🪦 Los muertos no vuelven

A Ildemaro y Haideé, mis padres.

Siempre ha habido algo, que nos ha mantenido de pie.

Francis Ford Coppola

Los muertos saben muchas cosas y no guardan ninguna fe por eso, ni rezan para que todo lo bueno se quede con ellos. Tienden a hendir la penumbra de los sueños con una flama cegadora. Yo lo presentí, de alguna manera estaban tratando de decirme algo.  

Era la primera vez que yo quería encontrarme face to face con un muerto. El consejo me lo dio mamá cuando la visitamos la última vez en el viejo town house de Nueva Segovia. El viaje para ir a verla había sido intenso, más por el trajín que por la distancia del recorrido. Un caucho cortado, once cambios de pañales, un vomito atravesado en la curva roja de Santo Domingo, siete paradas a la orilla de la carretera por indigestión repentina, cuatro horas para surtir combustible, una tranca en Guanare, dos alcabalas de revisión exhaustiva de serial y documentos del vehículo y una vaca atropellada bajo el sol más brillante de occidente. Finalmente, murió la pila de la bomba, de modo que llegamos a casa de mis padres montados en una grúa a las cinco de la mañana.

Fue una evidencia lastimosa para mamá conocer de cerca nuestra situación económica, ante ella, éramos como el símbolo de un amor muy golpeado y a punto de destruirse. Nos preguntaba con sus ojos qué era lo que nos había pasado, como si fuera imposible volver a una temporada de florecimiento. Se notaba el deterioro y los descocidos cada vez que teníamos la iniciativa de movernos en cualquier dirección. Los niños no lucían su mejor color, la ropa percudida y los pantalones ya muy cortos que ponían al descubierto sus tobillos. Las costillas marcadas en las camisas —para no decir que estaban muy por debajo del peso correspondiente a su edad—, con déficit de atención de lunes a lunes, sin disciplina ni buenos hábitos de estudio.

Nosotros, para terminar de acompañar la desdicha, presentábamos voluminosas bolsas de sangre tibia debajo de los ojos luminosos. La ansiedad de los últimos meses —sin ninguna vanidad propagandística— habían sido los más difíciles. El salario nos alcanzaba, incluyendo el bono de alimentación, las horas extras, más las nocturnas y fines de semana, para un pollo entero sin piel, dos kilos de cebolla morada y un cartón de huevos. Como verán, somos un line up de cuatro jugadores, y a veces cinco, porque tengo un bateador emergente de mi primer matrimonio.

La mañana siguiente, mamá no soportó más el doloroso exilio que nos habíamos impuesto y se me acercó al oído como un pequeño animal. Pronunció cada palabra mientras dábamos los primeros sorbos de café.

—Hijo, anda al cementerio viejo; allí están enterrados tus abuelos maternos, Rómulo y Obdulia.

«En aquel entonces —me contó—, ellos usaban buenas prendas, puro oro dieciocho quilates y plata italiana. Siempre quisieron ser enterrados así porque tu abuelo tenía una fijación con una revista sobre el imperio egipcio. Cuando le dimos sepultura llevaban todas esas joyas puestas como los faraones. Ya nos parecía exagerado lo de vendar los cuerpos. Recuerdo un rosario con un crucifijo muy bello, esclavas, cadenitas, anillos. Todavía deben conservarse debajo de la tierra. Es lo último que puedo hacer por ti hijo mío, no quiero verte más pasando esta roncha horrible. No te reconozco».

—¿Qué quieres que haga, mamá? —le pregunté.

—Exhúmalos y conserva su herencia. Eso sí, nunca los profanes.

—Gracias mamá —le contesté.

Nos despedimos con un abrazo más largo de lo habitual, ambos creíamos ver en esa decisión, la posibilidad de que el destino comenzara a alejar a su jauría de nosotros. Quería quedarme ahí en su cálida profundidad, en el estacionamiento de penas de sus hombros, donde siempre huele a un perfume en spray mezclado con alguna fritura, pero no podíamos perder más tiempo, el plan estaba señalado. Terminamos de arreglar el carro con el mecánico de la familia y nos fuimos con un aire nuevo, imperturbable. Tocamos la corneta varias veces, sacamos las manos por la ventana y dijimos adiós a todos.

Mientras manejaba en dirección al cementerio viejo, franquearon algunos recuerdos de los que no había tenido nuevas señales. Conducir tiene ese privilegio sobre la mente, en la medida que avanzas comienzan a aparecer todas las cosas que te atraen y que dejan de interesarte con el tiempo. Los niños y Janis permanecían viendo por la ventana sin hablar, pegados al vidrio con las facciones perplejas, dejando que todo quedara atrás como los testículos de un perro.

No conocí en vida a mi abuela Obdulia, todo lo que recuerdo me lo dijeron sus ojos asomados en el álbum enmohecido y lleno de polvo que conserva mi madre en el closet. Cuando uno detalla sus fotos amarillentas detrás del plástico, se intuye el espectro de un moribundo, da a creer que sus ojos no tienen el mismo origen que el resto de su vida, su mirada es como de una especie distante a ella, que busca la forma de comunicarse para apaciguar un dolor.

Era robusta como los sacos de papas que suben a los lomos de las bestias. No más grande que un cactus de San Pedro en un matero de tierra pisada. Virgen y mártir de los moros, con la piel entrecruzada de herencias quemadas por el fuego lento de la memoria y por el humo de los hornos de leña. Casi nunca quiso hablar, solo hacía resonar los dientes cuando quería volver escombros al silencio, como si prefiriera descomponerlo todo adentro o tener un jardín privado.

De Rómulo, en cambio, sí guardo pequeños recuerdosinterrumpidos que llegan como coletazos de una vaguada. Yo me encargaba de encender sus cigarros desde niño y a quitárselos de los dedos cuando se consumían solos, al quedarse dormido. Aprendí a fumar desde entonces. Tenía apenas nueve años y ya imitaba con destreza sus caladas más profundas. Lo recuerdo detrás de la polvareda de su casa, en un pueblo desusado y desértico, donde se cobran muy caro los errores de la sangre. Allí me llevaron muy pocas veces para no contaminarme de la sed de muerte de los vengadores más jóvenes, cuyas costumbres ya pasaban por las armas de fuego, porque el enemigo siempre rondaba, adoptando el rostro de ganaderos, sastres o mendigos. Al recibirnos siempre nos mostraba un arma muy larga parecida a una escopeta de manufactura casera. Era su única compañía después de la muerte de mi abuela, pensaba que de esa manera podía defenderse de la soledad. La visita no duraba más de una hora, luego de cumplir el tiempo que medía en un reloj de pared, nos corría a todos.

Era lamentable que los padres de mi madre, negros e indios como raíces, hayan tenido que sobrevivir tanto tiempo en medio de rencillas ajenas. El día que murió el abuelo Rómulo en mi habitación, quise saber a qué olía la muerte en los primeros minutos, pero no olía a nada, solo se desprendía el mismo olor húmedo, mezclado con el de cajas de cigarros acumuladas, los restos de comida escondidos entre las sabanas, y de las callosidades típicas del sedentarismo. Lo que sí descubrí, fue el tiempo exacto que transcurre para que los muertos pierdan todo el calor de su cuerpo. Pude presenciar los últimos espasmos, sin saber cómo atenderlo, como si algo me hubiera dicho que ya no tenía remedio y no podía interponerme. No fue difícil reconocer el momento justo cuando se desprendió de sus tres almas, una sentencia que tuve la suerte de aclarar tiempo después, a través del libro sagrado del pueblo Tarahumara del norte de México. Para las mujeres, en cambio, son cuatro almas, dado que ellas producen nueva vida. Mi abuelo era principalmente su cabeza y las manos, donde creo que guardaba el mismo código como el de un perro Shar Pei o un árbol de siete cueros. Sus raíces lo tiraban con insistencia y lo convertían en un duro doblez de tiempo. En el momento que confirmé que había dejado de respirar, me le acerqué a la coronilla y palpé sus verrugas escondidas entre los plegamientos de su corteza; las detallé como si en cada una viera un tatuaje gastado, que señalaba la muerte de todos sus hijos o semillas a punto de desperdigarse.  

Contemplé su cuerpo inerte durante un rato; antes de avisarle a la familia prefería verlo allí como un bulto despojado sobre la cama, lo mejor era llevarse un recuerdo cálido con el que pudiera hablarle a mis hijos. Le cerré la boca con una franela y me fumé un cigarro que obtuve del bolsillo de su camisa. Empecé a hablarle de lo mucho que nos faltó conocernos, y de las preguntas que no pude hacerle, sobre las emboscadas que planeaban sus amigos, para sorprender a las víctimas, en aquel pueblo de matones, de donde nunca quiso irse. Esa tarde tuve un examen de sensores remotos en la facultad de Ecología. La incomodidad que trae el duelo reciente me quitaba los reflejos más básicos, y por nada del mundo lograría hacer estereoscopía con las imágenes satelitales del Valle del Turbio, así que preferí entregar el examen en blanco y marcharme al bar “El Chivo la 44” para escribir la carta con la que me despediría de él durante el velorio.

Lo habían enterrado con los brazos cruzados, las manos rozaban las pistolas, también allí en el ataúd, relucientes. El sacerdote dijo que él nunca había enterrado a un pistolero y que no estaba seguro de lo que tenía que decir en un caso como ese. Preguntó a mi tío Orlando, si mi abuelo había cometido algún bien durante su vida o si acaso dio algún diezmo durante un domingo de misa. Al ver que el santo sepelio estaba detenido por esa razón, uno de los asistentes, que parecía un niño vestido con el cuerpo y la ropa de un adulto, apuntó con un arma al sacerdote en una de sus piernas, y fue así, como las oraciones bajaron desde del reino de Dios. Con el dinero que se encontró en el maletín que dejó el abuelo en mi habitación, pagaron los servicios de un mariachi, para que le cantara unas mil quinientas canciones durante varios años seguidos.

Seguí manejando, me sudaban las manos y el estómago relinchaba de hambre y nervios. Todavía no estaba seguro de lo que iba a hacer ni hasta dónde era capaz de llegar. El rostro de mis hijos y Janis seguían embutidos por el vidrio, aclarando mi decisión, haciéndome más fuerte. Tomé un desvío hacia los lados de Baradida y llegué a la casa de César, un amigo terapeuta de la ayahuasca y de los jugos verdes. Le pedí prestado algunas herramientas. Con un pico, un machete y una pala me bastarían. Fue un encuentro rápido, donde no pude explicar mucho. Nos abrazamos y le ofrecí la novedad para otro día, lo llamaría por teléfono. Arranqué.

Busqué en google:

Oro: Elemento químico, símbolo Au, número atómico 79. No era precisamente lo que me interesaba para hacerme de la confianza y el valor, tampoco quería saber sus puntos de ebullición, ni cómo era capaz de conducir la electricidad y el calor. En un momento así, yo solo tenía el deseo de saber la cotización del oro, en cuánto pagaban el gramo aquí o en Colombia. Seguí adelante.

Llevaba conmigo la impaciencia y la aprensión como dos hermanos corpulentos dispuestos a encaminarme hacia un pasillo estrecho. Estaban maltratando mis brazos, comenzaban a ponerme fuera de control, no era sencillo mantenerse equilibrado. Me solté como pude de la bruma mental y encendí el google maps en el teléfono. Mamá me dio las coordenadas exactas de la parcela donde los habían enterrado. Al llegar, me estacioné frente al puesto de la venta de flores, saludé con las buenas tardes, pero las chicas sin sostenes y en franelillas blancas, ocupadas en armar una corona fúnebre muy colorida, no me devolvieron el saludo. Tampoco una anciana con bata de dormir y lentes oscuros que acariciaba un gato sucio. Esa era la antesala de la muerte, así es como uno comienza a morirse. 

Salté la cerca, no entré por la puerta principal. Me llevé las herramientas conmigo y pedí a la familia paciencia. No tardaría demasiado. 

—¿A dónde va papá? —preguntó Koán, el más pequeño.

—Ya viene —le respondió Janis.

Debía hacerme de otros recursos, las nociones de física y del subsuelo no funcionan de la misma manera en los cementerios. No me iría sin antes completar la herencia. Podía estar seguro de que cada vez estaba más cerca de la bendición eterna: «vamos mímismo, este es tu clímax, tu crisis estelar está a punto de sublimarse, ahora viene tu proclama, mímismo, tu mundo especial». Continué dándome aliento: «no puedo dejar esperando tanto tiempo a los niños y a Janis en el carro, les prometí que los llevaría al parque del Este a montar bicicleta. La operación debe ser rápida aunque no lo parezca, pediré ayuda a algún visitante si es necesario y ofreceré una buena comisión. Compartiremos el botín con los elegidos. Voy a rescatar las joyas de la antigua corona que forman parte de mi futuro».

Todo el camino era de tierra resquebrajada, sin embargo el monte venía tragándose los mausoleos. Apenas podían notarse algunas cruces a lo alto, como si fueran las pequeñas estructuras desnudas de unos barcos abandonados. Era una muerte de muy bajo presupuesto, donde los muertos no parecían hablarle a nadie. La extensión de la parcela no terminaba en el límite de la mirada; el gris era un telón de fondo y no mostraba indicios de querer irse. Fui haciéndome brecha con la ayuda del machete y aproveché de espiar algunos nombres en las lápidas más cercanas a mi paso; ninguno me era familiar, simplemente nombres de cualquier lugar y cualquier origen, no pude imaginar ninguna vida aparente detrás de ellos. Me recosté en uno de los mausoleos, dejándome tragar por las malas hierbas y las ilusiones.

«Con ese dinero vamos a resolver la operación del prepucio de Koán para que no le duela cuando orine, y rectificar el motor del Fiat —me dije—. También voy a cambiarle los amortiguadores y le pondré faros de neblina, con los que alumbraremos la montaña cuando debamos subir a casa de noche. Será suficiente para comprar un buen mercado de proteínas, sobre todo chuletas ahumadas, chorizos españoles, costillitas de cerdo, lomito, puntas traseras, pechugas de pollo, pernil y churrascos de solomo, en una escala variada entre los mejores contornos, quesos y aperitivos. Planificaremos parrillas con la intención de compartir entre familiares y amigos, antes de convertirnos a cualquier religión vegetariana. Después nos iremos al mar y compraremos una lancha: vamos a pagar buenos hoteles y posadas en Mochima, Los cayos, Playa Parguito, Isla de Coche, Cubagua, La Tortuga, Cata, Choroní, La Ciénaga de Ocumare, Cuyagua, Cepe, Araya, El cabo San Román, Los Roques, El Golfo de Cariaco»

—Tomaremos cerveza de tercios por cajas y pediré raciones de ostras, quiguas y pepitonas que alcancen para todas las tardes felices que viviremos de ahora en adelante —me hablé en voz alta, como si hubiera alcanzado por primera vez una seguridad en mí mismo, atrevida y desafiante.

«De regreso nos llevaremos en una cava varios frascos con mariscos y moluscos de todos los colores: “vuelve a la vida”, “rompe colchón”, “siete potencias”, “mata suegras”, el que te pone los ojos azules, afrodisiacos que nos durarán lo que nos quede de matrimonio. Cambiaremos los lentes redondos de Janis para renovar su visión con una formula actualizada, sustituiré los Adidas con la suela comida, para dibujar nuevos trayectos, compraremos prendas de ropa interior amarilla, y viviremos la noche de fin de año todos los días. No aguanto una media más con un hueco, por donde se me sale el dedo gordo como un hombre con un penacho cortante sobre la cabeza. No sé zurcir nada que me pongan sobre las manos.

»Cambiar el techo de la casa que se viene pudriendo desde las columnas hacia el interior porque no lo sellamos antes de instalarlo, comer en el Chef Woo un plato de pachenchou, un guantonmei, unos tallarines de tres carnes en plato caliente o unas lechugas rellenas. Pagar las deudas del colegio, el condominio, arreglar la planta eléctrica, comprar una botella de Blanc de Blancs, una de whisky japonés, una de Amaro Lucano 1894, una de ron Pampero aniversario, una de muscat, una de pisco acholado, una de mezcal ojo de tigre. Reponer todos los préstamos, comprar buenos libros de Akutagawa, no importa el precio, comprar una antena de internet satelital, pagar cinco años de Netflix, Amazon prime, HBO. Ir a un concierto de The Flaming lips, conocer en persona al actor Michael J. Anderson, de Fire Walk with me, escribir una carta a Samanta Schweblin para que nos muestre sus siete casas vacías y sus pájaros en la boca. Complacer a mamá para que haga un viaje con todo incluido a Singapur como fue su sueño toda la vida, y en el camino de regreso hacer parada en algún safari de África para que vea a las cebras en su hábitat natural y compruebe que son animales reales, pintados por una mano diestra. Invertir en un buen negocio: un mini market 24h, un bodegón de delicateces importadas, un delivery que vaya y venga al fin del mundo, eso es lo que vamos a hacer».

En el transcurso, el monte iba haciéndose cada vez más escaso, libraba el espacio de ponzoñas, matorrales y cujíes que se venían encorvando a causa del viento y la luz distante, como visiones magulladas. A continuación, la tierra se mostraba mucho más agrietada y seca, había huellas y estiércol de cabras y roedores a cada paso donde me movía. Encontré en el piso una placa suelta, le quité una capa gruesa de polvo que traía encima y leí. Justamente estaba escrita con el nombre de mi abuelo: Rómulo Sánchez (1928-1997), así mismo, mostraba en alto relieve un epitafio hundido en el metal, indescifrable. Podría decir: «No volveré», o quizás, «al fondo de esta tumba se ve el mar», cualquier cosa. Lo cierto es que debe estar cerca,  afirmé. «Mímismo, llegó la hora de comenzar tu reino, recojan los vidrios». Di dos pasos hacia adelante y me encontré en el sitio, pude reconocer que había estado ahí hacía muchos años. El asistente artificial de google maps me dio una cordial bienvenida, felicitándome con su voz mal hablada en español, por haber llegado al destino seleccionado, siguiendo la ruta más cómoda y rápida a pie.

Sentí una neblina deslizándose sobre todo el horizonte que me había trazado en forma de esperanza, y se ponían de nuevo las cosas en blanco, como si la verdadera felicidad fuera saber que nunca serás feliz, y que sin embargo, no te importe. Mis padres me engendraron para este juego arriesgado y hermoso, me legaron valor y coraje, no quiero que la sombra de la desdicha se incline para siempre a mi lado. Perdí de pronto el centro de gravedad, me vi obligado a abrir los brazos para no perder el equilibrio. ¿Cómo no pude pensar en eso antes? ¿Por qué la familia no los echó en una paila como a los vikingos con dos monedas en los ojos para pagar al Barquero? Mis pobres abuelos merecían ir a Valhalla.

Mi primera reacción fue terminar de abrir las urnas, el olor todavía era desagradable adentro, como de sueños que han sido fermentados desde el origen de las especies. Los blancos huesos de mis abuelos se encontraban fuera de lugar, esparcidos como pistas silenciosas sobre la tierra. Igual no habría forma de reconocerlos, todos se parecen mucho y en cualquier momento nacerán hongos y tréboles entre sus orificios, y se los comerán. Rastreé desesperado para ver si aún permanecía algún vestigio de las joyas prometidas, un collarcito, una argolla, o un anillo por lo menos en algún dedo de calavera. Rasgué por todas partes con el desespero metido entre las manos, sin importar el daño que me hacía entre las uñas y los dedos, por donde se filtraba el sucio y el olor. Me encontraba ante la angustia de quien se sabe a la merced de un Dios que no siempre es justo, como si del último susurro antes de morir ahogados se tratase. Pronuncié la palabra Dios tantas veces que se desfiguró su sonido, ya la palabra era otra. Dios, o lo que sea que estaba nombrando, no atiende estos asuntos, cuando mucho, deja caer una llovizna o lanza una brisa fresca.

Se habían encargado de pasar la aspiradora con una precisión absoluta. Levanté la tapa de uno de los ataúdes y la golpeé con el puño cerrado, en mi demostración más cabal de la rabia y la impotencia, que se hacían sobre mí como hermanas huérfanas que cuando dan un golpe se desmayan por un rato. Así se consumían mis únicos ahorros inexistentes.

Había ataúdes profanados a los lados, con cadáveres recientes. A veces ocurren incidentes grotescos que resultan tan extraños, que parece que no están sucediendo incluso mientras están sucediendo. No obstante, se veían los rostros picados, los cuerpos tendidos, sin músculos, ni corazones, ni cerebros. Me senté en el mausoleo de enfrente donde se hallaba la tumba sencilla e intacta del famoso concertista Alirio Díaz, quizás la única que mantenía un aspecto deslumbrante y limpio. Me santigüé sobre la frente e inicié una meditación que aprendí en el Tíbet de niño, repetí mudras tranquilizantes, especiales para emergencias y me fui calmando.

Las ratas habían comenzado a hacer su trabajo con los cuerpos que aún conservaban algo de carne blanda, al igual que muchos otros animales que nunca habían visto el sol y fueron traídos a la superficie como si fueran los malos recuerdos de algunos muertos. Me levanté para mirar y seguir caminando hacia lo profundo de aquel depósito de víctimas. Debía hacerlo con cuidado, me percaté que todo alrededor estaba colmado de huesos dispersos y de las ropas consumidas que todavía conservaban sus etiquetas. Busqué de inmediato en google algún artículo sobre profanadores de tumbas en Venezuela y encontré que posiblemente se trataba de la gente de la religión del palo, porque ellos se nutren de cráneos y fémures para cocinarlos en un caldero como parte de un ritual, junto a doce tipos de árboles y tierra de cementerio. Aproveché de quitarme la religión de encima, el país, los aliados y aprendí a estar en silencio como me enseñó mi instructora de sexo tántrico.

De regreso a la entrada, con apenas unas ráfagas de crepúsculo en el horizonte, observé como varias procesiones familiares, vestidas con trajes oscuros y  antiguos, detrás de una cortina de polvo, dejaban lucir sobre el pecho enormes rosarios, donde se confundían las lágrimas y el sudor. Estaban en la misma situación, aunque muchos no lograron controlar sus ímpetos; convirtieron el duelo en una extraña pelea, y se lanzaron a llorar y a gritar el nombre del muerto en el piso. Uno de ellos, al parecer, había fallecido recientemente, por eso intentaban reconocer las partes sueltas para volverlo a armar. Buscaban insistentes la cabeza, porque desde la cabeza uno puede imaginarse mejor el resto.

Corrí de vuelta al carro para dejar las herramientas, y en el trayecto, varias manos curtidas y llenas de un lodo oscuro brotaron desde las primeras capas del subsuelo y me tomaron de los tobillos con fuerza. Una de las manos llevaba un reloj Casio de calculadora, las otras eran manos de mujer, tenían las uñas enroscadas y muy mal pintadas. Como pude forcejeé pero fue inútil, me tumbaron al piso. Rasgaron mi ropa, intentaron meterme las manos en los bolsillos, me quitaron algunos billetes y una estampita de San Judas Tadeo que cargaba en la billetera para no quedarme sin trabajo nunca. Pude salvar el teléfono porque lo tenía en la mano. «Déjenme quieto nojoda», les grité y comencé a patear como un niño rabioso o un animal acosado, para intentar soltarme, porque yo nunca había peleado con alguien que ya estuviera muerto. Estos seres solo salían de la tierra con la mitad del cuerpo, como si la otra parte todavía estuviera formándose. Me hirieron varias veces; yo golpeé todo lo que daban mis brazos, pero tenían en sus actos los secretos de la muerte, por eso resistían. Me iban a matar sino me las arreglaba pronto. Lo más cerca que había estado de algo así, fue en el video de Thriller hace muchos años, todo lo que sale en la televisión con el tiempo se hace verdad. En cada movimiento dejaban ver su rostro dentro de la tierra con sus ojos flamantes y amarillos. Tomé varias piedras del piso, señalé al más cizañerode todos y le conecté una al centro de la frente. El rostro se le hundió, escupió un líquido viscoso color mostaza, me llegó al bolsillo de la camisa y a la mitad del cachete. Luego vi cómo enseguida le brotó una costra verdosa tapando el boquete. Cuando logré desmarcarme busqué una de las maletas en el carro, la desocupé y me la llevé de vuelta al lugar. Les hice señas a los niños, ya me faltaba poco para concluir mi objetivo, no era algo que lamentar, había una ley que me consagraba: siempre que llega el turno, cambian las reglas. Fui a traerme los huesos olvidados de mis antepasados, como quien recuerda que si no fuera por el último minuto, nada se haría. Allí estaban todavía contenidas las melodías, los arrullos que no llegaron a tiempo sobre mis sueños, se suponía que las canciones de cuna no hacían llorar, cantaba las palabras que decía y continuaba hacia adelante. Si el mundo fuera otro, yo no hubiera querido venir. Así que intenté contar doscientos seis huesos como me habían enseñado con un pendón sobre anatomía que papá compró en un semáforo en la avenida Lara. Algo me pagarían por eso.

Nunca podría haberme acostumbrado a la vaga sustancia de la eternidad, ni a las  morelejas. Ya sentía bajar los últimos palazos de tierra sobre mi propia fosa y había que ensanchar la espalda para soportarlo y aprender a cambiar de misión como todos los muertos; me iban a enterrar de pie. Me fui como siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman penuria y trabajo. Podría seguir viviendo con esperanza. No hay nada extraordinario en morir, cualquiera puede hacerlo. El tiempo en ese lugar no obedecía a espadas ni naves de ningún orden, así que me retiré, como lo hace un feligrés cuando escucha las siete campanadas.

Al salir, me crucé con un hombre que vestía el pantalón de un mariachi, afinaba un viejo guitarrón y creo que se disponía a entrar al cementerio, después de que yo saliera, como si buscara intimidad. Las mujeres y la anciana del local de las coronas fúnebres ya no se hallaban en su puesto de trabajo, pero el gato aún resguardaba la puerta metálica como si fuera la única alma dueña del negocio. Se levantó y comenzó a caminar con discreción cuando me vio a la cara, intentando confundirme sobre lo que ya sabía.

Mucho más pesada, metí la maleta en el carro. Janis mantenía los labios apretados. Hizo un movimiento con la mano, leve. Yo lo vi como un gesto hermosísimo, una geometría sin errores, y no como una pelea anticipada de si la vida es un duelo o no.

—¿Todo bien? —me preguntó.

—Con esto resolvemos —le contesté.

Encendí el motor y fue como si comenzara a grabarse una road movie. Dejé la marca de los cauchos en el asfalto y nos pusimos en el camino.

—Papi, ¿vamos al parque? —saltó Liana cerca de mi oído.

—A eso fue que vinimos. ¿No?

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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