“El graduado surgirá de nuestros cursos
con todo un arsenal de tácticas, técnicas y herramientas
para encararse de frente con el mercado laboral
y, con suerte, sobrevivir a la experiencia”
(Folleto Publicitario del Instituto Charles Darwin)
Mi amigo Omar Coromoto se gana la vida como piloto de pruebas, pero de alimentos y bebidas, con un master en jabones y detergentes; champús y acondicionadores de cabello, desodorantes y perfumadores de ambiente; bronceadores y bloqueadores solares; dentríficos, enjuagues bucales y cepillos de dientes.
Omar es, poco más o menos, un bípedo de laboratorio, un mamífero adulto caucásico, un animal experimental (¿qué tal?), un “sujeto de investigación inducida”, como reza su carnet de identificación, sobre el que aplican toda clase de menjurjes, cremas y lociones de estricto uso externo, además de todo lo que le suministran por vía oral, que nuestro amigo soporta estoicamente sobre su “brave body” o, si prefieren, su cuerpo nada cobarde.
De más está decir que Omar se gasta buena parte de lo que cobra (y gana bastante bien) en consultas periódicas con su médico internista quien a su vez lo remite a un conjunto de especialistas multidisciplinarios entre los que destacan alergólogos, inmunólogos y dermatólogos, ya que Omar se lo pasa de una erupción a otra, amén de diversas dermatitis, eczemas, urticarias, infecciones, inflamaciones, intoxicaciones, virosis desconocidas y toda (mala) suerte de alergias extrañas.
Y aparte del sueldo, a este héroe anónimo, clandestino y silencioso que es Omar Coromoto, nadie le agradece ni reconoce su invalorable contribución al desarrollo y mejoramiento de la casi totalidad de productos que nosotros, el resto de los mortales, usamos en nuestra vida diaria y que él padece en carne propia, sufriendo sus efectos devastadores, hasta que se logra la fórmula correcta, la gradación exacta de ingredientes para que el nuevo champú, por ejemplo, no ocasione caspa.
Recuerdo que, en un principio, con el entusiasmo inicial del recién graduado que es precozmente “seleccionado y reclutado”, Omar se lanzaba con empeño a probar producto tras producto, llegando a proponer, en plena etapa de su entrenamiento, un nuevo uso para el Géitoreyd como bebida afrodisiaca y vigorizante sensual. Su esposa, en ese entonces, estaba felicísima.
Y es que ahora el pobre Omar se nos está quedando calvo, sin dientes, con los ojos desorbitados, la lengua blanca, la piel reseca y agrietada. Omar parece un arcoiris ambulante que pasa del color bochorno al pálido esperpéntico, del morado asfixiante al verde sospechoso, del amarillo hepático al negro cucurumbé, cuando su tono de piel original es el rosado rozagante del típico bebé holandés que protagonizaba aquella cantidad de cuñas publicitarias.
Porque Omar Coromoto medía, antes de comenzar a trabajar en esto, un metro noventa y seis, batiendo al viento su ondulada melena cobriza. Pesaba sus buenos 120 kilos y no lo podías invitar a comer porque te dejaba arruinado en una sola sentada, excendiendo el límite de tu tarjeta de crédito, mientras reía con su carcajada ruidosa y desentonada. Omar era para nosotros (y así lo llamábamos) un auténtico Olafo.
Y hoy (¡ay, hoy!), Omar se parece a un popeye descafeinado, sin barco y con síndrome de abstinencia de espinaca. Porque nuestro ex-Olafo se ha vuelto un producto “light” que no es ni esto ni aquello, ni lo otro ni lo demás. Su propia esposa se lamenta que ya Omar “nada de nada”. Que Omarín, como aquel refresco que tuvo que tomárselo todo el fabricante porque no tenía nada que ofrecerle al consumidor, no tiene sabor, olor, color, burbujas, cola ni extremidades.
Por eso hemos constituido la “Asociación Civil Amigos de Omar Coromoto”, con el objetivo prioritario de lograr jubilarlo prematuramente de su trabajo, intentando preservar la poca salud y el poco cuerpo que le quedan: Omar se ha encogido por lo menos medio metro y debe estar pesando nunca más de 50 kilos. Las misiones subsiguientes de la ACAOC son alertar a los padres y representantes acerca de los riesgos y “enfermedades profesionales” que acarrea esta carrera, a ver si convencen a sus hijos para que no se inscriban en ella.
El Instituto Charles Darwin, por su parte, único licenciatario en Venezuela de la “Internacional Very Dangerous & Risky College For Fast Young Workers” intenta por todos los medios detener nuestra campaña en su contra, pero nos tememos que ellos, por simple ley del más fuerte, tienen todas las de ganar.
Esta escuela nocturna con sucursales en todo el país ofrece cupo sin exámen de admisión ni listas de espera. Además, la inscripción es baratísima, dan cursos de inglés gratis, becan a los físicoculturistas, no raspan a nadie y los estudiantes salen graduados en apenas 9 meses, con un contrato de trabajo firmado por la “Frank Stein Laboratories” o por la “Doctor Jekyll Cosmetics And Food”. La carrera continúa…