“Te voy a matar un millón de veces”
(Chiste rutinario de un comediante asesinado)
Más que un cereal killer, yo lo que soy es un simple aficionado a las películas de crímenes que me he pasado un poco de la raya y, en mi fanatismo, me he ido apasionando hasta ponerme a imitar a algunos de esos maniáticos y psicópatas que aparecen en pantalla panorámica, versionando los crímenes y cometiéndolos yo mismo, como diría el propio Frank Sinatra, “a mí manera”.
Sin error y sin enmienda (llevo la cuenta perfectamente, dado que soy contador público colegiado) les confirmo que hasta la fecha he “cuadrado” 26 crímenes perfectos, cada uno de ellos rigurosamente clasificado en su género y especialidad, sin reincidir en “modus asesinandi” (incluidas armas y estilos), ni repetirme.
Mis crímenes, eso sí, no llevan firma. Yo no castigo a nadie ni pretendo dar mensajes ejemplarizantes. Tan sólo mato y ya está. Liquido. Desaparezco de la faz de la tierra. Aniquilo. Sin crueldad y sin anestesia. Rápido y certero. Jamás de los jamases me ensucio las manos ni dejo huellas frescas ni ninguna clase de evidencias. Un sólo descuido y estás frito. Yo asesino tan fresco y limpio como un silbido.
Matar es, para mí, un hobby, un divertimento, una afición de fin de semana. Si existiese un club me inscribiría en él o me suscribiría a publicaciones especializadas. Pero no las hay o yo, todavía, no me he enterado. Claro que serían como cofradías del silencio, santas hermandades o sociedades súper secretas. En todo caso, que quede claro, quisiera ser miembro.
Y si bien el asesinato deportivo es mi forma muy particular de matar el tiempo libre, durante la semana laboral trabajo durísimo maquillando balances personales y empresariales, actualizando la contabilidad de corporaciones, trampeándole al impuesto, restando aquí para agregar allá y pare usted de contar. O sea, otra clase de crímenes, el papel lo aguanta todo y generalmente me ensucio de tinta las mangas largas de mis camisas blanquísimas merced a la acción portentosa de Névex.
La otra noche me dio por eliminar a la señora que sirve el café en la oficina y me mira feo todas las mañanas, entregándome siempre un café tibio y lleno de residuos. Decidí darle un trago de su propia medicina y le proporcioné tal sobredosis de cafeína que la mujer se murió con los ojos tan abiertos que no hubo forma de cerrárselos. Pero no se crean, en general yo no mezclo mis cosas personales con mis crímenes, así como nunca me llevo a casa el trabajo sucio de la empresa.
Me considero a mí mismo como un limpiador profesional que enmienda sin dificultad los errores ajenos. En la oficina arreglo las cuentas que no dan y en mi personalidad secreta me deshago de toda esa gente indeseable que pulula por allí haciéndole la vida más difícil a los demás. La otra tarde, sin ir más lejos, asesiné a un chofer que intentó estafarme con el taxímetro y al encargado de la tintorería que no me desmanchó el flux verde lo puse a nadar en líquido quitamanchas. No usé la secadora industrial para ahorrar un poco de energía y yo tengo conciencia conservacionista sin llegar a gritar como Greta-verde-comemocos.
Ellos, los grandes asesinos cinematográficos (Copycat, Seven, El silencio de los corderos, por citar sólo tres de las películas más taquilleras) me han enseñado todo lo que saben, ilustrándome, y yo, alumno aventajado, los he venido superando, uno a uno, igualándome casi-casi que con el doctor Hannibal Lecter, aunque sin canibalismo ni cosas raras porque soy híper-ético.
Nada de crímenes sexuales tampoco, pues yo tengo mi moral y creo que no hay que relacionarse íntimamente con las víctimas. Eso sería como aprovecharse y yo tengo tendencias igualitarias, ya que todos hemos sido creados a imagen y semejanza. Por eso practico la máxima de asesinar a cada quien como se merece y entonces procedo a enterarme muy bien de las costumbres de mis clientes.
A veces me ha tomado años aniquilar a alguien que me ofrece, todavía, algún misterio. Eso les ha salvado la vida a varios. Pero en general actúo rápido y decidido, contribuyendo con el problema de la sobrepoblación del planeta. Y pensar que nunca me van a dar un reconocimiento. Es una labor compleja y callada, como de hormiguita en obstinación sostenida.
Respeto mujeres embarazadas, gente obesa (por el trabajo que dan para deshacerse del cadáver) e infantes. Por lo demás no tengo ningún tipo de prejuicio y en mi colección de fotos polaroid figuran hombres y mujeres, entre 19 y 55 años, de todas las preferencias sexuales, profesiones, estaturas y colores. Recuerdo con especial cariño a un cocinero de restaurant chino que me enseñó a hacer chop-suey, pero no me quiso dar el secreto de la salsa para el pato pequinés.
Los que más trabajo me han dado fueron un político que dejó de ganar elecciones hace más de 20 años (tuve que encargarme de sus guardaespaldas) y un banquero calvo al que convertí en una curiosa caja fuerte o alcancía, como quieran ustedes verlo, y que conservo en el closet de mi casa por pura vanidad y que constituye, de cuerpo presente, la única evidencia e imprudencia que me he permitido, a sabiendas de que ello me puede descubrir, inculpar y condenar para siempre. Al político lo acusan de haber pasado a la reserva, tras perder su poder de convocatoria, mientras que al banquero lo dan por huido, luego de haberse comprobado el desfalco que lo mantiene “forrado” en billetes de alta denominación.
En oposición a los asesinos de película que se descuidan o se entregan a la policía presas del remordimiento, a mí no me van a atrapar ya que mi paranoia y celo excesivo por la perfección y la excelencia me llevan a no bajar la guardia ni por un momento. Además de que me siento orgullosísimo de mis trabajos como para sentir culpabilidad por alguno de ellos. Aunque quizás en el caso de la vendedora de lotería que no le dio la gana de pagarme el premio, pues no debí hacerlo así, jugando tanto con ella, pero uno es humano, demasiado humano y a ella le salió su número. Al revés del tipo aquel que le gustaba maltratar animales, pateando palomas, perros y gatos a su paso. Hoy, sirve de alimento a las fieras del zoológico, picado finamente en un millón de pequeños pedazos. Pero debo reconocer que, tras tres lustros de esta rutina, sin tomarme vacaciones, ya estoy aburrido, porque matar fatiga muy mucho. Y todavía no quiero tirar la toalla.
Lo más simpático es que la policía no relaciona un caso con otro y a veces me provoca, cayendo en lo de las películas, llamarlos y darles alguna pista para ver si logran ir armando el rompecabezas y se me acercan así sea un poquito, proporcionándome esa sensación de vivir peligrosamente que se va perdiendo con el tiempo. Pero por otro lado me aterra la idea de que por purita casualidad me atrapen y me vea entonces yo hospedado en cualquier cárcel espeluznante, sin siquiera poder acariciar el consuelo de la cámara de gases, la inyección letal o la silla eléctrica. Evadirse es demasiado trabajo y la libertad a largo plazo, una quimera.
Ante estas funestas perspectivas me quedo tranquilo y planeo, más bien, sacarle provecho económico a todo esto. ¿Qué tal si me pongo a escribir mis memorias, describiendo exhaustivamente cada caso y publico un libro, bajo un pseudónimo, que se convierte en best-seller y éste, a su vez, lo producen como película que rompe récords de taquilla, recolectando millones de euros? Sería, creo yo, un bocado preciado y la envidia de Thomas Harris, Stephen King o cualquiera de ésos.
Mañana mismo comienzo a traerme poquito a poco de la oficina, con suma discreción para que no se den cuenta, resmas de papel bond base 20, tamaño A4, y toner para mi impresora láser, de contrabando, claro está, que la vida está muy cara y lo que a mí me pagan es una miseria.