La “medida de confinamiento extremo” me ha pillado en la Biblioteca Nacional. Siempre he afirmado que resulta una bendición esto de trabajar exclusivamente fines de semana y días feriados. ¡Vamos, cuando nadie más se lo quiere currar! Y yo es que no tengo mujer, familia ni perro que me ladre ni se orine los rincones del ático. ¡Otra bendición en mi vida! Apenas atesoro un cactus al que he bautizado Darwin por aquello de lo espinoso que es la supervivencia. Yo trabajo súper feliz en carnaval, semana santa, navidad y año nuevo cuando estos miles de metros cúbicos (¡hay que tener en cuenta los techos tan altos!) están igualitos al desierto de Atacama, aunque sin arena. Aquí esto está impoluto gracias a la empresa de limpieza de un colega que fue quien me consiguió este empleo de segurata jurado.
Mi turno comienza a las nueve de la noche y concluye doce horas después. Se supone que debo hacer recorridos de 40 minutos sucesivos patrullando estas vastedades y tomarme 20 minutos de receso. Así, multitask que soy, ejercito mi sobrepeso combinando caminatas a ritmo muy sensato con mis tareas de “vigilancia”. Ya sé que estoy monitoreado por los cientos de cámaras y detectores digitales de movimiento estratégicamente ubicados que no dejan ningún punto ciego. Por ello cumplo a cabalidad con mi contrato de trabajo aceptablemente remunerado que me permite disfrutar de un “microclima exento de humedad y elementos contaminantes, idóneo para la conservación de los diversos tesoros bibliográficos que alberga la Biblioteca, acervo cultural de la nación.”
A escasos minutos de finalizar mi turno, he recibido la llamada telefónica del supervisor. Me ha comunicado que, debido al confinamiento, nadie podrá personarse en la institución con el propósito de relevarme en mis funciones de vigilancia. Me recita el ordinal número 23-A, incisos 5 y 6, de mi contrato laboral, referido a “vicisitudes excepcionales”. La obligatoriedad suscrita por ambas partes, ente empleador y empleado, me confina en la Biblioteca por tiempo indeterminado, cobrando tarifa completa más un plus del 20%, a cambio del ejercicio pleno de mis funciones asignadas.
Confío yo en que Darwin (¡el cactus!) resista la carestía de agua y la ausencia de mis peroratas en arranques inspirados que abofeteaban la cotidianidad con disertaciones propias aderezadas con citas textuales de Max Stirner y Walt Whitman (junto a Hermann Hesse, mis autores de cabecera). Darwin debe apelar a los mecanismos de supervivencia del más apto que postulaba su barbudo homónimo británico para sortear los abismos rutinarios del hastío.
La buena noticia es que tengo acceso irrestricto a la cocina y al comedor donde almorzaban, de lunes a sábado, un buen centenar de trabajadores. He comprobado el inventario de provisiones y debo decir, para mi tranquilidad, que voy súper bien de pertrechos. Ahora, cuando me apetezca un whisky, me veré obligado a okupar el despacho del Director. Allí está el único open bar de la Biblioteca, privilegio jerárquico que el viejo mandamás –otrora poeta con media docena de preseas a cuestas– paladea a diario. ¿Será que el whisky es bueno para los poetas y el ron más adecuado para los narradores? Me lo pregunto porque una anécdota que se reitera en los baños para empleados de la institución es que don Miguelángel Asturias escribió su novela El señor presidente a punta de océanos pacíficos de ron guatemalteco Zacapa.
Ya que la videoteca está cerrada a cal y canto (¡y no me atrevo a forzar la cerradura!), me ha dado por ponerme a leer cosas que jamás se me hubiesen ocurrido. Ocurre que la sala de lectura más confortable, donde me siento más a gusto y sin saber explicar por qué, es la contigua a la sección de Clásicos religiosos. Entonces, heme aquí recitando a viva voz a san Juan de la Cruz (¡demasiado blandito y llorón para mi gusto!) a quien pronto he sustituido por el pícaro Agustín de Hipona: “Dame la castidad pero no ahora.” (¡santa palabra la suya, sí!).
Ateo que siempre he sido, estoy flipando con las miles de páginas de la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino. Sus Objeciones son patibularias: “A un agente óptimo le corresponde producir todo su efecto de forma óptima. Sin embargo, no en el sentido de que cada una de las partes del todo que hace sea absolutamente óptima, sino que es óptima en cuanto proporcionada al todo. Ejemplo: Si toda la perfección del animal estuviera en el ojo, que es una parte, se anularía la bondad que tiene todo el animal. Así pues, Dios hizo todo el universo óptimo, atendiendo al modo de ser de las criaturas, no a cada una en particular, sino en cuanto una es mejor que otra.” (página 613).
Entre tanta lectura piadosa he de confesar, queridos hermanos, que he perdido la noción del tiempo. Aún dispongo de alimentos, agua potable, café y refrescos, pero se ha agotado el whisky, el ron, el brandy y la ginebra. La máquina de hielo sigue funcionando de maravilla y estoy contemplando mudarme al consumo de vodka, mezcal y tequila, tres gracias etílicas que sobreviven, esquivas, en el open bar del vate, bardo, poeta.
Mi uniforme de vigilante está hecho trizas al tener que lavarlo en el fregadero de la cocina, con lavaplatos líquido arranca-grasa y secándolo en el microondas. Ya usé todo el desodorante y frascos de colonia que guardaba el Director en su baño privado y siento que me persigue, pegado a mi ropa, el olor cítrico del lavaplatos. No hay, tampoco, ni jabones para bañarme o lavarme las manos ni crema dental ni Listerine. Hoy, saludándome en el espejo, me he encontrado a Tom Hanks greñudo y con pinta de recogelatas (¡buenos días!, me ha dicho en perfecto español y sin subtítulos).
Stuttgart, septiembre 2020.