¡Bingo!
Javier Miranda-Luque
“No existe lugar para el error ni para el arrepentimiento.”
(I Ching)
Está decidido. Somos cuatro: Tomás, Ricardo, Guido y yo. Mi hermana y mi esposa están enteradas. El plan es impecable. Los riesgos están calculados. De tanto recorrerme los casinos, identifiqué el más vulnerable. Ya sé que me he radicalizado, sin peros, me he radicalizado. El casino elegido es el menor, con menos público, menos vigilancia, menos dinero. Y más vías de escape. La rutina me la conozco al pelo. No la han variado para nada en los últimos cuatro meses. Han sido 120 largos días de vigilancia y supervisión por parte nuestra. Hemos asistido solos y acompañados, con y sin mi hermana y mi esposa. De lunes a viernes, abren al mediodía y cierran pasadas las cinco de la madrugada. Como un reloj suizo. Sábados y domingos, prácticamente, no cierran. No tiene sentido parar la máquina de dinero. Si la gente quiere gastar, aquí le ofrecemos desayuno, almuerzo, merienda y cena. Buffet de medianoche y canapés surtidos. Tequeños y pasapalos. Delicatesses. Café, alcohol, tabaco. ¡Se lo llevamos a la mesa! Tanta amabilidad despierta sospechas. ¿Y si, finalmente, la fortuna nos sonríe? ¡Una sonrisa con grandes dientes filosos y cuidados! Caballeros, hagan juego, ¡la suerte está echada y hoy vamos a saber de qué estamos hechos!
El asalto es este jueves de quincena. Entramos los cuatro por separado a distintas horas: yo, después de las dos a-eme, recorriendo panorámicamente el casino para prevenir cualquier disfunción operativa; Guido, a las tres, y se instala en el nivel superior con visión de todo el local; Ricardo, a las cuatro, y se queda en la sala de planta baja, custodiando el único acceso; Tomás entra a las cuatro y cincuenta, con su maletín médico, buscando el acumulado del día en el bingo. Su sangre fría da para eso y mucho más. Antes ha estado fuera, comprobando la regularidad del patrullaje policial. Mi esposa y mi hermana (mis hijas y mis sobrinos están a buen resguardo fuera del país), tienen la misión primordial de crear falsas alarmas policiales y bomberiles como elemento distractivo que concentre la atención de los diversos cuerpos de seguridad en puntos lejanos de la ciudad (y como aquí nunca pasa nada, cualquier situación de emergencia convoca a todo funcionario adscrito a defensa civil, inteligencia militar, policía política, círculos revolucionarios, brigadas de orden o apagafuegos voluntarios), y a los medios de comunicación. Su segunda responsabilidad consiste en esperarnos en dos lugares pre-establecidos diferentes con documentos de identidad falsificados, mudas de ropa, maletines de viaje y la flota automotriz en los que finalmente nos desplazaremos. Del casino huiremos en dos automóviles, por vías diferentes, para dificultar que nos persigan o atrapen. La acción está cronometrada y ha sido ensayada, en contextos similares, media docena de veces. Nuestra inversión de tiempo y dinero ha sido cuantiosa, sacrificando hasta el último de los recursos disponibles, incluidos sendos préstamos hipotecarios. Mantenemos contacto celular. Este proyecto no puede fallar. No hay lugar para errores ni contratiempos. El servicio blindado de recolección de efectivo pasa, religiosamente, a las cinco cuarenta y cinco de la madrugada, hora en que ya hay tránsito denso en las áreas circunvecinas, por tratarse de un enclave industrial densamente ocupado.
La nueva aleación de las Glock 9 mm no son rastreables por los detectores de metal del casino (el gran error de esta gente es haberse quedado atrás en materia de seguridad: tienen una única entrada y salida frontal, su tecnología oriental de segunda mano es lenta y desfasada, sus vigilantes son viejos, sin entrenamiento, mal armados y peor pagados, lo que implica que no van a poner en peligro su integridad física para defender nada). Los cuatro llevamos chalecos blindados y un par de armas cada uno, con 16 proyectiles en el cargador. En los autos de huida nos esperan dos subametralladoras Uzi y unas pocas bombas de humo. Nuestras mujeres tienen otras dos Glock con varios cargadores de repuesto. Cinco en punto. Cantan el último bingo. Tomás vacía la bóveda posterior y Guido la de arriba.
Uno de los que tenía dolientes cayó. Ensayo cómo decírselo a mi hermana. Fue un solo disparo, mortal, en la cabeza. Ricardo quedó tendido en la acera, a pocos pasos del Fiat que Tomás había robado. Guido alcanzó a abrir la puerta y empuñar la Uzi, escupiendo una sola ráfaga continua contra la fachada del casino. Eso fue lo que nos salvó a nosotros. Tomás tomó el volante y yo me quedé petrificado, viendo a mi cuñado con el lento fluido de sangre que le enrojecía su cabello blanco.
El empujón que me dio Guido me hizo reaccionar en cámara rápida, recogiendo el botín que cargaba Ricardo. Monté los dos bolsos en el Fiat y arrancamos sin dejar de disparar la subametralladora. Abandonamos el otro auto frente al casino y enfilamos hacia el lugar de encuentro más cercano, donde nos esperaba mi esposa con el motor encendido de la van de carga. Durante el trayecto, mientras nos cambiamos de ropa, le narramos lo sucedido.
Mi hermana intuía el desenlace. Lloraba en silencio cuando nos mudamos al camión cava. Tomás, ahora con un aspecto completamente diferente, volvió a ponerse al volante. Los demás íbamos atrás, ocultos en el doble fondo, en obstinado silencio, ocupados en combatir el frío que nos invadía desde adentro. La temperatura de cinco grados centígrados que preservaba la carne no nos hacía mella. Ni eso ni el olor agreste de la sangre del caído que nos seguía acompañando.
El rojo es un color que no percibo (sin ser daltónico, obviando la escala de grises, se me tiñe del negro más denso). Yo no he vuelto a apostar en mi vida. Mi esposa ya no trabaja. Con mi hermana y mis sobrinos, formamos ahora una familia bilingüe muy compacta que juega al presente continuo como único tiempo verbal.
(Caracas, 2004)