las dos últimas noches me ha expresado su perplejidad por mi recién adquirida amabilidad de ofrecerle una taza de tila antes de irse a la cama.

Me lo imagino así: ella se despierta, en plena noche, y se sienta en la cama. La resaca de la droga le enturbia los sentidos, pero al menos se da cuenta de que no estoy a su lado. Me llama, y quizás maldice un poco. Comienza a buscarme, y se da cuenta de que no me encuentro en los lugares más obvios, que son el baño, la otra habitación y la cocina. Ya con algo de miedo en el cuerpo, con frío en la espalda, comprobará que no me he quedado dormido en el sofá de la sala, que la puerta de entrada está bien cerrada y con la cadena echada, y que las llaves del automóvil se encuentran en su lugar de siempre, colgadas del llavero de palo rosa.

Solo falta que vaya a mirar al balcón para cerciorarse que no me ha dado por tirarme al vacío. Aunque de un tercer piso tampoco sería muy buena idea.

Los pasos retornan, y esta vez se detienen frente a mi puerta: me doy cuenta de que está intentando girar la perilla. No me preocupa que se le ocurra buscar la llave, pues tengo conmigo las tres copias: me he asegurado de eso.

Oigo que sus uñas rascan con suavidad contra la madera, y luego, que sus nudillos la golpean. 

—¿Estás ahí? —murmura, aterrada, como con pavor de que le responda.

No le contesto, por supuesto, retemplado por mi triunfo. Lo siguiente que hará será marcar mi número de celular (lo he dejado apagado debajo de una pila de ropa); enseguida, lo lógico sería que llamara a la policía o quizás a alguien de su familia, o a alguno de mis amigos, pero no lo hará. En lugar de eso, se acurrucará en el sofá de la sala mirando la oscuridad con las pupilas dilatadas. 

Así fue como ocurrió.

Cuando comenzó a despuntar el alba, me desperecé y me levanté de mi nido: ya el bicho no se encontraba a la vista. Se habrá ido a sus ocupaciones diurnas, de las que no tengo la menor noticia, o acaso solo a descansar. Abrí con cuidado la puerta, procurando que la cerradura no chacoloteara.

La encontré dormida, ni siquiera en el sofá de la sala, sino en el suelo, acurrucada en un rincón y con la cabeza escondida entre los brazos.

—¡Dios! Pero, ¿cómo llegaste aquí? ¿Por qué estas durmiendo en el suelo? —simulé asombrarme, mientras la sacudía con delicadeza por el codo para despertarla.

—¿Qué dices? —y me miró con ojos turbios, aun no repuestos del todo del miedo—. ¿Dónde estabas tú? Me levante de madrugada y no te…

—Debes haber estado soñado. Vuelve a la cama para que duermas un rato más. Aún es muy temprano y es sábado.

Lunes

El ascensor continúa descompuesto. Lo estaba esta mañana, cuando salía para el trabajo, y lo sigue estando por la tarde, cuando regreso. Entretanto, el conserje emplea su sagrado tiempo en perseguir a un gato.

Pues no lo encontró, según escuche más tarde. Bien por eso. Que se joda el conserje, que se joda la vieja y que se joda toda su manada de alimañas antihigiénicas.

Al menos, en esta ocasión, parece que tendré compañía agradable para subir las escaleras, así que no me quedara tiempo de reflexionar sobre los instantes bochornosos de mi vida. Tras empujar la puerta enrejada que da a la avenida (que como es costumbre y contra todas las normas, se encuentra sin llave) descubro que en el vestíbulo se encuentra otra de mis vecinas, la del piso de arriba, la del cuatro. 

Dos cosas se me hacen extrañas al verla: que vaya sola, sin su perro, que tenga los ojos hinchados y enrojecidos, como si acabara de llorar. Incluso, la escucho gimotear para si, mientras manipula con torpeza la cerradura de su buzón de correo, sin atinar a abrirlo.

—Permítame ayudarla —me ofrezco, procurando no parecer ansioso en exceso.

Ella se hace a un lado y se apresura a disimular sus lágrimas tras un pañuelo blanco.

Tal como lo sospechaba, estaba introduciendo la llavecita al revés. Así entra, pero no hay manera de que gire.

—En verdad, muchas gracias —y me sonríe a medias, mientras retira de la casilla un grueso fajo de correspondencia, conformado sobre todo por coloridos folletos publicitarios.

—De nada. ¿Puedo ayudarla en algo más? Lo que sea… Parece que estuvo llorando. ¿Qué le sucede?

Antes de contestarme se sopla sonoramente la nariz.

—Usted es tan amable… Si supiera…

Mientras subimos las escaleras escucho con paciencia su deshilachado e incoherente relato. Ella se llama Eva, o Elsa, o Elisa, o quizás Estela (jamás logro recordarlo), y es una cuarentona divorciada, rubia, alta, atlética y muy agradable de ver. Bajo la ajustada camiseta Nike se le marcan unos pezones magníficos. 

Acabo por entenderle que Bruno, su valetudinario, repelente, artrítico y baboso Golden retriever, se encuentra desaparecido desde anoche.

—¿Cómo fue que pasó? ¿Se le escapó en la calle?

Nada de eso. El animal había comenzado a ponerse inquieto y a ladrar como a la una de la madrugada; era claro que se encontraba desesperado por salir. A Eva, (o Elsa, o Elisa, o quizás Estela) no le gustó lo que se dice nada la idea, pero la zozobra de Bruno llegó a tal punto que no le quedó más remedio que permitirle que diera una vuelta. Lo cierto es que nunca lo había visto así antes, aunque lo había notado algo nervioso por las noches la última semana: en particular, le daba por ladrar y olisquear hacia la ventana de la habitación de servicio. Supuso como una tonta que no pasaría nada mientras permanecieran dentro del edificio, que para algo hay un jardincito interior, así que se puso su mono de trotar, y por pura precaución se echó en el bolsillo el aerosol de gas pimienta. Cuando abrió la reja del apartamento, el animal salió disparado muy a pesar de su artritis y sus achaques. Lo vio subir las escaleras hacia el piso superior, oyó algo así como un gemido ahogado y silbante y a partir de ese momento, no supo más de él.

—¿Cómo así? —le objeté—. Será que bajó por las escaleras.

Y es que en el quinto piso solo se encuentran el pent-house de la vieja de los gatos, el apartamento 5-C, cerrado a cal y canto, perennemente desocupado, y del que corren rumores muy desagradables, y una reja de hierro con candado que impide el acceso a la azotea. 

Me pareció bastante estúpido que por un capricho del perro ella se expusiera a esa hora de la noche, pero preferí no decírselo.

—No… estoy segura. Subió, lo seguí, ya no estaba por ningún lado…

Sin notarlo, la acompañe hasta su puerta. Me despedí de ella a desgano, deseándole lo mejor y que consiguiera a su perro.

Lunes – once de la noche

Lo sucedido con la mascota de mi vecina de arriba me dejó pensando. ¿Qué ocurriría si ahora te fueras? ¿Si desaparecieras?

Creo que no sería capaz de tolerarlo…

Medité sobre eso mucho rato, hasta que al final tuve que cambiar de posición, procurando no hacer ruido, pues ya la pierna derecha comenzaba a entumecérseme.

Martes

Ella ha comenzado a tratarme como si me tuviera miedo. Cuando se dirige a mí, pareciera que anduviera sobre huevos, y no queda ni rastro de su anterior carácter despótico.

Eso es bueno, creo. O a lo mejor, es que ya sospecha algo.

Hoy, el desayuno estaba incomible: el café con sabor a quemado, el pan correoso, la mermelada desabrida. Pero igual me lo tragué todo.

Es molesto sentir una mirada clavada en tu cara mientras masticas. Comer debería ser, ante todo, un acto privado. 

Me doy cuenta de que me está hablando, pero como muy a lo lejos. Al levantar la vista del plato noto que luce muy desmejorada, como por falta de sueño, con ojeras oscuras y profundas. A estas alturas representa ya al menos diez años más que los que en verdad tiene. También hay un ligero temblor en sus manos, que se hace más obvio cuando intenta verter café en su taza.

¿Será por el Seconal? La verdad es que he tenido que irle aumentando poco a poco la dosis, y desplegar todo mi ingenio para que se lo tome. Si no me planto frente a ella hasta que se acaba el vaso de tisana o de leche tibia intenta desecharla con disimulo.

La verdad, no sé si eso me alegra.

Me está preguntando no sé qué sobre las llaves de la habitación de servicio, del cuarto de los trastos.

—¿Perdón? ¿Qué me dices? Lo siento, pero no te estaba prestando mucha atención…

—Qué he estado buscando las llaves de ese cuarto y no aparecen por ninguna parte… —me responde, como excusándose.

—¿Y exactamente, para qué las necesitas?

—¿No lo has notado? Sale un olor raro… creo. Sería bueno airear y limpiar esa habitación, que hace tiempo que no se hace. También —y antes de seguir, parece dudar—, también quisiera ver si se encuentra ahí una maleta gris que me prestó mamá. Y la beige, que hace tiempo que tampoco la veo…

Está mintiendo. Se le nota.

¿Maleta? ¿Olor? ¡Ja!

Claro que están ahí esas malditas maletas. Y las llaves, bien seguras en mi bolsillo.

—Ni idea de a donde fueron a parar esas llaves —le respondo—. Según recuerdo, solían estar en el colgador, enganchadas con un cable azul. Será que se habrán extraviado. En cuanto pueda, busco un cerrajero para que saque una copia.

Esto último lo digo solo para tranquilizarla, aunque me queda claro que sin mayor éxito.

Sábado – madrugada.

 La certeza de que me basta con extender el brazo para que mis dedos rocen su cuerpo acorazado es reconfortante. 

La oscuridad en esta habitación es ahora más profunda que antes, y su centro se presiente una negrura aún más densa y opaca, como si fuera la pura negación de la luz. Un millar de ojillos parpadeantes flotan alrededor, con su brillo tornasolado, magenta, dorado y cian.

No hace ningún ruido, aunque dentro de mi cabeza percibo nítido un zumbido sordo y entrecortado. Hay en el aire un muy tenue, casi imperceptible, olor a podredumbre, a azahar y a cadaverina.

Me decido por fin y extiendo la mano, la derecha. Tiene que ser la derecha porque en la otra llevo esa cosa que él me ha pedido.

Mis dedos lo rozan. 

Desde detrás de la puerta me llegan muy lejanos unos ronquidos estertorosos: imagino por un segundo la cabeza hundida en la almohada, sumida en el cenagoso sueño químico como en agua sucia. Esta noche me jugué el todo por el todo y cuadrupliqué la dosis: se la he ofrecido en una infusión de hierbas amargas. A pesar de que le sonreía, no pude dejar de notar el miedo en su mirada y el temblor de las manos que sostenían la taza.

En ese momento he comprendido que ella sabe, y que de alguna manera se ha convertido en mi cómplice.

Es una sensación rara en verdad. 

Mis yemas acarician una superficie palpitante que es a la vez lisa, arenosa y grasienta como una piedra, sin límites definidos. Está profundamente viva, y bajo ella siento como el chocar de pequeñas placas deslizantes duras y oblongas, que tienden a aglomerarse en el punto en que mis dedos rozan sus tegumentos.

Comprendo, infinitamente, que es un dios, y también que tiene hambre, y que está sufriendo. 

No tiene objeto seguir esperando: retiro la mano y es como si un latigazo restallara en todos mis nervios. Entonces me pongo de pie, desenvuelvo el cuchillo y dejo caer al suelo el paño de cocina. 

Conozco sin el menor resabio de duda lo que espera y lo que debo hacer. 

La perilla de la puerta girar sin vacilar bajo mi puño.

***

Porlamar, 14 de marzo de 2020.

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