Lo de Martín siempre ha sido el mínimo esfuerzo. Desde niño entendió que no valía la pena pasar trabajo. Cuando no podía librarse de jugar béisbol en el colegio, escogía su posición de outfield, bien lejos allá en el fondo, rogando que la pelota ni se acercara a sus predios. Así se movía lo menos posible y podía dedicarse entonces a la contemplación pasiva de la realidad, que era, con mucho, su deporte favorito.
—Yo soy un espectador—. Se repetía a sí mismo sin demasiada convicción.
Su máxima aspiración era una vida indolora. Rutinaria e indolora. Sin sorpresas ni sobresaltos. Contemplativa. Feliz en la medida de lo posible. Una vida plácida, en tres palabras. Plácido Domingo. Y plácido lunes, plácido martes, plácido miércoles, plácido jueves, plácido viernes, plácido sábado. No en balde, su disc-jockey radial favorito se llamaba Plácido Garrido, con su habitual dejo cansado ronroneando ante el micrófono de los setecientos diez megahertz, en amplitud modulada, de radio capital, transmitiendo desde Caracas, Venezuela, cuna del libertador.
Los genes pesan, filosofaba Martín, ya que su padre pensaba lo mismo, sin duda, aunque nunca se atrevió a admitirlo en voz alta. Una vida marcada por la rutina del 8 a 12 y 2 a 6; el desayuno, almuerzo y cena servidos puntualmente; la breve y reparadora siesta al vaivén de la mecedora en el balcón; la callada afición al circo ruso; las conversas con la gente del barrio, aderezadas por un marroncito bien oscuro en la panadería de la esquina; la sana costumbre de las loterías, para tentar la suerte y asomarse a la vida desde un lugar privilegiado.
Martín hubiera querido ser locutor radial, engolando la voz y ufanándose de los registros más graves de su garganta. Se imaginaba lo que sería ganarse la vida (cómo odiaba esa expresión, por dios, ganarse la vida) perifoneando tonterías a lo largo de un par de horas al día por la radio. Y la gente escuchando. Y los patrocinantes pagando. Ganando plata a costa suya, pero pagándole a él su tarifa que aumentaría escandalosamente año tras año.
De adolescente, cuando la mayoría de sus compañeros de clase y vecinos de su edad vivían exhalando nubes de humo azulado, Martín se negó a iniciarse en el vicio nicotínico para hacer gala de su espíritu de rebeldía. Por pura vaina de llevar la contraria. Total, demasiada gente lo hacía. Sin embargo, no podía sustraerse al encanto de una tipa bien buena que, además, fumara. Ese era un fetichismo secreto que padecía y disfrutaba en silencio.
Había otros hábitos más sustanciosos y explícitos como tomarse su tiempo para comerse la prensa del día, además de su adicción a la cafeína que funcionaba como su gasolina virtual. Y el summum consistía en armonizar ambas aficiones, sin ser interrumpido por nada ni nadie, leyendo la edición dominical del nacional-universal-diario de caracas, durante horas, apoltronado en el “Gran Café” de Sabana Grande. Sus ojos saltaban de las páginas de los periódicos a Manuel-hoy-día, el diligente mesonero sureño que, sin necesidad de mediar palabras, enseguida le traía un nuevo croissant con queso amarillo, otra agua mineral sin gas, un marrón grande claro humeante y espumoso acompañado por un crujiente pastel de manzana. Gracias a sus dadivosas propinas, el mesonero le servía incluso de eficiente guardaespaldas, manteniendo a raya a los múltiples pedigüeños profesionales que pululan en el bulevar: los niños huelepega; la vieja karateca epiléptica; las gemelas ciegas y sus emblemáticos bastones blancos con los que van abriéndose paso; la viejita de la lata de leche klim; el loco Yony con su guitarra. Ninguno logra acercarse a Martín, quien interrumpe su lectura para admirar, de lejos, la fauna variopinta que se pasea exhibiendo su otredad en esa vitrina maloliente que no discrimina a nadie (Martín fantasea asumiéndose como el protagonista de “El perfume”, de Suskind, libro de cabecera junto a sus hermanos menores “La paloma” y “El contrabajo”).
Liceísta solitario, Martín apenas se mostraba efusivo a la hora de tratar temas muy concretos que respondieran a intereses específicos: algunas películas, ciertas lecturas de filosofía y psicología, intercambiando precisiones con un par de profesores y casi ningún compañero de estudios. El bajo perfil ya lo definía.
Una de sus prioridades era dormir hasta muy tarde en la mañana y podía darse perfectamente ese lujo ya que todo su bachillerato lo hizo en turno vespertino. Para no violentar su preciosa rutina, en la universidad Martín cursaba Periodismo en horario nocturno, siendo prácticamente uno de los más jóvenes entre treintones y cuarentones emperifollados que salían corriendo del trabajo para poder llegar a clases reventados. Del bachillerato, extrañaba la comodidad de usar uniforme, utilísima imposición académica que le evitaba el bochorno de mostrar lo exiguo de su vestuario.
Estudiar periodismo era una ración de su propia vida. Su texto fundamental era la prensa. Se alimentaba de noticias, chismes, hechos, acontecimientos que se sucedían en todas partes. Avanzaba suave, cómodo, sin tropiezos, moviéndose académicamente como pez en el agua.
Iniciando el tercer semestre, Martín consiguió un trabajo medio tiempo (turnos de cuatro horas, seis días a la semana) como operador telefónico que autorizaba transacciones de las tarjetas de crédito. El cargo le venía al pelo, pues podía seguir estudiando, durmiendo a pierna suelta y encima tenía dinero para pagarse alguno que otro gusto y los requerimientos universitarios que, en el caso de sus estudios, incluían una buena cámara fotográfica, materiales y película.
La fotografía fue todo un descubrimiento. Le permitía lograr una objetivación de la realidad, una abstracción, un distanciamiento. Cámara en mano, Martín se dio a la pausada y placentera tarea de ir haciendo un registro fotográfico (“recopilar una memoria virtual”, afirmaba su tesis, “de la ciudad y su gente. Un escenario hostil —y cómplice complaciente a la vez— donde interactúan multiplicidad de protagonistas que contrastan o se mimetizan entre sí, desde el subterráneo bullente de pasos apresurados y sudorosos hasta el rascacielos corporativo que nos invade impertinente, intentando sobreponerse a la omnipresencia del Avila”).
Durante los siguientes tres años, Martín jamás se desprendió de “la negra”, su proverbial Pentax MZ-10, recorriendo Caracas a pie e inmortalizando su ciudad. Los viejos caserones de El Paraíso. La extensa avenida Victoria con sus espléndidos balcones asimétricos. Los entrañables edificitos que conformaban perfectos cubos geométricos, antes de ser demolidos, en Valle Abajo. El último chaguaramo aún erecto (“amoroso y altivo”, como diría Whitman) de Los Chaguaramos, en plena esquina de la calle Codazzi con la avenida Universitaria. La Concha Acústica de Bello Monte y sus conciertos bajo las estrellas. El sórdido cine Acacias con su público anónimo y jadeante. La majestad ultrajada del edificio Galipán en la avenida Miranda. Los autocines convertidos en destempladas ventas de garaje. El soberbio hotel Humboldt, vía teleférico, dominando la urbe desde lo alto del Avila. El Guaire como triste remedo de una pequeña Venecia delirante. Más que bípedo, Martín oficiaba de “bípode” viviente para su Pentax.
Por otro lado, el fotógrafo resplandecía con la exuberante geografía femenina y apuntaba su objetivo, sin remilgos estéticos, a cuanto desnudo se le pusiera por delante. Sus primeros ensayos fueron con las propias compañeras de clase. Una vez habituado a tanta piel, Martín abarcó desde los culos níveos e impolutos de la estatua de Las Tres Gracias en el Paseo de Los Ilustres hasta las tetas en caída libre sobre las grasientas barrigas de las gordas del Club del Baco: la obesa comecandela, la vulva tragahielo, el ano verdulero que deglute y luego arroja zanahorias o calabacines, según la temporada, a los habitués del tugurio enclavado al final de la Casanova. Así se manifestaba, por degeneración espontánea, la afición circense de su padre, pero con tintes ginecológicos.
Como era de esperarse, Martín recibió su licenciatura en comunicación social retirando el título directamente en la Secretaría Académica de la universidad, sin asistir al ritual del acto de graduación ni verse obligado a vestir toga y birrete. Sus padres, su hermana, su tía Maruchi y la infaltable conserje, doña Ramona, celebraron la ocasión con un brindis apresurado, amortizado con tequeños, en la sala-comedor del destartalado apartamento en el viejo barrio cada vez más sitiado por torres de oficinas y centros comerciales.
Pero el añejo edificio sin estacionamiento ni ascensor que se alzaba más arriba del sauce llorón tenía sus encantos y Martín no estaba dispuesto a renunciar a ellos. Primero: ubicación estratégica en las entrañas de su ciudad. Segundo: a cincuenta pasos largos del Metro. Tercero: jamás faltaba el agua. Cuarto: edificación de cuarenta y pico de años y por lo tanto regulada con un alquiler de cuatro cifras bajas. ¿Qué más se podía pedir?
Y el ahora periodista Martín que, al igual que su padre, jamás se había ganado nada en la vida, tuvo un ataque de sórdida suerte, cuando al fin se murió el viejito-viudo-sin-hijos-ni-familia-conocida del apartamentico construido ilegalmente en la azotea. Así que, dados los entrañables lazos de amistad que la unían a la familia del 23-A, la conserje heredó “por la gracia divina, como Franco, que dios lo tenga en la gloria” las pertenencias del difunto y traspasó el “pent-house” al único universitario del edificio.
Martín disfruta entonces de su propio minarete sobre su ciudad. Son 64 metros cuadrados techados que se dividen en tres ambientes: sala-comedor-cocina, un baño enorme con bañera y un dormitorio minúsculo sin closet donde no entra una cama matrimonial. Lo demás es una maravilla: 426 m2 de espacio a cielo abierto con 360º de vista más o menos panorámica.
Fracasado en su intento de eludir el éxito, una editorial alemana compró la exclusividad de publicación y exhibición de las series fotográficas de Martín, “Caracas revisitada” (su tesis de grado) y “Caracas expuesta” (desnudos inéditos en blanco y negro).
Mientras espía y fotografía a sus vecinos con sus lentes telescópicos desde su minarete, Martín encarna su sueño de vivir sin trabajar, dados los generosos royalties que genera su obra. Su título universitario engalana una de las paredes del apartamento de sus padres, un par de pisos más abajo.
Martín y Mónica —una vecinita inocua y desempleada que desde siempre se babea por el martincito— matan el tiempo desayunando cerca del mediodía en el café “Vomero” de La Carlota, yendo al cine casi todas las tardes, hurgando en los estantes de las librerías que sobreviven en la vía del Metro, cenando vitel toné los lunes en el “Presidente” de Los Palos Grandes y jugando “scrabble” hasta el amanecer o hasta que las ganas de hacer el amor resultan inaplazables. Hábitos que han compatibilizado a estos amantes.
Sin mucho afán, a petición expresa de la editorial alemana, Martín, con la ayuda de Mónica, prepara dos nuevos libros-exposiciones itinerantes: “Caracas Cabreada”, con rostros hostiles de caraqueños sobrepuestos al Avila y “Voyeur”, donde los vecinos circundantes de la azotea son sorprendidos en su intimidad protagonizando actividades insospechadas.
—¿La próxima serie? —pregunta por teléfono un periodista anglosajón en castellano irrepetible—.
—Todavía no lo sé, ya veremos… —evade Martín, reprimiendo un antiguo bostezo—.